– Eh, ¿qué sucede? -exclama Nyneve.
Mis ensoñaciones me han distraído hasta el punto de perder la noción del entorno. Ahora, alertada por el grito de mi amiga, miro hacia delante y veo que en el campo, no lejos de nosotros, hay una decena de hombres de hierro a caballo, en formación de combate y con las espadas desnudas, que se lanzan al galope hacia nosotros. Se me erizan los vellos de la espalda. Tiro de las riendas de Fuego, descuelgo mi escudo y desenvaino; pero son tantos que nuestra única posibilidad está en la huida. Damos, pues, media vuelta, pero, para nuestro espanto, descubrimos que detrás de nosotros hay otro grupo semejante de guerreros a la carga. Estamos perdidos. Espoleo al bridón y salimos a toda velocidad hacia uno de los laterales, intentando escapar de los dos contingentes. A mis espaldas escucho sus voces, los alaridos de guerra con los que se alientan y enardecen… y ahora oigo el estruendo de los escudos al chocar, el chirrido de los espadones golpeando el hierro. ¿Cómo es posible? Miro por encima de mi hombro: los dos grupos de caballeros están combatiendo entre sí. De manera que no tenían nada que ver con nosotros: simplemente nos encontrábamos en medio de su guerra.
Desde el camino, contemplamos cómo se pelean. Gritan estentóreamente y hacen mucho ruido, pero no parece una batalla muy feroz. Tiene algo de ritualizado, algo de pasos contados, casi como una danza. Al cabo, la mitad de los guerreros vuelven grupas y huyen. Los otros les persiguen.
– Vamos a ver adonde van…
Galopamos tras ellos a prudente distancia. Al poco tiempo llegamos a un pequeño castillo en el que el primer grupo de caballeros se introduce presuroso, mientras desde las almenas los arqueros comienzan a disparar a los perseguidores. Ahora son los guerreros atacantes quienes escapan, levantando los escudos sobre sus cabezas para protegerse de las flechas. Les vemos desaparecer en lontananza, mientras los castellanos terminan de alzar el puente levadizo para clausurar la puerta.
– La guerra siempre me abre el apetito -dice Gastón-. Vayamos al pueblo y almorcemos algo.
Se refiere a una localidad que asoma más adelante, colgada en las faldas de una colina. Retomamos el camino y arribamos al lugar poco después. Es una villa bastante grande, pero pobre y descuidada. Hay un par de posadas que, pese a su aspecto destartalado, están llenas a rebosar, hasta el punto de que nos cuesta encontrar un lugar donde sentarnos. Mientras comemos, le preguntamos a la posadera por los caballeros belicosos.
– Son el conde de Guiñes y el señor de Ardies… -contesta la greñuda mujer con un suspiro-. Son los dos nobles de la comarca y habitan en castillos vecinos y muy próximos. Pero sus linajes están enemistados desde tiempo inmemorial por alguna rencilla de la que nadie se acuerda. El caso es que están en guerra desde siempre. El abuelo de mi abuelo ya nació con la guerra de los Señores, de manera que deben de llevar por lo menos un siglo peleando. Todos los días salen a combatir, en verano y en invierno, con el sol achicharrante y con los hielos, y se persiguen los unos a los otros hasta las puertas de sus castillos. Sólo se quedan en casa los días de lluvia: es la tregua del agua. La guerra constante arruina los campos, empobrece la ciudad y dificulta los negocios. Todos en la comarca rezamos por que llueva, pero el Señor no nos escucha demasiado: ésta es una tierra árida y seca. Somos un pueblo desgraciado.
– Sin embargo, vuestra posada está llena, y también la de vuestro competidor…
A la mujeruca se le ilumina el semblante:
– Eso es un milagro… El milagro de San Caballero. Pero supongo que vos venís también a ver al Santo…
San Caballero… De manera que éste es el lugar donde apareció el hombre de hierro momificado del que hablaba el mercader.
– No, no venimos a eso… Pero nos gustaría verlo.
– Es un prodigio, la respuesta de Dios a nuestras plegarias. Ojalá este portento nos traiga el fin de la guerra. Está en una cueva en las afueras, saliendo por el sendero del río, pasado el molino. No tiene pérdida.
Acabado el almuerzo, y antes de marcharnos, decidirnos visitar al guerrero momificado. Seguimos las instrucciones de la mujer y encontramos con facilidad la senda junto al río, muy transitada por un hilo de gentes que vienen y van. Al cabo de cierto tiempo hay que abandonar la vereda y dirigirse hacia unas rocas por un camino recién abierto por la huella de numerosos píes. Al fin vemos la cueva, medio oculta por matorrales en una pared de piedra. En la boca, varios huleros venden sus mercancías. Desmontamos y entramos mezclados con la gente. Es una caverna bastante amplia, con el suelo arenoso. Un buen refugio. Está llena de velas encendidas; se escuchan cantos, rezos, exclamaciones de asombro. Vamos avanzando paso a paso a través de la muchedumbre que abarrota la gruta, hasta que al cabo llegamos a primera línea, junto al Santo, y lo vemos. Extendido encima de un repecho de roca natural que hace las veces de lecho, está el cadáver perfectamente momificado de un guerrero. La nariz afilada y cerúlea, los cabellos ralos y blanquecinos, las manos sarmentosas cruzadas sobre el pecho. Parpadeo atónita: es el señor de Ballaine, el viejo caballero que me auxilió en mis primeros días de soledad, el que me enseñó a engrasar la armadura. No me cabe ninguna duda: reconozco su perfil y la cota que viste. Reconozco a Sombra, su viejo bridón, también yerto a su lado.
– ¡Pierre! -exclama Nyneve junto a mí-. ¿Has visto quién es, Leo?
– ¿Y quién diantres es? -pregunta Gastón con voz irritada.
¿Por qué está molesto? A veces mi bello y dulce alquimista me sorprende con unos desabrimientos repentinos que no atino a entender. Tal vez le incomode que las dos conozcamos a San Caballero, que poseamos una información de la que él carece.
– Es el señor de Ballaine, un viejo guerrero a quien Leo y yo tuvimos el gusto de tratar, hace mucho tiempo, en diferentes épocas de nuestras vidas. Mira, todavía se le nota el golpe de la frente que yo le curé.
Es verdad. Su cabeza aún muestra la vieja herida, ese hueso hundido que tanto me impresionó cuando le conocí. Sin duda es el señor de Ballaine, aunque mi mente se resiste a creerlo. ¿Cuánto tiempo llevará muerto? Probablemente varios años. El frío seco de la cueva ha debido de proteger su carne de la corrupción. Observo que Sombra no está atado: seguramente el animal falleció antes que el caballero. Pobre señor de Ballaine; después de todo no alcanzó a morir en combate, como deseaba. Imagino sus últimos momentos en la cueva, a oscuras, completamente solo, sin poder valerse. Agonizando de debilidad y de vejez. Pero su rostro está en calma, su postura es serena, casi magnífica. Junto a nosotros, los fieles caen de hinojos y rezan con fervor. Hay lágrimas en los ojos de las buenas gentes y en la cueva se respira una emoción sagrada.
– Vaya con el viejo Píerre…, ésta es su mejor victoria -musita Nyneve.
Mi amiga tiene razón. El señor de Ballaíne estaría satisfecho, si se viera. En realidad ha logrado mucho más de lo que se proponía; él quería vivir su fin con dignidad y ha conseguido convertirse en un santo. En San Caballero. Sus hijos se morirían de envidia, si lo supieran. Seguro que intentarían recuperarle, porque un santo en la familia sirve de mucho.
– Mi Señor… Psssss, psssss… Eh, mi Señor…
Miro a mi alrededor, buscando el origen del penetrante susurro. Junto a mi codo, doblada la cerviz con servilismo untuoso, asoma la cabeza de un clérigo de edad indefinida. La frente huidiza, la nariz prominente, bigotes incoloros, ralos y tiesos, una completa ausencia de barbilla. Nunca antes había visto semejante apariencia de rata en un humano.
– ¿Es a mí?
– Sí, mi Señor. Con perdón, Señor. Sois extranjero en la comarca, ¿no es así? -En efecto.
– Entonces estoy seguro de que mí amo querrá veros. Y vos no lo sabéis aún, pero también querréis ver a mi amo. O sea, es decir: mi amo os propondrá algo muy provechoso para vos, os lo aseguro.
– No entiendo de qué me hablas.
– Sólo os ruego, os suplico que me acompañéis a ver a mi amo, mi Señor. Pero tenéis que ser muy discreto.
– ¿Y quién es tu amo?
– El muy grande y magnánimo señor de Ardres.
El gran y magnánimo señor de Ardres es un viejo mezquino de aspecto sucio e insignificante, y su castillo es un lugar desapacible y lóbrego.
– Los señores feudales son así, mi Leo… Tú hasta ahora has conocido la nobleza occitana, que es mucho más agradable. Pero por desgracia ésa es la excepción dentro de la norma… -dice Nyneve.
Malacostumbrada a la refinada compañía de las damas, al confortable castillo de Dhuoda, al espléndido palacio de Leonor, esta oscura morada y sus rudas rutinas me resultan entristecedoras y agobiantes. No hay jardines interiores, ni suficientes hachones encendidos en las horas oscuras. Los muros no están recubiertos con tapices, sino con despojos de animales, cabezas, cuernos, rabos y pezuñas, o bien con panoplias de armas, porque las dos grandes pasiones de los varones de este lugar parecen ser la guerra y la caza. En cuanto a la primera, ya está dicho que combaten todos y cada uno de los días contra los partidarios del conde de Guiñes; pero esas escaramuzas no parecen bastarles para saciar sus ansias de sangre y de violencia, porque, además, salen de cacería seis días a la semana. Y lo más curioso es que las partidas cinegéticas de uno y otro noble se respetan mutuamente cuando se encuentran e n campo abierto, como si hubieran acordado una tregua.
El clérigo de sotana raída, hocico roedor y espinazo prominente se llama Mórbidus. Nos trajo al castillo al trote, esto es, nosotros al trote corto de nuestras cabalgaduras y él corriendo a toda velocidad un poco por delante, insospechadamente ágil y resistente sobre sus cortas piernas, más rata que nunca en su veloz desplazamiento por el campo. Además, impidió que intercambiáramos una sola palabra con los soldados y los caballeros de su amo.
– ¡Hay prisa, mis Señores! ¡Para luego las presentaciones! -decía, corto de aliento pero pomposo, mientras nos hacía desmontar y nos guiaba por el oscuro y rústico edificio hasta lo que hoy sé que es la sala principal, una pequeña estancia húmeda y sombría donde se encontraba el señor de Ardres, todo revestido con su armadura y derrumbado en un sillón junto a la chimenea. Recuerdo que pensé que se encontraba demasiado cerca del fuego y que el metal de su cota de malla debía de estar casi abrasando. Luego he sabido que el viejo Ardres lleva dentro de sí un frío eterno, el aliento helado del cercano sepulcro, y que nunca le parece estar lo suficientemente próximo al hogar.