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– Ya me las ingeniaré -dice la Ardida, y abandona el establo canturreando.

Nyneve y yo nos escondemos en el fondo de la cuadra y nos cambiamos de ropa. El áspero vestido de labor que se pone mi amiga le queda muy largo: ha de doblar las mangas y remeterse la saya en la cintura. En cuanto a- mí, tengo la suerte de que la muchacha sea tan alta como yo, cosa poco habitual, pero, aunque he quitado las vendas que oprimen y esconden mis pechos, ella tiene unos senos mucho más abundantes que los míos. La blusa es bastante fina y bonita y el traje, de color verde oscuro, lleva cordones de cuero que ajustan el corpiño; apretándolos mucho, disimulo la holgura del escote. Nos lavamos en el abrevadero, peinamos nuestros cabellos hacia atrás y ocultamos la cortedad de nuestras melenas con unos bonetes que la sirvienta también nos ha traído. Lo peor es el color de nuestros rostros, curados por las ventiscas y los soles de los caminos. Nos empolvamos la cara con un poco de la harina fina que llevamos entre nuestras provisiones, para intentar aclararnos la tez. Con sus fuertes hombros y toda la ropa remetida en la cintura, Nyneve ofrece un aspecto bastante rollizo, pero, por lo demás, parece verdaderamente una mujer. Pero qué digo: es una mujer, cómo no va a parecerlo.

– Estás guapa -dice mi amiga-. Pero acuérdate de quitarte las espuelas.

Creo que me estoy ruborizando. Intento recordar las clases de Dhuoda: estirar la espalda, arquear el cuello, movimientos suaves, pasos cortos. La saya, con toda su tela sobrante, se me mete entre las piernas y me incomoda al andar. Hacemos un atado con nuestras ropas, la armadura y las armas y lo escondemos todo debajo del pesebre de nuestros caballos. Si alguien intenta acercarse, tendrá que arrostrar las coces de Fuego, que no permite proximidades con los extraños.

– Quedémonos con los puñales. Por si acaso -dice Nyneve.

Nuestros cintos viriles tienen poco que ver con las escarcelas femeninas, pero los disimulamos entre los pliegues de la ropa. Siento una alegría irrefrenable, un aturdimiento semejante a la embriaguez del vino. Nyneve suspira:

– Está bien. Vamos allá.

Cruzamos la espesa niebla en dirección a la posada y entramos en la gran sala, que ya está bastante llena. Todo el mundo calla al vernos aparecer. Es raro ser mujer, y aún más raro observar sus efectos. Atravesamos la estancia V nos sentamos en el rincón más apartado, lejos de la chimenea. Al poco rato las conversaciones vuelven a enhebrarse, peto seguimos siendo el centro de atención. Tonea viene y nos sirve la cena: simula a la perfección no conocernos. Veo a lo lejos al preboste Evervín y a otros comensales de los días anteriores, pero Gastón no está. La ansiedad me impide probar bocado. Hoy se percibe un ambiente extraño: hay mucho más ruido, risotadas, grandes voces, una especie de tensión en el ambiente. Se lo comento a Nyneve.

– Es por nosotras, Leo. Los hombres son así.

¿Por nosotras? No lo entiendo. La Ardida viene y va con grandes jarras de cerveza y de vino. Todo el mundo semeja estar sediento: se diría que están bebiendo mucho más que en las otras noches. Y sucede otra cosa extraordinaria: cada vez que dirijo la vista hacia algún lugar, mis ojos chocan con los de algún hombre que me observa intensamente. Me incomodan esas miradas fijas que parecen querer decirme algo; bajo los ojos y ya casi no me atrevo a levantarlos.

– Tu Gastón no vendrá, pero terminaremos teniendo algún problema… -dice Nyneve.

No le contesto porque el alquimista acaba de entrar. La sangre se me agolpa en las orejas y me enciende la cara de rubor. Gastón echa una mirada por la sala y me descubre… pero deja resbalar sus ojos por encima de mí, como si no le interesara en absoluto, y se sienta en otra mesa. Pero cómo: ¿todos los varones de la posada están contemplándome y él no me presta ninguna atención? La humillación me deja sin palabras.

– Tranquila, no es más que una estrategia por su parte -dice Nyneve-. Míralo, ahora está brindando.

Es verdad: desde el otro lado de la estancia, Gastón ha levantado su jarra de cerveza y me saluda con una pequeña sonrisa. Con una sonrisa deliciosa.

Súbitamente, ya no puedo verle. Entre el alquimista y yo se ha interpuesto un hombre. Es uno de los que antes me miraba con más insistencia: lleva un peto de cuero despellejado y tiene aspecto de soldado de fortuna, un rudo hombre de armas sucio y muy borracho.

– Quítate de en medio -le ordeno, con mi altivo y fulminante tono de señor de Zarco.

Pero ahora no soy un caballero sino una doncella, y el tipo suelta una risotada que a medio camino se transforma en regüeldo. Se deja caer pesadamente en el banco, junto a mí.

– Antes dame un beso… -farfulla.

Y, alargando sus manazas, agarra mis hombros y me busca la boca. La sorpresa me paraliza: estoy acostumbrada al miedo y al respeto que impone la armadura. Pero cuando sus babosos labios rozan los míos recupero los reflejos: saco el puñal del cinto y le hinco ligeramente la punta bajo el mentón. El tipo chilla y se queda muy quieto. Una gota de sangre resbala por la hoja.

– Suéltame ahora mismo o te meto este hierro hasta los sesos.

El hombre deja caer los brazos. Me pongo de píe manteniendo el cuchillo apretado bajo la barbilla del soldado y paso torpemente por encima del banco, maldiciendo el barullo de faldas que obstaculiza mis piernas. Echo una ojeada alrededor: todo el mundo está paralizado y en silencio, disfrutando del espectáculo. Nyneve se ha levantado y está junto a mí, también con el puñal en la mano. Tonea y el posadero se acercan a toda prisa.

– No pasa nada. A mi amigo el soldado le voy a servir una cerveza gratis. Y las señoras ya tienen su aposento preparado. Ardida, acompáñalas -dice el posadero.

Bajo el puñal y libero al hombre, que me mira con expresión beoda y aturdida. Tonea nos empuja y salimos de la estancia sin detenernos; intento buscar con los ojos a Gastón, pero no lo encuentro. Hemos abandonado la posada y nos dirigimos hacia el establo entre la niebla. La Ar dida parece enfadada; camina a grandes pasos, bamboleando los dos fanales con bujías que cuelgan de sus manos.

– Os he dispuesto un lecho en el pajar. No había otra cosa. Pero estaréis solas y calientes -gruñe.

Subimos por una escala al altillo de la cuadra. Sobre las tablas se ve una especie de jergón informe y abultado. No parece una cama muy confortable, pero al menos, en efecto, no hace frío: el vaho de los animales que están bajo nosotras sube a través de las tablas mal encajadas. La muchacha nos da una de las velas y se apresta a marcharse. Pero antes se vuelve y nos mira. Un temblor de crispación recorre su pobre rostro lacerado:

– Es triste ser mujer -dice, con una amargura tal que sobrecoge.

Y desaparece ligera y silenciosa.

Nyneve se acuesta, pero yo estoy demasiado nerviosa para dormir. Bajo nuevamente del altillo y salgo a la noche blanca y ciega. Días de niebla, noches de frustración e insomnio. La humedad va mojando mis mejillas, helándome las manos, empapando mi escote desnudo de mujer. Tanta ropa nueva para qué. Para acabar peleando con un borracho. Por un instante se me pasa por la mente la imagen del rufián de los dientes de cabra. Su grito silencioso de muerto veloz. Sacudo la cabeza para alejar su figura angustiosa. Escucho, amortiguado por la bruma, el triste tañido de unas campanas. También sonaron ayer: son del monasterio de monjas cercano, y doblan para alejar la niebla de la comarca. Pero un momento. Un momento Entre tañido y tañido, me parece oír un rechinar de arenisca, un rozar de telas… Alguien está aquí. Alguien se me acerca por la espalda.

– ¡Eh, cuidado!

MÍ cuchillo apunta a su garganta. Y el corazón martillea sangre en mis oídos. Es Gastón.

– Te me has echado encima como un gato rabioso… -dice el alquimista.

– Pensé que era otra vez ese borracho. No deberías acercarte a nadie por la espalda tan sigilosamente.

– No venía con sigilo… Es la bruma, que se come los ruidos… Y el sonido de las campanas esas…

Le miro en silencio. Me gusta mirarle. Posee un rostro fino y pálido lleno de sombras. Aterciopeladas sombras bajo sus pestañas. Misteriosas sombras en las comisuras de sus labios. Mi mano izquierda sigue apoyada sobre el pecho del alquimista. Y en mi mano derecha aún está el puñal.

– ¿No podrías guardar esa hoja?

– Sí, claro…

Envaino el cuchillo con gesto forzado. Hierros que separan los cuerpos hermosos.

– Estas monjas son bastante inútiles… Por mucho que voltean sus campanas, no consiguen que la niebla se retire… Los benedictinos de Charleroi, sin embargo, son capaces de acabar con una tormenta de rayos y truenos con sólo un par de tañidos… -comenta Gastón.

Dicho lo cual, coloca sus manos sobre mis pechos. Y yo me rindo.

Volvemos hacia el Sureste, porque Gastón va camino de Albi, donde quiere proseguir sus estudios herméticos con Megeristo, que al parecer es un afamado maestro alquimista. He convencido a Nyneve de que lo acompañemos, pues, a fin de cuentas, ¿qué guía nuestros pasos, sino el azar? Y la Providencia Divina, naturalmente, cuyo designio siempre es tan difícil de desentrañar.

La Providencia ha hecho que la niebla haya desaparecido por completo. Hace un hermoso, fresco y soleado día de otoño, y el mundo está tan lleno de luz que se diría que la noche no existe. Gastón marcha a mi lado a lomos de Alegre, nuestro palafrén, pues él no posee ninguna cabalgadura. A decir verdad- apenas posee nada, aparte de su inteligencia y su hermosura: es casi tan pobre como un fraile mendicante. Pero le miro y mi cuerpo se convierte en agua, como la escarcha que el sol funde en las mañanas. Mis emociones y mis deseos son líquidos. Soy una lágrima de gozo.

Nyneve y yo vamos vestidas de hombre. Es más seguro, me siento más cómoda y, además, quiero buscar alguna encomienda que cumplir, pues desearía ayudar a Gastón con algo de dinero, para que pueda pagar a su maestro. Nyneve tuerce el gesto; sigue sin gustarle mi alquimista. Pero le soporta, porque me quiere. Supongo que, después de tantos años estando las dos solas, se siente un poco extraña ahora que somos tres.

Hace varios días que salimos de la posada. Vamos a buena marcha; sin querer, me descubro azuzando a mi bridón, como si con ello pudiera aguijonear las espaldas del tiempo. Ansío que el sol corra, que llegue la noche, que la jornada acabe; entonces empieza para mí la verdadera vida, en los calientes brazos de Gascón. Apenas duermo, pero me siento más despierta y descansada que nunca. Es un prodigio.

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