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Avanzamos aún más despacio que ayer. Nyneve desciende de cuando en cuando del caballo, para verificar nuestros pasos. Le dejo hacer con una desgana tal que, si lo pienso bien, casi me asusta. Pero no lo pienso bien; a decir verdad, apenas pienso. La niebla me entumece el cuerpo y me vacía la cabeza. El tiempo transcurre sin sentir dentro de este embrutecimiento ciego y mudo. Hace algunos años, en un paso de montaña, tuvimos que dormir una noche al raso bajo una nevada. El frío se nos metió en los huesos y nos heló la sangre; y cuando la escarcha me llegó al corazón, supe que iba a morir y no me importó. Ese mismo desinterés es el que siento ahora: ese pecado de abulia contra el don de la vida. Aquella noche, en las montañas, nos salvó Nyneve. Había muerto congelado uno de los caballos, el viejo bridón que obtuve en el torneo, y Nyneve le abrió el vientre y nos metimos dentro, calentándonos con sus visceras y su pobre sangre. Pero ahora ni siquiera puedo recordar el vivo color rojo de aquella caverna salvadora: mi memoria está impregnada por el gris de la bruma.

Cabalgamos sin parar, aunque parece que no nos movemos. Tal vez nos hayamos metido en el mundo de las ánimas, sin haberlo advertido. Que la Virgen nos ampare: de tanto andar por los caminos, tai vez hayamos cruzado, sin saberlo, las puertas invisibles y malditas que conducen al territorio de los muertos. Puede que estemos condenadas a vagar para siempre jamás por esta desolación sin forma y sin color.

– Si quieres que te diga la verdad, Leo, creo que estoy empezando a hartarme de esta vida vagabunda -dice Nyneve, como si me hubiera leído el pensamiento.

¿Y ahora qué sucede? De pronto, los caballos se han detenido y se niegan a avanzar, por más que arrimemos los talones a sus flancos.

– Mejor desmontamos -dice Nyneve-. Quizá nos estén intentando avisar de algún peligro. Sé de más de un pobre desgraciado que se ha despeñado en plena niebla. Sin embargo, no parece que delante de nosotras se abra ningún abismo. De todas formas continuamos a píe, llevando a los animales de las bridas. Estamos atravesando lo que debe de ser una especie de bosque: a ambos lados de la vereda, robles y nogales se pierden en la niebla como un ejército fantasma. Los caballos cabecean y hacen girar sus grandes ojos asustados. Fuego me golpea el hombro con su hocico: ¿por qué seguimos avanzando en esta negra noche blanca?, me pregunta. Yo tampoco lo sé. Le acaricio la testuz y la tiene empapada. Es un agua insidiosa que se mete dentro de las venas.

Un siseo veloz junto a mi cara. Un pájaro plateado que me roza. Un golpe seco en la madera del árbol más cercano. Miro el tronco y lo veo: un cuchillo recién hincado y todavía vibrante.

– Nos atacan -susurro a Nyneve mientras desenvaino la espada.

Mi amiga también saca su puñal, aunque no es demasiado ducha combatiendo cuerpo a cuerpo. Pero sus certeras flechas no sirven de nada con esta bruma. Nos quedamos quietas, esforzándonos en descubrir al enemigo. No llevo puesto ni el almófar ni el yelmo, y lo lamento. Miro con ahínco la muralla gris que nos rodea, y los ojos me duelen de intentar traspasar las veladuras. Oigo roces. Chasquidos. Un pisar cauteloso alrededor. Ahora veo algo…, una sombra a mi derecha que vuelve a ser engullida por la bruma. ¡Y ahora me parece atisbar un fugaz movimiento por la izquierda! Doy vueltas sobre mí misma con la espada en la mano. No poder ver me angustia. -¡Cuidado! -grita Nyneve. Pero, antes de escuchar su voz, yo ya había presentido que el ataque llegaba: quizá oí un rumor, o advertí el movimiento del aire a mis espaldas. Percibo que algo roza mi cuello, pero doy un salto hacia un lado y al mismo tiempo me giro; y al volver a poner los pies en el suelo me inclino hacía delante e impulso el mandoble con toda la inercia de mi peso. Lo hago a ciegas, io hago sin pensar, lo hago con todo lo que sé como guerrero en la mejor estocada de mi vida. La hoja encuentra un cuerpo y se hunde en él. El hierro atraviesa a mi atacante. Veo su rostro muy cerca del mío, sus ojos desorbitados, un borbotón de sangre que le sube a la boca. Luego se desploma, arrancándome la espada de las manos. Recupero mi arma de un tirón y vuelvo a ponerme en guardia. Se oyen silbidos, palabras ininteligibles, pasos apresurados que se alejan. Permanecemos en estado de alerta durante un buen rato, pero parece que la confrontación ha terminado. Me acerco cautelosamente al cuerpo caído: es el rufián de los dientes caprinos y está muerto. En mis muchos años de combates he tajado y he herido, y he debido de arrebatar alguna vida. Pero este malhechor se ha dado tanta prisa en fallecer que se ha convertido en mi primer muerto inmediato e indudable. Mío y sólo mío, con su boca abierta para exhalar un grito que no llegó a salir y sus ojos vidriosos.

Intento limpiar la sangre de la espada contra el tronco de un árbol, con puñados de tierra, con manojos de hojas.

– Creo que yo también estoy harta de todo esto -resoplo.

Nyneve se ha acercado a observar el cadáver. Se estremece al reconocerlo y suspira hondo:

– Cálmate, Leo… Bien muerto está, te lo aseguro. Y ven, déjame ver, tienes sangre en el cuello.

¿Sangre? ¿De quién? Los dedos de Nyneve recorren mi piel.

– No es más que un rasguño, pero podría haberte degollado… No sé cómo has conseguido librarte, a decir verdad. Has estado muy bien. Increíblemente atinada y rápida.

Ahora veo que en la mano del muerto brilla un largo cuchillo. Y aún hay otros más, cuidadosamente dispuestos en el cinto. Siento un escalofrío.

– No soporto esta niebla por más tiempo, Nyneve.

Un redoblar de cascos me hace ponerme en guardia nuevamente. Miro alrededor, casi con pánico. De pronto, un caballo blanco se transparenta por un instante, poderoso y veloz, entre las brumas. No lleva silla ni correaje alguno y la niebla se enreda en sus crines flotantes. Aparece y desaparece en la grisura como un latido de luz y de belleza.

– ¿Qué era eso? -pregunto, sin aliento.

– Un caballo.

– Pero tenía… Me ha parecido verle como una especie de cuerno en la testuz…

– ¿De veras? -Nyneve me mira con interés-. Yo sólo he visto un vulgar caballo. Pero si tú has creído ver un unicornio, por algo será… Es el símbolo de la pureza.

¿De la pureza? ¿Justamente cuando acabo de matar a mi muerto? No es que no se haya ganado su fin ese bribón, pero aun así siento que su sangre me ha manchado. Y ni siquiera vamos a darle cristiana sepultura, porque cavar una tumba sin las herramientas adecuadas nos llevaría demasiado tiempo, y no resulta sensato quedarse por aquí al albur de una nueva emboscada… De manera que lo dejamos donde ha caído, cubierto con unas cuantas ramas pero expuesto a las inclemencias del tiempo y a las alimañas. Si de verdad era un unicornio lo que he visto, debía de estar huyendo de mí.

Hemos retomado el camino y avanzamos sin hablar y arrastrando los pies, llevando a los caballos de las bridas. Andamos durante mucho tiempo a través de este mundo envuelto en un sudario. Siento el cuerpo fatigado, la cabeza vacía. Siento el deseo de no ser quien soy.

– Creo que hemos regresado a la posada -dice Nyneve.

Es verdad. Aquí estamos de nuevo: el cruce de caminos, la gran mole sólida de la casa de piedra y argamasa emergiendo espectralmente de la niebla. Debería inquietarme, pero un pequeño y loco regocijo se enciende dentro de mí, una pequeña luz dentro de esta tierra de perpetuas sombras. Tengo la intuición de que voy a volver a ver al alquimista, y ésa es una esperanza suficiente.

Vamos directamente al establo a dejar los caballos, que resoplan aliviados. El mozo de la cuadra no está: hoy hemos regresado más temprano que ayer. Desensillamos a los animales y les ponemos paja en el pesebre. Dentro del establo, en un cabo de esparto, hay tendida ropa a secar, a resguardo de la húmeda bruma. Son vestimentas de mujer.

– ¿Necesitáis ayuda?

Es la sirvienta de la cara quemada, que acaba de aparecer en la puerta del cobertizo. De nuevo me parece advertir que su cicatriz tiene una forma extraña, que ha habido un corrimiento de costurones y pellejos, una variación en el contorno de la vieja herida, pero estoy tan excitada que no me detengo a pensar en ello.

– ¿Son tuyas estas ropas? -le pregunto.

Nyneve me mira.

– Sí, mi Señor. ¿Os molestan? Las retiro ahora mismo. Están casi secas.

– No, no es eso. ¿Cómo te llamas?

La muchacha clava en mí la mirada recelosa de su ojo sano.

– Tonea, Señor. Pero todo el mundo me conoce por la Ardida -dice al fin.

– Tonea, quiero comprarte este vestido.

– No, necesitaremos dos -interviene Nyneve-. ¿Tienes ropas mejores? Trae tus vestimentas de fiesta y yo me quedo con éste. Te pagaremos bien.

La Ardida frunce ligeramente el ceño, pero en su expresión, que sólo trasluce cálculo e interés monetario, no hay sorpresa ninguna: cuántas cosas ha debido de ver ese único ojo.

– Tengo una bonita blusa blanca, una jaqueta y una falda de lino. Ahora os las traigo.

La posadera se va y yo me vuelvo hacia Nyneve: a pesar de todos ¡os años que llevamos juntas me sigue asombrando.

– Si apareces vestida de mujer y yo sigo siendo el mismo escudero, cualquiera que nos haya visto en los días anteriores puede reconocernos. Será mejor evitar ese riesgo -explica mi amiga.

– Pero ¿cómo has sabido que…?

– Potr favor, mi Leo… Ya sé que te has prendado de! guapo charlatán. Pero lo más probable es que él no

– No es un charlatán. Ya viste la moneda de oro.

Nyneve se ríe.

__Sí, claro, el oro filosófico. ¿Llevas ahí la moneda? ¿Por qué no la miras?

Busco la pieza en mi faltriquera. La saco… y es de plomo. No puede ser: la niebla ha debido de devorar también su brillo y su color. La escudriño de cerca. Sigo sin ver el oro.

– MÍ querida Leo, el oro filosófico es uno de los trucos más viejos que existen…, ¡incluso el bribón de Myrddin lo hacía mejor! El aspecto dorado sólo dura un tiempo. Un breve tiempo. Lo mismo que el atractivo de la belleza.

– ¿De qué hablas?

– De tu debilidad por los hombres hermosos, mi Leo… -ríe mi amiga.

Su atrevimiento me encrespa. Desde luego, a ella le dan lo mismo feos que hermosos: sus piernas se abren con igual ligereza. El regreso de la Ardida me impide decir nada. La muchacha trae una brazada de ropa y acepta con satisfacción el generoso pago que le damos.

– Si ahora vais a ser mujeres, mi Señor…, mi Señora, tendré que buscaros un acomodo distinto para pasar la noche. Eso también os costará más.

Depositamos más monedas en su mano ávida.

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