En efecto, es una casa. Mejor aún, es una posada. No…, ¡es la posada del cruce! La misma en la que hemos pasado la noche. ¡Hemos estado dando vueltas todo el día para regresar al mismo lugar! Desmontamos, atónitas, y nos asomamos al interior: la misma estancia ruidosa y repleta de gente, el mismo fuego humeante. La muchacha de la cara quemada pasa muy atareada junto a nosotras llevando una gran fuente de comida. La llamamos; sí, todavía le queda un lecho que ofrecernos. Mientras nos habla, miro a la posadera con inquietud: ese ojo lacerado, esa brillante y tensa cicatriz, ¿no se encontraban ayer en el otro lado de la cara de la mujer? La quemadura que le deforma el rostro, ¿no ha cambiado de lugar? Me mareo, siento vértigos, el corazón echa a correr dentro de mi pecho, tengo que apoyar una mano en el muro.
– ¿Qué te sucede? -pregunta Nyneve.
– La…, es una locura pero… La cicatriz de la posadera, ¿no la tenía en el otro lado?
Nyneve frunce el ceño.
– No sé… No lo recuerdo. No te pongas nerviosa. Es la niebla, que se mete en la cabeza y hace ver cosas raras.
Dejamos a los caballos en el establo y regresamos a cenar. Y volvemos a instalarnos en el mismo rincón de ayer. Miro a mi alrededor; a lo lejos, en otra mesa, veo a Evervín, el preboste de Steinfeld. Y junto a mí, en el lugar que ocupaba Gastón, hay otro viejo mercader, casi tan desdentado como el de anoche, que rumia bolitas de pan mojadas en la salsa del asado. Es como si el Demonio nos hubiera robado un día entero.
– Veo que habéis decidido quedaros hasta que la niebla se levante -dice una voz.
Es Gastón. Está de pie junto a mí. Estirado, alto y recto. Gastón el buen mozo y no el chepudo. Me aprieto contra Nyneve para dejarle sitio.
– A decir verdad, nos hemos perdido. Hemos caminado durante todo el día y al atardecer nos hemos descubierto otra vez aquí.
– ¡Qué extraño! Es lo mismo que me ha sucedido a mí. Creí que yo era el único imbécil.
Sonríe y la estancia se ilumina. Hasta la quemadura de la posadera parece recolocarse en su lugar. Pero un pequeño pensamiento se hinca en mi cabeza y me incomoda. Oteo toda la sala, escrutando el rostro de cada uno de los comensales, para ver si también se encuentra por aquí el rufián de la sonrisa caprina. Y compruebo que no. Cruzo una mirada de alivio con Nyneve. Algo parecido a la alegría se me sube a los labios y al corazón. Y bendigo la niebla que nos ha hecho confundir nuestro camino.
– De manera que sois un estudioso de la filosofía hermética -dice mi amiga.
– ¿Acaso vos también sois un iniciado? -responde Gastón con una punzante mirada de interés.
– Desde luego que no… Detesto toda esa palabrería sin sentido.
Gastón sonríe displicente:
– Mi querido señor… Tiene sentido, y mucho, para los filósofos. Tiene el sentido más hondo y absoluto, pues trata del espíritu universal, que está en todas las cosas. Pues ya se sabe que Uno es el Todo, y de éste, el Todo, y si no contiene el Todo, el Todo no es Nada.
– Exacto, a esa palabrería me refería -dice Nyneve-. Cuando los sabios necesitan protegerse con palabras que nadie más que ellos entienden, no aspiran a la sabiduría, sino al poder, y a un poder que utilizan contra los demás mortales. Ya te dije, Leo, que la pérdida del sentido de las palabras era el comienzo de todos los males. Los alquimistas, con vuestros juegos secretos, estáis haciéndole un flaco favor a la verdad.
– Pero ¿de qué verdad me habláis, señor? La verdad más profunda está oculta en la esencia de las cosas y sólo puede ser indagada ocultamente. La verdad sube de la Tie rra al Cielo y desde el Cielo vuelve a bajar a la Tierra. Y todos los elementos se unen en uno que está dividido en dos.
– Por los clavos de Cristo, no seáis tan tedioso.
– Pero ¿qué es eso de la Gaya Ciencia y de la alquimia? Me temo que yo lo ignoro todo… -intervengo apresuradamente.
– Hay un antiguo libro egipcio que fue traducido al griego, y del griego al latín, que se llama la Tabla de la Esmeralda, porque dicen que el original estaba grabado sobre la esmeralda que cayó de la frente de Lucifer el día de su gran derrota -explica Nyneve-. Este libro fue escrito por Hermes Trimegisto y está lleno de frases confusas semejantes a las que dice nuestro amigo… Los seguidores de Hermes piensan que todas las cosas pueden ser reducidas a una misma sustancia, a un espíritu universal, que es el principio mismo de la vida; y la Tabla de la Esmeralda explica cómo puede obtenerse esa quintaesencia, que ellos llaman piedra filosofal, y que, supuestamente, te da la vida eterna. Para conseguir extraer esa gota sustancial de las cosas, los alquimistas se dedican a unos manejos harto complicados, con crisoles y fuego, con retortas y hervores. Todo muy fastidioso. Y, que yo sepa, nadie ha encontrado jamás la dichosa piedra.
Gastón ha estado removiéndose inquieto sobre el banco durante todo el discurso de Nyneve. Ahora interviene, enarcando con altivez sus cejas picudas:
– Ciertamente sabéis muy poco. Y lo poco que sabéis, lo contáis sin la menor prudencia, pues sin duda conocéis que todos estos pormenores no deben divulgarse. -Ah, sí, claro… El famoso secreto de los herméticos… Por cierto, se me había olvidado decirte, Leo, que la piedra filosofal transmuta el plomo en oro, y que ése es el gran logro que todos persiguen, aún con más ahínco que la sabiduría o la vida eterna. Gastón está furioso:
– Seguid así, señor, reíros de lo que no sabéis, ésa es la actitud de los ignorantes. Pero debo deciros que grandes y afamados hombres son hermanos herméticos, como Francisco de Asís, el monje fundador de la orden mendicante, de quien habréis sin duda oído contar que entiende el lenguaje de los pájaros… Lo cual quiere decir que es alquimista, porque la Gaya Ciencia también es conocida como la Lengua de los Pájaros. Y, en cuanto al oro, tomad, mi señor Leo, aceptad este humilde regalo de vuestro amigo… Gastón saca una pequeña bolsa de cuero de su cinco y extrae media docena de discos metálicos, de forma y tamaño semejante a monedas. La mitad son de plomo; los otros son exactamente iguales, pero de oro. Aparta una de las piezas doradas y me la da.
– Es una moneda filosófica. La he creado yo mismo, a partir de un fragmento de plomo como éstos. Podéis quedárosla, en prueba de mi afecto. Y ahora debo retirarme; me temo que esta tediosa conversación me ha fatigado demasiado.
Y, en efecto, se pone en pie y se va. Con la moneda de oro aún apretada dentro del puño, me vuelvo hacia mi amiga:
– Nyneve…
Me contengo y no añado más. Aunque podría. Nyneve alza la palma de las manos en un gesto apaciguador:
– De acuerdo, quizá me he excedido…
Me levanto y abandono la sala. Qué impertinente es Nyneve a veces. ¿Por qué ha tenido que discutir con el alquimista? En cuanto a él, qué susceptibilidad tan extremada. ¿Qué necesidad tenía de marcharse? El malhumor y la decepción han llenado mi cuerpo de un inquieto hormigueo. Quisiera correr, gritar, luchar, sacar toda esta tensión fuera de mí. Salgo de la posada y la noche está blanquecina y sucia, embebida de niebla. Escucho tronar el pequeño arroyo que corre a las espaldas de la posada. Agarro uno de los hachones de la puerta y me dirijo hacia allí, a tientas, dando resbalones en la hierba mojada, dejándome guiar por el canto del agua, Al fin llego al riachuelo: aparece entre la bruma y se pierde en ella, y ni siquiera puede verse la otra orilla. Hace bastante frío, pero decido bañarme: creo que el agua helada serenará mi fiebre. Coloco la antorcha entre unas piedras, me desnudo con premura y entro en la corriente. El agua sólo cubre un palmo por encima del tobillo, y está tan gélida que los pies duelen. Me agacho y, usando el cuenco de mis manos, salpico todo mi cuerpo. Casi grito. No lo soporto más: salgo a toda prisa y me dirijo a mis ropas, Estoy recogiendo las calzas cuando siento una presencia a mi espalda. Una mirada. Se me erizan los vellos de la nuca. Todavía desnuda, cojo la espada y me vuelvo. Mis ojos se estrellan en el ciego velo de la niebla. No veo nada. El miedo me hace jadear. De pronto, entre la bruma, me parece distinguir el impreciso contorno de un rostro. El rostro de Gastón. Doy un paso hacia delante y la cara se difumina: es una rama. Me quedo quieta y en alerta durante algún tiempo, pero no advierto nada raro. Vuelvo a vestirme. Ahora el cuerpo me hormiguea con un calor gozoso, como si estuviera despertando tras un sueño de siglos. Si de verdad era Gastón, el alquimista al menos ha conseguido una transmutación: ha trocado un hombre de hierro en una doncella.
Mi corazón está tan oscuro y aterido como el día. Hemos vuelto a amanecer bajo la niebla y no he conseguido ver más al alquimista. Ayer nos alojaron en una alcoba distinta, mucho más grande, con cuatro lechos repletos de durmientes, y ninguno de ellos era Gastón. A media noche liego un viajero tardío con quien tuvimos que compartir el jergón; no paró de dar vueltas y de toser. He dormido muy mal. Además, estoy irritada con Nyneve y apenas nos hablamos. Estamos terminando de preparar los caballos con las manos entumecidas por la humedad y el frío. Tiro de las cinchas y los dedos me duelen. También me duele el esqueleto todo, porque este relente interminable se te mete en el meollo de los huesos. Tengo miedo de que la bruma no levante ¡amas. De que las cosas se hayan borrado para siempre.
Un momento, ¡un momento! Mi cuerpo se tensa y un sudor helado me inunda la nuca: creo que acabo de ver al matón de los dientes de cabra, al bellaco que insultó a Nyneve ayer por la mañana. Acabamos de salir del establo y, por un instante, me ha parecido reconocer al bribón, borrosamente, entre los plomizos velos de la neblina. Si era él, estaba apostado junto a la puerta del establo, como si estuviera espiándonos. Pero ahora no hay nadie.
– ¿Qué haces? -me pregunta Nyneve, ya a lomos de Alado, extrañada de verme husmear por los alrededores de la cuadra.
– Nada. Esta maldita niebla, que te hace ver visiones.
Monto en Fuego y emprendemos el viaje. Prefiero no decirle nada, porque lo más probable es que me haya equivocado: el hombre no estaba anoche en la posada, o al menos no lo vimos, ni a él ni a sus secuaces. Pero un remusguillo de inquietud me retuerce las tripas. Ese perfil maligno entre la bruma. Esa actitud de alimaña al acecho. De pronto se me ocurre que quizá fuera él, y no Gastón, quien me vigilaba a hurtadillas mientras me bañaba en el río. Es un pensamiento repugnante. Pero no, no puede ser, no hay ningún rufián: son todo figuraciones mías. Este mundo sin luz, sin forma y sin color me está volviendo loca.