Después de cerrar las puertas de la sala con misterioso sigilo, Mórbidus nos presentó a su amo y le explicó que éramos forasteros y que nos había encontrado en la cueva milagrosa de San Caballero.
– -¿Acabáis de llegar por primera vez a la región? -preguntó el viejo con voz débil y chirriante.
– Sí, Señor.
– ¿Y no os conoce nadie por aquí?
– No, Señor.
MÍ respuesta pareció animarle, aunque su aspecto siguió siendo mustio y ceniciento. El señor de Ardres ofrece una pobre estampa. Su vetusta armadura proviene sin duda de una era juvenil más musculosa, porque ahora baila holgadamente alrededor de su cuerpo esquelético. La malla de hierro está rota y herrumbrosa, y casi tan sucia como las desparejas barbas del guerrero, que suelen mostrar costras secas de alguna materia indiscernible, grumos de viejas sopas o veladuras de mocos. A veces, cuando le veo tan maltrecho y descuidado, pienso en el señor de Ballaine, que, en el momento en que le conocí, debía de tener la misma edad, si no más. Pero qué enorme diferencia media entre ellos. Ahora aprecio mejor, y admiro aún más, la impecable batalla de San Caballero contra las úlceras del tiempo.
El caso es que, una vez verificado nuestro anonimato en el lugar, el señor de Ardres me ofreció un trabajo. Por primera vez recibía una propuesta de un caballero, yo, un mísero y apestado Mercader de Sangre, lo que demuestra el ínfimo nivel del viejo Ardres y sobre todo su gran necesidad. Este anciano es un hombre triste que vive en la amargura del fin de su linaje, pues él es el último de su estirpe: sus dos hijos fallecieron de mozos y sin descendencia, con las espadas en la mano, en el transcurso de esta guerra eterna contra el conde de Guiñes. Ahora se encuentra enfermo y lleva cierto tiempo sin poder salir personalmente a batallar, cosa que el Conde, su enemigo, tomó como señal inequívoca de su cercana victoria. Guiñes estaba convencido de que iba a acabar con la casa de Ardres y con la guerra eterna. Y ahí es donde yo entro. El señor de Ardres me propuso que me hiciera pasar por su sobrino, llegado desde París para ponerme al frente del combate. Y que saliera cada día al campo de batalla dirigiendo al pequeño puñado de sus caballeros, para lo cual era menester que ellos también creyeran en mi falsa identidad, porque nunca se dejarían capitanear por un Mercader de Sangre como yo.
– Es sólo por un tiempo -farfulló Ardres-. Hasta que yo recobre la salud.
Nunca la recobrará, lo sé, pero, aun así, acepté la encomienda. No me gusta el señor de Ardres, ni vivir en este triste lugar, ni participar en esta guerra insensata. Pero el viejo guerrero paga bien, y ofreció facilitarle a Gastón un cuarto privado y los materiales necesarios para proseguir sus investigaciones herméticas. Cuando terminamos de acordar las condiciones, Mórbidus sacó unas tablillas de cera y se puso a tomar notas. Es el escribano del castillo, la única persona que sabe leer y escribir en toda la fortaleza, y está redactando la historia de la Casa de Ardres.
«Enterado de la pasajera dolencia de su pariente, el señor de Zarco, hijo de Emengunda, la muy querida hermana del señor de Ardres, corrió en ayuda de su amado tío. Y llegó al castillo en compañía de su escudero y de su sirviente, y ofreció su invicta y joven espada en apoyo de la causa del glorioso guerrero», garrapateó Mórbidus ese primer día.
– ¡Pero todo eso es mentira! -se indignó Gastórf, mortificado por haber sido descrito como sirviente. -¿Y qué más da, mi querido amigo? Cuando yo lo escribo, lo hago real.
Aquí estamos, en fin, saliendo a luchar cada jornada, menos los domingos y las fiestas de guardar, así como los escasos días en los que llueve o graniza. No es un trabajo demasiado difícil; los combates no suelen ser excesivamente sañudos ni violentos, aunque, como es natural, de cuando en cuando los filos cortan carne y salta la sangre. Como en toda guerra añeja y rutinaria, los enfrentamientos están sujetos a cierta jerarquía y protocolo. Y así, por lo general a mí me toca cruzar el acero con el conde de Guiñes, un hombre de apariencia aún más ruda que el señor de Ardres, pese a su mayor alcurnia, y con un rostro mutilado de expresión terrible: carece por completo de nariz, rebanada hace ya tiempo en algún combate. Los primeros días, Nyneve se negó a acompañarme y se quedaba en el castillo intentando convencer al anciano Señor para que le dejara curarle. Pero Ardres nunca consintió que le tocara y, por otra parte, sospecho que mi amiga ha debido de discutir con Gastón, porque al poco tiempo empezó a salir conmigo a la guerra diaria, combatiendo desganadamente y procurando no herir ni ser herida, cosa que, a decir verdad, es más o menos lo que todos hacemos. Pese a lo cual, cada tarde, cuando regresamos a la mísera fortaleza, Mórbidus llena pliegos y pliegos de pergamino con un hinchado relato de aventuras caballerescas y clamorosas victorias de su amo.
El señor de Ardres siempre viste armadura, incluso para sentarse a la mesa; lleva constantemente sobre el hombro, encapuchado, a su halcón preferido, y en su castillo jamás resuena la música. Su mesa está compuesta de toscos y monótonos platos, de descomunales y correosos asados de carne que el noble come, o más bien picotea, pues cada vez ingiere menos, con torpes modales de plebeyo, chorreándose de grasa y compartiendo sus alimentos con los feroces perros de guerra que se tumban a sus pies. Lo cierto es que el viejo está tan enfermo que últimamente incluso ha dejado de practicar con el sarraceno disecado que tiene en el patio de armas a modo de estafermo, cosa que antes era uno de sus pasatiempos favoritos. Hay días en los que los dolores le impiden levantarse y entonces pasa la jornada sentado entre almohadones en el lecho, aunque, eso sí, ataviado con su armadura entera, un raro hombre de hierro entre cojines. Está intentando ordenar sus cosas en este mundo para poder presentarse ante Dios con la conciencia limpia, pero sus métodos son un tanto feroces. Cuando llegamos, en el patio de armas del castillo todavía se mecía el cuerpo ahorcado de una joven campesina. Al parecer el señor de Ardres había mandado pregonar en toda la comarca que dotaría con doscientos reales a cada una de las siervas de su feudo a las que él hubiera desvirgado. Se presentaron numerosas mujeres y todas cobraron la cantidad acordada, pero entre ellas llegó una muchacha que quiso hacerse pasar por desvirgada, aunque no lo era. Descubierta su superchería, la pobre desgraciada fue ajusticiada sin más miramientos.
El anciano guerrero también ha ordenado que todos sus siervos ayunen durante tres días, como penitencia por los pecados de su amo; y ha mandado llamar a los monjes de un monasterio cercano, pues dice querer tomar los hábitos antes de morir para asegurarse la salvación. Los monjes llevan en el castillo dos semanas comiendo y bebiendo como príncipes, y todos los días exhortan al caballero para que entre en la Orden y les pague la dote o herencia prometida; pero el viejo señor de Ardres pospone una y otra vez la decisión, aferrándose a pequeños indicios de salud, a imaginarias mejorías, al mero y loco deseo de vivir que nubla las entendederas de los humanos, porque en realidad todos nos las arreglamos para vivir como si no estuviéramos condenados a muerte. Y así, el anciano dice:
– Hoy me duelen menos las piernas.
O bien:
– Hoy parece que tengo más apetito.
O quizá:
– Hoy he dormido un poco mejor.
Y eso basta para que siga vistiendo empeñosamente su anticuada armadura cada mañana.
Pero lo que más me sorprende, e incluso me conmueve, a mi pesar, es que el señor de Ardres parece estar creyéndose que yo soy verdaderamente su sobrino. A veces, cuando regreso de la guerra y entro a dar el parte a la sala, donde el anciano me aguarda casi metido dentro de la chimenea, o a la alcoba, si ese día no se ha levantado de la cama, el caballero me dice cosas absurdas, blandas frases de viejo emocionado: «Hijo, no dudo de tu victoria, por algo corre la poderosa sangre de los Ardres por tus venas». O me pide que le cuente cosas sobre su hermana, a quien dejó de ver hace cuarenta años. Y yo finjo e invento, pues no tengo corazón para decirle que se le está yendo la cabeza.
Este castillo lóbrego, esta guerra ridícula, este viejo caballero agonizante y loco están amargándome la vida. Sí.
No sé qué me sucede, pero he discutido con Gastón unas cuantas veces.
Y también discuto con Nyneve, sobre todo a causa de la bebida.
Supongo que estoy bebiendo demasiado. Sí.
Ahora mismo me encuentro un poco ebria. Qué otra cosa puedo hacer, sino emborracharme. Corre la cerveza como el agua en las tardes oscuras de esta fortaleza polvorienta y ventosa. La bebida me acuna cuando me siento inquieta. Vuelo en las suaves ondas de la embriaguez y los pensamientos se deshacen dentro de mi cabeza como migas de pan en un vaso de vino. Amo a Gastón y a veces le siento conmovedoramente tierno y mío. Pero otras veces le envenena una extraña furia y se convierte en alguien a quien no conozco. Su carácter es tan cambiante como su aspecto físico, pues posee una extraña capacidad para encorvar y retorcer su hermoso cuerpo flexible hasta parecer un jorobado. Puede que la culpa de su desabrimiento sea mía. Puede que yo no esté a la altura de lo que él precisa. Sé que sus trabajos herméticos no le están yendo demasiado bien. Sé que se siente atrapado en esta fortaleza lastimosa. Como yo. Como Nyneve. Este lugar entristece. De todos mis trabajos como Mercader de Sangre, éste es el más desatinado, el más miserable. Deberíamos irnos mañana mismo, pero he dado mi palabra y aún no me han pagado. Y, además, la bebida me ayuda a emborronar el paso del tiempo. La bebida. Sí. Alzo la pesada copa de metal y doy un trago; la cerveza me llena la boca con su espesor amargo. Nyneve me mira reprobadoramente. Sé bien lo que piensa. Dice que así me estoy matando de modo más seguro que si saliera todos los días a combatir cubierta tan sólo con una camisa. Yo protesto, me enfado, le digo que deje de meterse en mi vida y que exagera. Pero sé que por las noches hay más oscuridad dentro de mis ojos que en el firmamento, y que nunca recuerdo con precisión cómo he llegado al lecho. Por las mañanas, un cinto de dolor oprime mis sienes. Con ese malestar acudo a la guerra cada día y reparto mandobles desmayados. No creo ser el único: ahora sospecho que casi todos los guerreros beben tanto como yo y llegan a la batalla con resaca, de ahí la desgana en el combate. Y en este disparate se nos va la vida.
Por eso hay que beber, como bebo ahora, Sí. Otro buche de cerveza, para engordar el olvido, ¡sí! Además, no creo que la situación se prolongue mucho. El viejo Ardres lleva unos cuantos días en los que ya ni siquiera me recibe para que le cuente cómo ha ido la incursión bélica. Ahora mismo, como viene siendo habitual desde el empeoramiento de su salud, nos encontramos todos en la antesala de su alcoba de enfermo, arrimados al pobre fuego de la chimenea, que apenas calienta. Nyneve y yo estamos acuclilladas en el suelo, cerca de las llamas; los monjes se sientan en pequeños taburetes; los caballeros de Ardres pasean nerviosamente por la estancia y nos miran con suspicacia e inquina, porque creo que aspiran a repartirse el feudo y temen encontrar un rival en mí. Llueve copiosamente, de modo que hoy no hay guerra.