Tengo veintitrés años, o quizá veinticuatro: en los primeros tiempos de mi desesperación perdí la cuenta y los días no eran más que un aturdimiento en la memoria. Sigo siendo doncella. Al principio, en lo más profundo de la acidia, ni siquiera podía pensar en la carne. Después, cuando fui recuperando la vida y el cuerpo con cada cicatriz y cada herida, no conseguí encontrar la manera de comportarme como una mujer, siendo como soy un caballero. Entre las anchas caderas de Nyneve, en cambio, hay una madriguera siempre acogedora: ella no tiene dificultades con su disfraz. Pero yo no acabo de saber dónde empiezan y dónde terminan mis ropajes fingidos.
Un día, escoltando junto a otro mercenario a un grupo de mercaderes a través de una zona boscosa, nos salieron al paso cuatro hombres de hierro. A pesar de la inferioridad numérica, la escaramuza se solventó enseguida. Nyneve, que viajaba embozada en una capa como si fuera un comerciante más, sacó el arco que llevaba oculto y atinó a hincar una flecha en el cuello de un atacante. Lo inesperado de nuestra defensa desbarató a los caballeros, que salieron huyendo sin apenas haber cruzado espadas con nosotros. Cuando íbamos a reemprender el viaje, uno de los mercaderes se me acercó con gesto preocupado:
– Señor, os han herido.
Al principio no entendí. Luego seguí la línea de sus ojos y miré hacia abajo: y vi que la silla y las gualdrapas de mi caballo estaban teñidas de rojo. Pero no era una herida: era mi flor de sangre, un menstruo inesperado.
– No os preocupéis -improvisé-. Ni siquiera me han rozado. Es sólo una lesión reciente, que ha debido de reabrirse con la refriega, Pero está casi curada y no hay por qué alarmarse.
Y proseguimos nuestro camino, mientras yo maldecía mi cuerpo de mujer. Este pobre cuerpo prisionero, que pugna por salir y derramarse.
Estamos nuevamente en guerra, como de costumbre. A veces son guerras grandes, a veces pequeñas. La de ahora es de mediana dimensión. En ocasiones, hay guerras subsumidas en conflictos mayores. O varias a la vez en distintos sitios. Cuando arrecian las guerras el negocio flaquea, porque los caballeros se dedican a matarse entre ellos, en vez de asolar a los plebeyos. De manera que últimamente nuestra bolsa anda magra. Aun así, hemos decidido alojarnos esta noche en una posada. Estamos fatigadas y, además, queremos enterarnos de las últimas noticias. Y ya se sabe que no hay como pernoctar en una posada para ponerse al día sobre el estado de las cosas. Así fue como conocimos, hace ya algún tiempo, las desventuras de Leonor de Aquitania. Que han sido el origen de esta nueva confrontación bélica que ahora padecemos. Dicen que, por ambición política, o por despecho ante el desamor de su marido, o por ambas razones e incluso alguna más, Leonor conspiró contra su esposo, el rey Enrique, y que intrigó hasta que tres de sus hijos, entre ellos Ricardo, el preferido, acudieron a la corte del Rey de Francia para combatir contra su padre. Y el monarca inglés, naturalmente, contestó con las armas, comenzando la contienda en la que estamos. Por añadidura, Enrique encerró a Leonor en la fortaleza de Chinon. De esto hace ya algunos años y allí sigue presa, cuentan que en condiciones de extrema dureza. Asimismo han caído en desgracia Chrétien, Chapelain y los demás integrantes de aquella corte maravillosa de artistas, músicos y poetas. De ese mundo de brillo hoy sólo queda polvo.
También hemos tenido noticias de Dhuoda. La Dama Blanca se ha transmutado en la Dama Negra, un nombre que se ha hecho tristemente famoso en todo el Reino. Combatir se ha convertido en su pasión y dicen que está acabando con su patrimonio, como antes hizo Puño de Hierro, para pagar los elevados costes de su belicosidad. Ha hecho de su castillo una fortaleza inexpugnable y mantiene un ejército mercenario de piqueros suizos, los soldados más caros y eficientes del mundo. La Duquesa Capita na, como también se la conoce, lleva años luchando contra su hermanastro, el conde de Brisseur. Es una guerra feroz, dentro de la guerra general. Cuentan que Dhuoda dirige las batallas ella misma, subida a un enorme bridón de color rojo fuego. Pienso con desasosiego en que la enseñé a combatir; y en sus pobres siervos, que deben de estar soportando asfixiantes tributos para sufragar ese constante entrechocar de espadas.
La posada en la que nos hemos detenido se encuentra en un cruce de caminos importante. El lugar está lleno, pero por fortuna hemos conseguido un lecho. Después de instalar a los caballos en el establo y adquirir forraje para ellos, vamos a la sala común para comer. Es una estancia enorme, oscura y mal aireada. Está repleta de gente y huele a cerveza agria, a sudor, a verduras fermentadas y sebo rancio. Las posadas son unos lugares desagradables, guaridas de ladrones, nidos de piojos, cunas de enfermedades. Si no te roba el mismo posadero, intentará desvalijarte algún truhán, y sin duda saldrás llena de ronchas por la mañana. Pero brindan fuego y calor en el frío, techo en la lluvia, carne recién asada y espumosa cerveza, un jergón seco y más o menos blando para los huesos entumecidos. Y sobre todo ofrecen, ya está dicho, el rumor del mundo. Como siempre, buscamos un lugar discreto en un rincón y nos instalamos en el extremo libre de una de las largas mesas.
– Os digo que es un prodigio digno de verse -está diciendo, o más bien farfullando oscuramente, un mercader añoso tan enjuto como una paja-. Está a tres jornadas de aquí hacia el Sureste.
Al mercader le faltan todos los dientes, de ahí su penosa manera de hablar. Mientras los demás comensales devoran grandes platos de carne, él sólo come pan desmigado en vino. Con esfuerzo consigo desentrañar lo que está diciendo: cerca de aquí, en una cueva, han encontrado el cadáver momificado de un hombre de hierro. Debe de llevar mucho tiempo muerto, pero su carne ha permanecido incorrupta, lo cual es una de las mayores pruebas de santidad.
– Sí, la ausencia de podredumbre puede ser un signo milagroso, pero ¿no decís que también su caballo está incorrupto? Que yo sepa, Dios, en su Bondad Infinita, todavía no ha concedido la santidad a los jamelgos -argumenta con sorna un hombre joven y algo contrahecho que está sentado junto a mí.
El mercader desdentado se enfurece:
– ¡Si hubierais estado allí, no os reiríais!… En la cueva se notaba la espiritualidad y el alma se elevaba a Dios…
Como ignoran el nombre del guerrero momificado, los lugareños han empezado a llamarlo San Caballero, y al parecer han convertido la cueva en un lugar de culto.
– Está tan hermoso el Caballero… Con las manos cruzadas sobre el pecho, con un crucifijo entre los dedos, verdaderamente tan sereno como un santo… -farfulla el mercader, lanzando pizcas de pan y de saliva a su alrededor como si su boca fuera una catapulta.
– Sin embargo, mi querido amigo, incluso los espectáculos que conmueven y elevan el espíritu pueden ser astutas trampas del Maligno.
Quien así ha hablado es un religioso de aspecto cultivado y vestimentas costosas y limpias.
– Es Evervin de Steinfeld, el preboste del monasterio de Steinfeld…, un hombre poderoso -me susurra el joven vecino de mesa.
Yo no le contesto: tenemos la prudente costumbre de huir de toda intimidad con los extraños.
– Hace un par de años pude asistir, cerca de Colonia, a la ejecución de unos herejes -sigue diciendo Evervin-. La muerte, como es natural, era por fuego, pues sabéis bien que la herejía es una pestilencia del espíritu, y las pestilencias sólo se combaten con las llamas. Eran unos doscientos, hombres y mujeres, algunos muy jóvenes, a decir verdad casi unos niños. Llevaban largas vestiduras blancas y subieron a la hoguera sin dar la menor muestra de flaqueza, rezando el Padrenuestro con voz firme y sonora. Se dejaron atar a los postes como corderos y fueron tan valientes como los primeros mártires de la Cristian dad. Rezaron y cantaron mientras ardían, y uno de ellos, cuando sus ataduras se abrasaron y le dejaron los brazos libres, bendijo entre las llamas a la multitud. Debo confesar que quedé sobrecogido, impresionado. Eran esos herejes que llaman cátaros, o albigenses, o tejedores. Ellos a sí mismos se llaman Pobres de Cristo. Para mí fue tan turbador el espectáculo de su coraje y su aparente espiritualidad que, Dios me perdone, empecé a dudar. Por fortuna escribí al gran Bernardo de Claraval, contándole sobre la hoguera de Colonia y sobre mis congojas, y él me contestó con su sabiduría pastoral, disipando por completo mis inquietudes. Por supuesto que parecen heroicos: porque el Maligno ayuda a sus adeptos a soportar el fuego sin que les duela. Todo es una pura trampa demoníaca. De modo que ya veis, mí querido amigo, cuan fácil puede uno ser engañado por Satán.
Mí vecino de mesa, el joven algo chepudo, no hace más que mirarme. Lo percibo con el rabillo del ojo, pues finjo no prestarle atención. Pero él me observa atentamente. Demasiado atentamente. Puede que haya descubierto la superchería de mí masculinidad. Alguna vez ha sucedido: unas cuantas personas han tenido sospechas sobre mi identidad, aunque, por supuesto, nunca les permití comprobación alguna. Miro a mi alrededor: todos los clientes que abarrotan la estancia son varones. Es natural, porque las pocas mujeres que viajan y se alojan en las posadas no suelen acudir a la sala común, siempre tan bulliciosa y turbulenta al calor de la cerveza y del áspero vino. Hoy sólo hay una fémina en todo el comedor y es la criada del posadero, una chica alta y robusta capaz de llevar cinco jarras de cerveza en cada mano. Su rostro me ha llamado la atención, porque tiene medía cara horriblemente quemada, con el ojo perdido y sepultado en un pliegue de piel deforme y escarlata. La otra media cara, en cambio, es fresca, delicada y muy bonita. De perfil, y según qué parte del rostro ofrezca, la posadera puede parecer un ángel o un demonio.
La gran chimenea tira mal y escupe vaharadas de humo. Los ojos se me llenan de lágrimas; con la excusa de enjugarlos, atisbo discretamente a mi vecino. Debe de tener más o menos mi edad. Es delgado, menudo, con el pecho hundido y los hombros demasiado cargados y desiguales. Lleva unos larguísimos cabellos, oscuros y lacios, recogidos en una coleta sobre su espalda. Desde luego no es un hombre de acción: en primer lugar por su curvado espinazo, pero, además, porque ningún guerrero, ningún soldado llevaría una coleta así, pues podría servirle de asidero al enemigo en un combate. Tiene la piel muy blanca, una barbita breve bien recortada y un rostro pequeño y desagradablemente apretado, también un poco desequilibrado, como su pobre espalda. Una mirada negra y profunda resbala por debajo de sus largas pestañas. Sus ojos son muy hermosos, pero quizá taimados.