– ¿Puedo preguntaros hacia dónde os dirigís, caballero? -me dice el joven, que parece haberse dado cuenta de mi interés.
Hago un gesto vago.
– MÍ escudero y yo viajamos hacia el Norte.
– Lástima. Yo voy al Sureste. Podríamos haber compartido camino, sí mi presencia no os incomodaba demasiado…
Sonríe y en sus pálidas mejillas se dibujan dos hoyuelos encantadores. Vaya. Ahora que me fijo bien, su rostro no me parece ni tan crispado ni tan irregular. Y sus labios son gruesos y bonitos.
– Me llamo Gastón de Vaslo y me dedico al estudio -se presenta.
– Yo soy Leo, señor de Zarco. ¿Al estudio de qué?
– De la Gaya Ciencia. Soy filósofo.
Ignoro lo que es la Gaya Ciencia y me apetecería proseguir la charla con Gastón, pero veo la mirada de aviso que Nyneve me dedica y opto por callarme. Vuelvo a prestar atención a la conversación general que mantiene la mesa. Por lo que colijo, alguien le ha preguntado al preboste Evervin su opinión sobre Pedro Abelardo, cuya escandalosa historia recorrió las posadas hace algunos años. Abelardo es un teólogo famoso; fue profesor en París, en la Universidad de Notre-Dame. Fulberto, el canónigo de la catedral, le contrató para que diera clases privadas a Eloísa, su sobrina, una doncella de viva inteligencia. Abelardo tenía treinta y seis años cuando se conocieron; Eloísa, dieciocho, Heridos fatalmente por el dardo del amor, se fugaron a las tierras que Abelardo tiene en la Bretaña. Dicen que se casaron y tuvieron un hijo, Astrolabio. Pero Fulberto, para vengarse, contrató a unos matones, que entraron de noche en casa de la pareja, inmovilizaron por la fuerza al teólogo y lo castraron. Abelardo no murió de las horribles heridas, pero su tristeza fue tan honda e incurable que decidió meterse monje, aceptando la mutilación como justo castigo a sus pecados. También Eloísa entró en un convento y así están ahora, separados sus cuerpos para siempre. Abelardo, que continúa dando clases, se ha labrado una reputación de verdadero sabio. A Evervin de Steinfeld, sin embargo, no parece gustarle demasiado:
– He aquí otro buen ejemplo de cuan cautivador puede ser el Mal. No os negaré que Pedro Abelardo posee una mente poderosa y que es un formidable polemista, pero utiliza esos dones del Señor para hacer daño…
Mi vecino, el joven Gastón, acaba de arrimar bruscamente su pierna a la mía. El sobresalto me hace perder el hito de las palabras del preboste. Me deslizo un poco sobre el banco para perder el contacto, pero él también se mueve y vuelvo a tener su muslo pegado a mi muslo… aunque entre ambos se sitúe mi cota de malla. Qué loco. Me pregunto si sabe lo que hace. Me pregunto si está viendo en mí a! varón que represento o a la mujer que soy. Sé que hay hombres a ios que gusto como hombre; en estos años he topado con algunos, y me ha costado quitármelos de encima.
– Y así, ha caído en gravísimos errores teológicos que no voy a entrar a enumerar porque vosotros, mis queridos amigos, no sabéis ni tenéis por qué saber de esta materia -sigue explicando Evervin-. Pero baste con deciros que Bernardo de Claraval ha acusado a Abelardo ante el Concilio de Sens, y ha conseguido que se le condene. Y si el gran Bernardo ha actuado así, será por algo.
Gastón de Vaslo acaba de levantarse de la banca para coger una hogaza de pan de la mesa de enfrente. Le miro con estupor: su espalda está derecha, sus hombros se alinean rectos y armoniosos, su cuerpo es delgado pero ágil. ¡Qué sorpresa! El retorcimiento que mostraba debía de ser cosa de su postura, porque no es un hombre en absoluto contrahecho. Incluso puede decirse que es hermoso. Regresa el joven a su sitio y descubre mi mirada fija y atónita. Sonríe y se vuelve a sentar. Cerca de mí. Muy cerca.
– ¿Y de Eloísa qué opináis? -pregunta Nyneve a Evervin con gesto inocente-. Dicen que es una mujer de una cultura y una inteligencia extraordinarias… Sabe teología, filosofía, griego, hebreo, latín… Y ahora es la abadesa de su convento.
– Desconfiad de las mujeres machorras, señor -contesta el preboste-. Todos esos conocimientos y esos talentos viriles no son sino perversiones de la naturaleza femenina. Esto, como norma general. En cuanto a Eloísa, su caso es más grave, pues ha tenido un maestro peligroso. Dicen que la tal Eloísa sostiene argumentos que se avienen mal con el decoro inherente a una dama… Se le ha oído decir cosas como «Amorem conjugio, libertatem vinculo praeferebam»… «Prefiero el amor al matrimonio y la libertad a la esclavitud.» Como veis, se trata de un pensamiento vergonzoso.
– Sin duda Su Eminencia sabe que se trata de una cita de Cicerón, el sabio clásico… -dice Nyneve.
– Clásico o no clásico, peca contra el pudor y la decencia -gruñe el preboste.
Es una frase digna de la antigua corte de Leonor y del libro que estaba escribiendo Chapelain. Pero la Reina está encerrada en un sórdido castillo, la flor del Fino Amor se ha marchitado y ya nadie juega los juegos de las damas. Mi vecino de mesa también parece preferir el amor al matrimonio. Está tan pegado a mí que siento el calor de su aliento sobre mi oreja. Su osadía me asombra: a fin de cuentas, soy un hombre de hierro y estoy armado. A estas alturas todos nos encontramos ya un poco bebidos y podría responderle violentamente. De hecho, siento algo parecido a la violencia dentro de mí. Un deseo de abofetearle. De apretarle entre mis brazos. De dejarme apretar. Pero me inquieta no saber qué es lo que está viendo cuando me mira… Creo que me desea, pero ignoro qué es lo que desea.
A mi lado, Nyneve hace un ruido extraño, algo así como un resoplido. La miro y me alarmo: está toda en tensión, desencajada. Contempla fijamente algo en la distancia y yo sigo la línea de sus ojos. Observa a un grupo de hombres que acaba de entrar en la posada. Un puñado de bribones. He aprendido a reconocer a los rufianes a primera vista de tanto vivir en los caminos. Siento que mis músculos se tensan, que me pongo en guardia.
– ¿Qué sucede? -susurro.
Nyneve baja la cabeza y la esconde entre los hombros. Se diría que tiene miedo. Pero no puede ser, porque en todos los años que llevamos juntas jamás la he visto asustada.
– No pasa nada, pero vámonos.
Llama a la camarera de la cara quemada:
– ¡Muchacha! Enséñanos dónde está nuestro lecho…
Los bribones se han sentado lejos de nosotras. Son cuatro o cinco, pero uno de ellos se ha quedado de pie y nos está contemplando. Es alto, fuerte, un poco barrigudo pero sin duda un tipo duro. En el cinto, el oscuro relumbre de varios puñales. Hay algo repugnante y peligroso en su retadora postura de matón, en su cara feroz de rasgos demasiado grandes.
– Vamonos, Leo -repite mi amiga.
Sí, seguramente será mejor que nos retiremos. Me pongo de pie con cierta torpeza ebria y le echo una rápida ojeada a Gastón. Que, a su vez, me está mirando. Casi agradezco la irrupción de los bribones, e incluso el inquietante sobresalto de Nyneve, porque eso me permite, o, mejor, me obliga a huir. Huir, sí, hurtar el cuerpo, esconder la necesidad de la carne, no ponerse en riesgo. ¿Para qué complicarse la vida? Pero tengo la boca seca, la espalda agarrotada, las manos sudorosas… Y no creo que sea por los rufianes. Cuánta desazón puede llegar a producir el roce del muslo de un varón.
– Éste es el cuarto, mi Señor…
La voz de la muchacha me saca del torbellino de mis pensamientos. Hemos subido al piso superior de la posada y la chica ha abierto la puerta de una pequeña estancia en la que hay tres lechos. En uno roncan ya dos personas desconocidas para mí; en el otro distingo la cara emaciada del viejo mercader que comía sopas de pan, y el tercero está libre y es el nuestro. Por fortuna somos dos: sería mucho más incómodo y arriesgado tener que compartir la cama con cualquier extraño. La camarera nos abandona, tras dejarnos el cabo de una vela de sebo. Me quito la sobreveste, la armadura y la almilla guateada y me quedo en camisa. Nyneve ya está acostada. Me meto en la cama. El jergón es de paja y los cobertores están tejidos con linaza áspera y rasposa: pero el lecho resulta cálido y mullido para un pobre esqueleto acostumbrado a dormir sobre la dura y siempre húmeda tierra. Apago la vela de un soplido e intento adaptarme a la fetidez del ambiente y al clamor de los ronquidos de los compañeros de cuarto, que parecen heraldos locos tocando desordenadamente sus trompetas.
– Nyneve, ¿duermes? -susurro.
– Sí.
– ¿Qué ha pasado? ¿Quién era ese tipo malencarado y grande?
– No ha pasado nada y no era nadie.
– Pero tú le conoces…
– Sí. Por eso te digo que no es nadie. Déjame dormir.
Callo, rumiando las respuestas de Nyneve, su extraña reticencia a hablar, su tensión palpable. Yo también me siento desasosegada. Por la inquietud de mi amiga, y por ese raro joven tan buen mozo a quien yo creí ver feo y contrahecho.
– Nyneve…, ¿qué es eso de la Gaya Ciencia?
– Son los alquimistas… Ya te he hablado de ellos. Pretenciosos y estúpidos. Pero ahora déjame, que estoy cansada.
Yo también quisiera dormir, pero no puedo. Siento toda la piel erizada, como un gato en mitad de una tormenta. La puerta del cuarto chirría al abrirse y en el quicio aparece el llamado Gastón. Encogido sobre sí mismo y nuevamente con apariencia de jorobado. Lleva una vela encendida en la mano y se acerca con cuidado a cada uno de los lechos, buscando un lugar libre en el que acostarse. Cuando se aproxima a nosotras, aprieto los párpados y finjo respirar pesadamente desde el hondón del sueño; pero en cuanto se aleja, vuelvo a vigilarle a través de las pestañas. Ha descubierto ya su cama, que es la misma del mercader desdentado, y ha empezado a desvestirse. De pronto, se estira, se yergue, endereza las espaldas y parece que crece. Sale del disfraz de su fealdad como una mariposa de su capullo. Ha vuelvo a transmutarse. Veo la gracia con que mueve ahora su cuerpo ágil y flexible, su cuerpo ligero de gato sigiloso. Se ha quitado la camisa y solamente lleva puestas las ajustadas calzas. La luz de la vela, que ha dejado en el suelo, distribuye extrañas y temblorosas sombras sobre su piel. Su piel atirantada sobre los suaves músculos, su piel pálida encendida por el fuego de la pequeña llama. Al final de su espalda, justo por encima del calzón, me parece atisbar dos o tres rizos oscuros. Gastón empuja al viejo mercader para que se mueva y le haga sitio, se mete en el lecho y apaga su bujía. La oscuridad nos traga. Siento ganas de gritar. Aprieto entre mis dedos la espada, que está guardada dentro de su vaina. Siempre duermo aferrada a mi espada: tomé esta costumbre hace años, para evitar que me la robaran y para tener el arma a mano en caso de necesidad. Ahora, no sé por qué, recuerdo a Tristán e Isolda. Cuando Tristán e Isolda se enamoraron fatalmente, huyeron al bosque. Agotados, se acostaron el uno en brazos del otro pero sin desvestirse, y pusieron en medio de los dos la espada desnuda del joven, pues no querían profanar con su amor carnal el respeto que le debían al rey Marc, esposo de Isolda y señor de Tristán. El Rey, que les perseguía, les encontró mientras estaban dormidos. Conmovido al verles tan bellos y tan puros, les perdonó la vida y, en vez de cortarles la cabeza, como pensaba hacer, se marchó sin despertarlos. Pero antes cambió la espada de Tristán por la suya, para que supieran que el Rey había estado allí. Y para que los enamorados comprendieran que debían sus vidas al monarca y que, de algún modo, los dos eran hijos de su punzante acero. Pienso en todo esto ahora, en la oscuridad, abrazada una noche más a mi viejo mandoble. Pienso en Tristán, en los amores imposibles, en cuerpos hermosos e intocables separados para siempre por afilados hierros.