– Duquesa…
– ¡Levántate, te digo!
La negra Dama Blanca envaina la espada y me la da para que me la ciña. Luego me entrega unos pergaminos enrollados y lacrados.
– Esto es la carta de ennoblecimiento y los demás documentos acreditativos de tus posesiones. Te he regalado un remoto fragmento de mis tierras. Un peñascal reseco sin siervos ni edificaciones. Enhorabuena: ahora eres el amo de ¡as piedras… Una propiedad que va con tu talante. La ceremonia ha terminado. Podéis marcharos, señor de Zarco.
Recojo torpemente ¡os legajos y repito:
– Duquesa…
La tersura de su borroso rostro se descompone. Sus labios tiemblan.
– Ssshhh… Silencio -me interrumpe con voz estrangulada-. Ya no quedan palabras que decir, ni lágrimas que llorar, ni sentimientos que sentir. Me quitas lo mejor que yo soy.
Alarga su pobre mano, lacerada por los múltiples cortes que la sangre seca ha ennegrecido, y me acaricia la mejilla levemente.
– Laedar nímé sasine… Laedar nimé -susurra con ternura en ese idioma extraño que sólo ella conoce.
Luego se yergue, se endurece, cierra la expresión en un gesto sombrío y pavoroso:
– Eres el ladrón de la dulzura. Recuerda bien lo que te digo: a partir de hoy solamente habrá desolación y muerte.
Y abandona el patio como un viento furioso.
Todo el mundo calla. Nyneve y yo moneamos en nuestros bridones mientras las poleas del puente levadizo comienzan a rodar y el gimiente estruendo de las cadenas retumba en el silencio. Al fin, tras un tiempo que se me antoja eterno, el puente desciende y la puerta queda expedita. Saludo con una inclinación de cabeza a sir Wolf y salgo del castillo, con Nyneve a la zaga. Descendemos por la ladera con lentitud y sin mirar atrás, cabalgando cansinamente al paso; puede que nuestros caballos se encuentren aún fatigados por el regreso de Poitiers, pero yo siento que se trata de otro tipo de agotamiento, del desfallecimiento de todas las cosas, como si el mundo hubiera envejecido de repente.
Al aproximarnos a la linde del bosquecillo encontramos los cuerpos: están colgados de los primeros árboles, bien visibles, sin duda a modo de advertencia. Son cuatro, todos hombres, con las manos atadas a la espalda y los rostros amoratados y deformados por una mueca horrible. Reconozco al joven del pelo rizado: sus piernas descoyuntadas por la rueda cuelgan extrañamente blandas y torcidas. Cuando nos acercamos, los cuervos que ya les están picoteando alzan el vuelo, felices y locuaces como los invitados a un banquete. Al banquete de mi investidura. Amamos a la Duquesa sangrienta, están diciendo; adoramos a la Duquesa decapitadora y ahorcadora. Antes de internarme en la floresta percibo con toda claridad la mirada de Dhuoda sobre mi nuca. Es una mirada poderosa, un aguijón de fuego que me incita a volverme para contemplarla. Pero aprieto las riendas de mi caballo, hundo la cabeza entre los hombros y me resisto. La veo con los ojos de mi mente, la imagino en lo alto de la almena, el negro pelo al viento, toda ella oscura y aleteante como un pájaro de mal agüero. La Reina de los Cuervos. Entramos en el bosque y la presión de los ojos de la Duquesa desaparece.
Ahora estamos solas. Tengo diecisiete años y acabo de ser nombrada caballero. Pero soy mujer y nací sierva. Lo único auténtico y legítimo es mi título: todo lo demás es impostura.
Soy un Mercader de Sangre. Pertenezco al grupo de guerreros más despreciados y degradados de la Cristian dad. Aquellos a los que todos aborrecen.
Hay caballeros faydits, como mi Maestro: hombres de hierro que han caído en desgracia, que han roto las leyes del vasallaje y a los que sus señores feudales o sus reyes han arrebatado título y posesiones, condenándoles a vagar por los caminos en rebeldía. Hay caballeros jóvenes y belicosos, segundones airados que se buscan la vida en los torneos, que intentan casar bien o, en su defecto, raptar y desposar a la fuerza a una dama rica, que conspiran para asesinar a sus hermanos y arrebatarles el título, que a menudo acaban convertidos en bandoleros. Hay caballeros bajos de sangre turbia y orígenes inciertos, tan pobres que a veces tienen que empeñar armas y caballo; suelen ganarse la vida asolando pueblos, robando a los viajeros, asaltando a campesinos y mercaderes. Todos ellos, faydits, segundones y bachilleres, violan mujeres, destripan comerciantes y decapitan ancianos. Si extreman su violencia, son perseguidos por la ley e incluso, en ocasiones, ajusticiados, pero aun así mantienen intacto su orgullo de guerreros y se consideran caballeros hasta el último eslabón de sus armaduras.
Sin embargo, yo soy un Mercader de Sangre y estoy más allá de las normas, más allá de las lindes admisibles. Los pequeños pueblos arrasados por los caballeros bajos, los comerciantes temerosos de ser atracados en sus viajes, los campesinos hastiados de la persecución de los hombres de hierro nos contratan a menudo, a mí y a otros mercenarios como yo, para que combatamos en su defensa. El nombre por el que se nos conoce es infamante y somos la mayor abominación dentro de la caballería, pues n o se concibe que un guerrero se deje comprar por los plebeyos para luchar contra otros caballeros. Incluso el segundón que acabara de robar y degollar a una indefensa familia campesina escupiría en mi rostro con soberbio desprecio.
Sé que ejerzo mi oficio con coraje suicida. Despierto cada día pensando que es el último, tan despreocupada por mi propia suerte que ni siquiera me sorprende no sucumbir. Un raro desapego me separa de todo. Hiberno en el hielo de mis sentimientos como un oso, porque la acidia es una inundación de pena fría. Así, con las emociones congeladas, no duele recordar el rostro de las víctimas, la sangre de esos pobres campesinos a los que atravesé. Al albur de las demandas de protección, hemos recorrido distancias tan largas que hubiéramos debido llegar al horizonte. Hemos estado en París y en Ruán. Hemos visto el gélido y ventoso mar de la Bretaña y el azulado y tibio mar del Sur. Vivimos en el camino, como los leprosos, los juglares, los mendigos. Nos hemos convertido en vagabundas, aunque yo le saque brillo a mi armadura. Y así se acumulan los días y los rostros, así pasan los paisajes y las estaciones, y todo viene a ser la misma soledad, el mismo cansancio.
Hierve mi cuerpo con la fiebre. Y mis piernas pesan como troncos caídos. Mi costado palpita, ahí donde he recibido la estocada. Inclinada sobre mí, Nyneve limpia y cuida mi herida, como limpió y curó las anteriores. Le dejo hacer, lejana y ausente. No me interesa el estado de mi cuerpo. No me interesa vivir. Lo que más aprecio de la calentura es el oscuro torpor en el que te sumerge. Es algo semejante a no existir.
– ¡Oh, calla ya, me tienes harta! -gruñe súbitamente Nyneve junto a mí.
¿Cómo? ¿Acaso la fiebre me ha hecho hablar en voz alta? ¿Por qué me grita?
– ¿He dicho algo?
Malhumorada, Nyneve recoge los vendajes sucios de la cura y se pone en pie.
– No es cierto que desees morir -masculla-. Luchas como un león en todos los combates. Mejor dicho, luchas como una alimaña, sin desdeñar ningún truco para vencer. Y, cuando resultas herida, te aferras a la vida y a la salud como la sanguijuela se prende a la yugular. Tú no sabes lo que es querer morir de verdad. Yo sí lo sé. Lo he visto. Pero tú sigues siendo una campesina: tienes esa tenacidad, esa resistencia. Eres como la mala hierba, o como el cornezuelo que asola la cebada. No reniegues de ello: ciertamente es un don.
Intento enderezarme y responderle, pero el costado duele. Dios, sí, cómo duele. Me dejo caer de nuevo sobre la manta, sin aliento. Por encima de mi cabeza, los álamos se agitan y frotan sus hojas. No sé dónde está Nyneve. Ha salido de mi vista, después de aporrearme con sus palabras. Porque me siento así, como si me hubiera golpeado…, y probablemente con razón. Sí, lo que ha dicho escuece y, sin embargo, es cierto. ¿Cómo no lo he visto antes? Siempre lucho hasta el fin de mis fuerzas para salvarme. No es lo que uno esperaría de quien desea morir.
Los ojos me arden, resecos por la fiebre. El cielo es demasiado azul, demasiado brillante. Tuerzo la cabeza y observo el suelo, la tierra parduzca que hay más allá del jergón de helechos sobre el que me encuentro. Algo sucede con mi vista: de pronto distingo cada brizna de hierba, cada hormiga de acorazado abdomen, cada grano de arena espejeando al sol. Las hierbas tiemblan en su esfuerzo por crecer, las hormigas consagran sus minúsculas vidas a transportar un pedazo de hoja, los granos de arena guardan la memoria de la roca que un día fueron. Dicen los que saben que la Tierra es redonda; Gautier de Metz, en su enciclopedia Imagen del Mundo, un libro que leí en el castillo de Dhuoda, cuenta que el hombre puede dar la vuelta al mundo del mismo modo que una mosca da la vuelta a una manzana; y también explica que las estrellas están tan increíblemente lejos de nosotros que una piedra arrojada desde ellas tardaría cien años en llegar hasta aquí. Tumbada sobre la dura tierra, percibo la redondez del mundo bajo mis espaldas. Lagartos y moscas, mirlos y ranas, víboras y saltamontes me rodean, tan agitados y llenos de necesidades como yo, igualmente aferrados a la arrugada piel de la gran bola aérea. Siento que estoy saliendo de mi desesperación, como el bebé sale de entre las sangrientas membranas de la placenta. El cuerpo me duele y estoy viva.
Llevo tanto tiempo siendo un Mercader de Sangre que apenas recuerdo que existen otras manetas de vivir. He perdido dos dedos de la mano izquierda, el meñique y el anular, rebanados por el hacha de un energúmeno, y tengo el cuerpo roturado por las cicatrices de las heridas que Nyneve ha cosido con milagroso acierto. Sin ella, lo sé, hubiera sucumbido varias veces. Sin embargo, hace tiempo que ya no me tajan, al menos gravemente. Al principio peleaba como un animal acorralado, pero ahora hace bastante que procuro idear mil añagazas para no tener que llegar a combatir. Hay muchas maneras de proteger a un viajero y las mejores armas están en la cabeza. La previsión y la precaución hacen milagros: cambiar los itinerarios, estudiar el recorrido con anterioridad, evitar los lugares propicios a emboscadas, difundir el rumor de un trayecto falso, hacer que tu presencia sea muy visible y llevar siempre un bridón fuerte y brioso, armas de calidad y una buena cota de malla resplandeciente, para dar la impresión de potencia guerrera. Como los perros antes de una pelea, intento infundir miedo en la distancia: encrespo mucho el lomo, abro las fauces. Y es una medida que funciona. Por otra parte, la huida a tiempo del defendido y el defensor tampoco es un recurso desdeñable: a fin de cuentas, un Mercader de Sangre no tiene ningún honor que preservar. Nyneve supone una ayuda fundamental: su pericia como arquera es prodigiosa.