Cuando Dhuoda me dejó sola, estuve un largo rato sin saber qué hacer, pues la confusión cegaba mi entendimiento. Pensé en abandonar el castillo de inmediato, pero luego recordé que mi caballo estaba extenuado y que aún no sabía cómo encontrar la salida. Esa idea sacudió mi estupor y me puso en movimiento; abandoné la estancia, que era el salón ducal en el que la Dama Blanca despacha sus asuntos, dispuesta a hallar la puerta como fuera. En cuanto pisé el corredor advertí que algo había cambiado. En el entretanto había anochecido y el castillo se encontraba casi a oscuras, apenas iluminado por unos cuantos hachones que los pajes estaban prendiendo a toda prisa, retrasados en su labor por el desorden que los acontecimientos habían provocado. Pese a la fantasmagoría de las sombras, el castillo de Dhuoda empezó a parecerme mucho más pequeño de lo que recordaba. El gran patio de armas se me antojó de pronto un modesto cuadrado enlosetado, la sala de banquetes y sus colosales chimeneas adquirieron las dimensiones de una estancia burguesa, los pasillos dejaron de ser interminables. Al principio pensé que mi paso por el espléndido palacio de Poitiers había empobrecido, por comparación, mi percepción de la morada de Dhuoda. Pero luego llegué al jardín de los naranjos y descubrí, por vez primera, que ese huerto recoleto era también el patio del pozo y del ciprés: me había pasado año y medio en la ciudadela creyendo que eran dos lugares diferentes. A partir de ese momento algo se recolocó dentro de mí cabeza, y en mi memoria se iluminó un mapa simplísimo, la planta del castillo despojada de innumerables estancias inexistentes, de recovecos ciegos y pasillos imposibles; y, súbitamente, comprendí que conocía el lugar a la perfección y que no podría perderme nunca más. Y, en efecto, caminé con decisión, salvando escaleras y doblando esquinas, y enseguida llegué al patio de entrada, a los establos, las garitas de guardia y el portón con su puente levadizo; y después regresé con la misma seguridad y destreza a nuestra alcoba, donde encontré a Nyneve preparando los bártulos, pues, sin habernos dicho nada, ya sabía que nos marchábamos.
Aquí estamos ahora. Nyneve dormita, enteramente vestida, sobre el lecho. Feliz ella que puede descansar. Yo no consigo cerrar los ojos y, a juzgar por cómo me siento, se diría que no seré capaz de dormir nunca más. Acodada en una de las troneras, miro la luna, menguante y luminosa; y sobre todo aguzo el oído, por sí oigo lamentos. Sé que en estos instantes están aplicándole el tormento al joven siervo e imaginar su sufrimiento me inunda la cabeza de agonía y de sangre. Pero los muros del castillo son gruesos, y la mazmorra atroz, que no conozco y cuya existencia ni siquiera sospechaba, debe de encontrarse en el subsuelo. No se escucha nada, salvo el pasajero ulular de un búho. Qué incongruente resulta sentir tanto dolor en una noche tan hermosa y tan plácida.
Nyneve y yo hemos acordado partir al amanecer. Yo hubiera preferido escapar ahora mismo como un ladrón avergonzado, pero mi amiga me ha convencido de la conveniencia de dar algún reposo a los jumentos y de marchar de día.
– Las puertas del castillo ahora están cerradas y probablemente tendríamos problemas para salir. Y es posible que los campesinos intenten vengarse -ha añadido Nyneve.
Está en lo cierto. Y, además, también me lo merezco: la noche en blanco, la proximidad con el suplicio que no he sabido evitar.
Súbitamente, la puerta del cuarto se abre de par en par y la hoja golpea con violencia contra el muro. En el umbral está Dhuoda. Una presencia amedrentadora, tan quieta y callada entre las sombras.
– Voy a ver los caballos -dice Nyneve, que se ha despertado con el ruido-. Con vuestra venia, mi Señora.
Y sale de la estancia esquivando el rígido cuerpo de la Dama Blanca.
– Duquesa… -digo, la boca seca, los labios pegados.
Dhuoda entra en la alcoba con pasos lentos y envarados, como si le doliera caminar. Ahora que la luz de las lámparas la ilumina, advierto que sus ojos están enrojecidos, sus párpados hinchados. Tiene aspecto de haber llorado mucho y una expresión extraviada, como de loca. Llega a mi lado y se detiene.
– Entonces, ¿de verdad vas a irte? -pregunta con voz ronca.
– Sí. En cuanto despunte el día.
– ¿No puedo hacer nada para que cambies de opinión?
– Sí podéis, mi Señora… Mandad que detengan el suplicio del campesino y perdonadle a él y a los demás -digo, esperanzada.
La Duquesa se tambalea ligeramente.
– Eso no es discutible. Además, ya están muertos, él y sus compinches. Pero aunque vivieran todavía, jamás renunciaría a mis derechos -contesta con dureza.
El nudo de mi estómago se aprieta un poco más.
– Entonces ya no tenemos nada que decirnos, Duquesa.
El rostro de Dhuoda comienza a temblar y luego se contrae en una mueca penosa. Reprime un sollozo.
– Pero ¿cómo es posible que no me entiendas, mí Leo? MÍ pequeña Leo, mí dulce guerrera, yo creía que nos comprendíamos bien, que eras feliz conmigo… Yo creía que me querías…
Está llorando y en su voz se transparenta el sufrimiento. Su pena me impresiona. Me compadezco de Dhuoda. Y también de mí misma. Pero es como si ya no me quedaran sentimientos que poder ofrecerle.
– Habéis sido muy generosa conmigo, mi Señora. Os lo agradezco y siempre recordaré mi deuda con vos. Pero debo irme. En estos momentos no sé si os quiero o no. Ni siquiera puedo pensar en vos. Sólo pienso en lo mucho que me desprecio.
Dhuoda gime y alarga las manos hacia mí, como si ansiara tocarme, pero a medio camino detiene el movimiento y las deja caer. Sus manos, observo ahora, están ensangrentadas y llenas de pequeños pero profundos cortes, heridas recientes que aún no han coagulado.
– Está bien -dice la Dama Blanca.
Las lágrimas ruedan por sus mejillas como gotas de lluvia, pero ha recuperado la compostura y la firmeza en el tono.
– Voy a hacerte un último regalo, Leo. Voy a nombrarte caballero. Velarás las armas esta noche, y al amanecer, antes de tu partida, te otorgaré las espuelas y un título. Estarás más protegida de ese modo.
– No deseo ningún regalo más, Dhuoda. No pienso aceptarlo.
– ¡Me lo debes! -ruge la Dama Blanca, con su altivez y su dominio habituales-. Me lo debes porque has aceptado ya demasiados presentes de mí. No tienes el menor derecho, ¿entiendes?, el más mínimo derecho a rechazar mi generosidad y a humillarme.
Tiene razón. Le debo demasiado. Callo, confundida.
– Ahora vendrán los servidores para prepararte el baño purificador y traer las vestiduras rituales, con las que deberás velar en la capilla… ¿Has encontrado ya la puerta del castillo?
– Sí, Duquesa. Ahora es muy fácil.
Dhuoda hace un pequeño gesto desdeñoso.
– Ya te dije que sólo era necesario querer irse.
Da media vuelta brusca y se aleja. Pero antes de cruzar el umbral se detiene un momento y me mira por encima del hombro.
– Serás el señor de Zarco…, en honor al color azul de tus inolvidables ojos.
Y desaparece, tragada por las sombras del corredor. En el suelo de piedra, allí donde hace un instante estuvo ella, hay una pequeña constelación de gotas de sangre.
He tomado el baño purificador y he vestido después la túnica blanca, la clámide bermeja, las botas marrones, el cinturón ritual. Me he ajustado las espuelas doradas y he velado la espada, la daga y la maza en la capilla durante toda la noche. Que el Señor me ayude en este tiempo de dolor y desconcierto. Que la Virgen mitigue mi vergüenza.
Cuando vienen a buscarme, el primer aliento del día, débil y plomizo, empieza a iluminar los vidrios de las estrechas ventanas. Cuelgo del cinto el puñal y la maza y llevo en la mano la espada, enfundada en su vaina. Abandono la iglesia en pos del paje y nada más cruzar las puertas me estremezco: los muros del castillo están entelados con colgaduras negras. Pared tras pared, la ciudadela entera ha sido recubierta con lienzos de duelo. Reina un silencio sobrecogedor y la servidumbre con la que me cruzo baja la cabeza con expresión contrita. Dadas las especiales circunstancias de esta ceremonia, no se celebrará el banquete habitual con el que el nuevo caballero debe agasajar a sus conocidos, y tampoco entregaré los ricos presentes que se espera que el neófito reparta a manos llenas. La ceremonia de investidura siempre es una fiesta, pero ahora, mientras atravieso el castillo enlutado y fúnebre a la pobre luz de la amanecida, más me parece dirigirme a mi ejecución que a mi ennoblecimiento.
Para mi sorpresa, pasamos sin detenernos por delante del salón ducal, que es donde yo pensaba que se llevaría a cabo el nombramiento. Atravesamos unos cuantos corredores y al fin desembocamos en el patio de entrada Unas pocas personas nos están esperando: Nyneve, con los caballos dispuestos y la impedimenta ya cargada; sir Wolf, media docena de soldados, el capitán de la guardia… y Dhuoda. Su aspecto me impresiona: la Dama Blanca viste de negro de la cabeza a los pies y está tan pálida que se diría que carece de color: su rostro es un jirón del mismo aire gris e incierto que nos rodea. Lleva el pelo suelto, largo y despeinado, sobre los hombros. Una cabellera tan oscura como su ropa de duelo. Me detengo ante ella y le entrego mí espada.
– Arrodíllate -ordena con voz fría y distante.
Obedezco. Sé que tengo que inclinar mi cabeza hacia el suelo. Veo los delicados pies de la Duquesa, también enlutados, asomando por debajo del ruedo de la falda. Escucho el rasgueo de la hoja de acero al salir de su vaina y por un momento pienso que Dhuoda va a decapitarme. Cierro los ojos.
– Por el poder que me confieren mi dignidad y mi nobleza, yo, Dhuoda, duquesa de Beauville, te ordeno caballero y te nombro, además, señor de Zarco. Que los presentes sirvan de testigos de la legitimidad de la ceremonia.
Siento sobre mí nuca el leve espaldarazo, asestado por Dhuoda, como es preceptivo, con la mano derecha. Me estremezco.
– Ahora tu juramento -dice.
Abro los ojos y la miro. Su cara es una máscara carente de emociones. Extiendo el brazo derecho y toco la empuñadura del arma, que Dhuoda aún sujeta.
– Por la cruz de esta espada, que representa la Sa grada Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, juro fidelidad eterna y vasallaje a vos, mi señora Dhuoda, duquesa de Beauville. Que Dios guíe mi mano a vuestro servicio – digo, repitiendo las palabras que me enseñaron anoche.
– Sé bien lo que valen tus promesas -susurra Dhuoda con tono envenenado y sardónico-. Puedes levantarte.