– Caballeros, os ruego que permanezcáis próximos a la Duquesa y que extreméis la vigilancia… Hemos sido informados de que se estaba preparando una emboscada en Dunn para raptar a la Señora.
– ¿Para raptarla?
– Sí, mi Leo -dijo Dhuoda, aproximándose a nosotros a lomos de su cansado palafrén.
Siempre viaja a caballo, detesta las galeras.
– ¿Otra vez vuestro hermano?
– No… Se trata al parecer de Roger du Bois, un joven y turbulento caballero, hermano segundón del barón de Alois. Carece de patrimonio, porque en sus tierras impera la ley de la primogenitura, y pretende raptarme y desposarme a la fuerza, para quedarse con mis posesiones.
– ¿Eso puede hacerse?
– Mi ignorante Leo, eso se hace todo el tiempo. También intentaron raptar a Leonor de Aquitania en dos o tres ocasiones, después de que se divorciara del Rey de Francia y antes de desposar al inglés. Creo que hemos burlado a Roger, pero puede que encontremos por el camino a algún otro miserable caballero con el mismo afán. En Poitíers me han visto muchos, nuestro viaje de regreso es conocido y soy una pieza codiciada. Por eso, entre otras cosas, aborrezco salir del castillo. Afortunadamente soy prudente, y soborno a un buen número de villanos a lo largo de todo el trayecto, para que me mantengan informada de lo que vean y oigan… Fue el mozo de establos de la posada de Dunn quien nos avisó de la trampa preparada por Du Bois.
Era una noche lóbrega, porque los nubarrones tapaban la luna. Cabalgamos sin parar hasra el amanecer, imaginando enemigos en todas las sombras. Calados y extenuados, por la mañana dormitamos malamente a la vera del camino, haciendo turnos de guardia; y así proseguimos jornada tras jornada, durmiendo a la intemperie y avanzando a paso de marcha. No volvimos a tener ningún contratiempo, pero cuando llegamos, hace unas horas, a las proximidades del castillo de Dhuoda, todos nos encontrábamos demasiado exasperados y agotados. Y entonces sucedió lo peor.
El primer aviso fue una piedra, arrojada con tanta puntería que se estrelló en la frente de uno de los soldados y le derribó descalabrado.
– ¡Nos atacan! ¡Formación de defensa! -gritó el capitán.
Todos nos agrupamos en torno a la Duquesa, levantando nuestros escudos y sacando ¡as espadas. Pero pasaba el tiempo y no ocurría nada. Estábamos en un camino que discurre entre árboles, muy cerca del castillo. No se veía a nadie, aunque sin duda la espesura podía servir de buen escondrijo. Al cabo, desesperados por nuestra propia inmovilidad, rompimos la formación. Todo siguió en calma, de modo que recogimos al soldado herido y proseguimos nuestra marcha. Pero al poco, cuando salimos del bosque y vimos ya, muy próxima, la fortaleza de Dhuoda, nos topamos con ellos. Estaban colocados a ambos lados de la vereda, desde la linde de la floresta hasta el mismo puente levadizo. Sobre todo eran hombres, pero también había mujeres y niños. Desarrapados, paupérrimos, descalzos, con las miradas duras, los puños apretados. Eran los siervos de Dhuoda. Empezamos a pasar a través de ellos; nadie decía nada, pero el silencio era tan intenso y tan pesado que parecía que iba a celebrarse una ejecución. De pronto, un hombre joven se cruzó en nuestro camino y se detuvo delante de la Dama Blanca. Era bajo y robusto, de rostro renegrido y velludo como un jabalí, con una pelambre muy rizada y sucia.
– Mi Señora, nos morimos de hambre -dijo con voz un poco temblorosa-. No podemos pagaros la nueva exacción. Apenas tenemos para alimentar a nuestros hijos.
– Trabajad más y con mayor diligencia y tendréis suficiente -contestó Dhuoda con enojo-. Y aparta de mi paso.
– ¡Las nieves tardías helaron la cosecha! No tenerlos nada, y vuestros hombres han venido a nuestras casas y nos han arrebatado también esa pequeña nada -dijo el hombre en tono más firme.
– ¡Apártate, villano! -rugió Dhuoda, azuzando el caballo.
– Cuando Adán araba, cuando Eva hilaba, ¿dónde estaban los duques? -gritó alguien entre la plebe.
Y eso fue una especie de señal. El joven robusto intentó sujetar las riendas del palafrén de la Duquesa con sus estropeadas zarpas de labriego y empezaron a llovemos piedras de todas partes. De pronto me vi con la espada en la mano, rodeada de campesinos que intentaban agarrarse a mis piernas y desmontarme. Y que Dios me perdone, pero les odié. Odié su violencia, su ira, su suciedad y su pobreza. Odié sus pretensiones, su falta de respeto, su rudeza y la molestia que nos causaban. Les odié porque me odiaban y me defendí, y no sólo me defendí, sino que ataqué y herí y tajé. Ciega de furor y embebida en la lucha, no paré hasta que súbitamente me encontré rodeada de soldados de Dhuoda: habían salido del castillo para rescatarnos. Me detuve a mirar alrededor como quien despierta de un sueño, con el aliento entrecortado y la espada teñida de sangre. Los soldados perseguían a los siervos, que huían en desbandada ladera abajo, dejando atrás a sus heridos y a sus muertos. Y entonces los vi por vez primera, Vi a niños llorando junto a cuerpos caídos de mujeres, vi a viejos renqueantes intentando escapar inútilmente de los hombres de hierro, vi a campesinos ensangrentados pidiendo clemencia.
– Qué he hecho… -musité con una voz que no reconocí como mía.
A mi lado estaba Nyneve, lívida y desencajada.
– Te dije que teníamos que marcharnos…
Entramos en el castillo en pos de Dhuoda, que se encontraba enloquecida por la furia. Daba grandes voces, dictaba órdenes contradictorias, reclamaba venganza.
– ¡Que me traigan al cabecilla!
Se lo trajeron atado y a empellones. Tenía un ojo morado y unos cuantos cortes, pero no parecía herido de consideración. Ese cuello fuerte, ese rostro quemado por el sol eran como los de mi Jacques. La boca se me llenó de una saliva espesa y reprimí una arcada: ahora me daba cuenta de que llevaba demasiado tiempo sin recordar a Jacques. Yo le había abandonado y le había traicionado con mi olvido porque prefería este bello mundo de los nobles. Pero este bello mundo es un pozo de sangre.
– ¡Has intentado matarme! -gritó la Dama Blanca.
– Sólo quería detener vuestro caballo, Duquesa. Sólo quería explicaros nuestra situación.
– ¡Mientes, bellaco! ¡Has intentado matarme! ¡A tu Señora! ¡Y has azuzado a los siervos contra mí! ¡Pagarás con tu vida!
El joven alzó la cabeza y la miró:
– Vivir así es peor que la muerte…, mi Señora.
Y no lo dijo con odio, sino con tristeza.
– ¡Ponedle en la rueda, para que nos diga los nombres de sus compinches! ¡Y después colgadle! -rugió Dhuoda.
Los hombres se llevaron a rastras al detenido y yo sentí que se me moría parte del corazón. Esperé hasta estar a solas con Dhuoda y me arrojé a sus pies:
– Por favor, Duquesa… Perdonad a ese joven, perdonad a los siervos… Ya han tenido muchas bajas. Ya les habéis castigado de modo suficiente.
– ¡No digas tonterías! ¡Tú no entiendes nada, Leo! Es necesario darles un escarmiento ejemplar o volverán a rebelarse… Contra mí, o contra otro… Los siervos son perezosos, estúpidos e indóciles. Son como animales, y es necesario usar con ellos el látigo, como con un burro empecinado. ¿Y qué haces ahí tirada? ¡Levántate! ¡Me exaspera que te arrojes al suelo por un puñado de bribones!
– Mi Señora, os lo ruego, perdonadles… Nunca os volveré a pedir ninguna otra cosa, y si me concedéis este favor seré vuestra más leal servidora durante toda mi vida.
– ¡No insistas, Leo, y no me irrites! Ha sido un viaje muy largo y muy desagradable y estoy cansada. ¡No hay nada más que hablar! ¡Y levántate de una vez!
Me puse en pie lentamente.
– Sí hay algo más que hablar, Duquesa… Yo he sido sierva, vos lo sabéis, porque os lo he contado. Y puede que no sepa casi nada del mundo, pero sé de la vida campesina. Sé de sus angustias y sus dificultades, sé de la dura y a menudo injusta mano del amo.
Los ojos de Dhuoda relampaguearon:
– No digas una sola palabra más, Leo. Tú tienes que estar conmigo, no con ellos. Tú tienes que defenderme, y ellos son mis enemigos.
– Hoy te he defendido. He herido y cortado y quizá matado. Y ¿sabes algo, Dhuoda?…, siento que yo soy la derrotada y que ellos me han vencido. Te pido una vez más clemencia para ellos. Por favor.
La voz me salía ronca y había dejado de usar el tratamiento de cortesía. A veces me sucedía, con Dhuoda, en aquellas ocasiones en las que la Duquesa se encontraba especialmente afable, cuando casi la veía como una amiga. Pero ahora la sentía tan lejana y ajena como la luna.
Dhuoda me observó en silencio unos instantes con el ceño fruncido.
– Sobre esto no cabe ninguna discusión. Mi decisión es definitiva -dijo al fin tensamente.
Los ojos se me nublaron.
– Está bien. Entonces mi decisión también es definitiva. Tengo que marcharme, Dhuoda. Me iré del castillo en cuanto amanezca.
La Duquesa apretó los puños como si fuera a pegarme.
– ¡No! No te irás. Te lo prohíbo.
– Sí, me iré. Salvo que quieras aplicarme la rueda y ahorcarme a mí también. Al fin y al cabo, no soy más que una sierva.
Dhuoda me miró con una expresión feroz y desorbitada que yo atribuí a la cólera. Pensé que su respuesta iba a ser terrible. Pensé que, en efecto, tal vez me mandara al tormento, como al campesino. Algo parecido al pavor me paralizaba por dentro y encogía mis vísceras en un nudo apretado y doloroso. Pero al mismo tiempo sabía que el castigo de Dhuoda no podía ser peor que lo que ya me había sucedido. Sabía que lo había perdido todo y que merecía lo que me ocurriera. Entonces, para mi sorpresa, la Dama Blanca exhaló un extraño y largo sonido, algo que empezó como un bramido y terminó pareciéndose a un lamento, y, moviéndose con gran agitación, abandonó la estancia casi corriendo. Allí quedé yo, turbada, confundida, con las piernas temblando y el alma derrotada. El nudo de mi vientre no se deshizo con su ausencia ni se ha deshecho ahora: aquí está todavía, a la altura de mí cintura, partiéndome el cuerpo en dos. De modo que ahora sé que ese encogimiento de las entrañas no era un producto del miedo, sino del dolor. Me recuerdo tajando fácilmente carnes sin proteger por una armadura y el nudo se aprieta un poco más. Hace algunos días me emocioné hasta las lágrimas cuando Saldebreuil ofreció su cuerpo desnudo al duro acero, y su gesto me pareció el más noble y más puro. Pero ahora he causado estragos carniceros en cuerpos igualmente indefensos, sólo que cubiertos con sucias camisas campesinas, en vez del refinado hilo de la Reina; y ni siquiera me he detenido a pensar en su entereza, en su desesperación y su coraje. Ni siquiera les he visto como personas.