– ¿Has venido corriendo? Qué encantadora…
Dhuoda alarga la mano y me acaricia la cara suavemente con la yema de su delicado dedo índice, empezando por la sien y descendiendo hacia la barbilla. Cuando alcanza mi quijada, gira un poco el dedo y continúa su camino apretando contra la piel su afilada uña. Su aguijón de alacrán. Pero no, es un mínimo escozor, apenas una ligera molestia. No me muevo mientras me marca con el leve arañazo. Es su sello ducal de posesión. Sin duda está curada.
Dhuoda se recoloca en las almohadas, satisfecha. Sonríe, y yo también.
– Muy bien, mi hermosa guerrera… Nieva, pero también ha pasado ya lo peor del invierno… Cuando llegue la primavera iremos a Poitíers, a la corte de la Reina, a ver el Gran Torneo. Te lo prometí y te lo has ganado. Ya verás, mi Leo: será muy divertido.
Conoceré a la gran Leonor, conoceré al maravilloso Chrétien, entraré en la corte más importante y exquisita de la Cristiandad. La alegría aletea en mi pecho como un pájaro libre. Nyneve no sabe lo que dice. No me quiero marchar. Y no nos iremos.
Debió de ser bellísima. Aún lo es, aunque ha tenido diez hijos y es asombrosamente mayor. Unos cincuenta años, dice Nyneve. No lo parece. No usa afeites, o si los utiliza no se le notan.
– Lleva teñidas de negro cejas y pestañas y se ciñe un justillo muy prieto para marcar el talle -puntualiza Dhuoda, tal vez con cierta envidia.
Más que delgada, la reina Leonor es flexible y ondulante, como un junco mecido por el agua. Tiene el peto trigueño, entreverado de canas que apenas se perciben en el espesor de su cabellera. La piel de color dorado claro, sin manchas ni emplastos. Las manos largas y afiladas, de dedos aleteantes. Le falta un diente de la parte de arriba, pero los demás son regulares y blancos. Finas arrugas enmarcan su delicada boca y, cuando ríe, las mejillas se le pliegan en lo que antaño debieron de ser hoyuelos. Pero su expresión sigue siendo joven y vivaz. Cuando está distraída y ausente, con la mirada baja, la ruina de los años parece alcanzarla y casi representa su verdadera edad. Pero en movimiento, hablando, sonriendo y sobre todo mostrando el esplendor de sus ojos color miel, intensos y curiosos, inolvidables, toda ella se transforma en un ser luminoso del que resulta imposible apartar la mirada. Es tan hermosa como el fuego, y tan cambiante.
– Nunca olvidaré lo que hizo por mí cuando murió Puño de Hierro. Aunque no me conocía, ella me liberó de mi encierro y me protegió -dice la Duquesa -. Claro que actuar de esa forma le convenía, porque dividía la herencia de mí esposo y rebajaba así la fuerza del ducado, además de conquistar conmigo una vasalla leal. Pero se lo agradezco de igual modo, porque no todo el mundo es capaz de aunar lo bueno y lo útil.
– En efecto, mi Señora -interviene Nyneve-. Esa habilidad de la Reina me parece todavía más admirable. Leonor es una soberana poco común que intenta unir sus intereses a sus convicciones. Prefiere la finura política y sin duda sabe manipular a las personas y conspirar en la sombra como nadie; pero, pese a su azarosa e intensa vida y a haber sido antes la Reina de Francia y ser ahora la Reina de Inglaterra, dicen que no tiene ningún crimen de sangre en la conciencia… y eso, como vos sin duda sabéis, es extraordinariamente raro en nuestro mundo…
Dhuoda calla, pero la conozco bien y puedo advertir que se ensombrece y encrespa. A veces Nyneve se arriesga demasiado. Dice cosas que no se le admitirían ni a un bufón.
Poitiers es un burgo casi tan bello como la propia Reina. No entiendo por qué antaño me desagradaban las ciudades. Hoy me fascina el ruido, la confusión, las orgullosas casas tan altas como torres, las tiendas, el comercio, el colorido, la riqueza de los trajes, la variedad de gentes, la mundanería, el refinamiento, todas las sorpresas que te esperan al doblar una esquina. La vida estalla aquí, la verdadera vida, y el campo es un lugar tan yerto como un cementerio. El palacio de Leonor, donde residimos, es un recinto fabuloso; en comparación, el castillo de Dhuoda me parece rústico y vacío. Los techos de madera están labrados y policromados, las paredes decoradas con pinturas, los suelos cubiertos de alfombras y pieles. Hay tapices de apretado nudo y minucioso dibujo, brillantes estandartes, telas vaporosas, sedas y cojines y, por las noches, son tantas las antorchas, las candelas, los velones y las lámparas que en cada habitación refulge el sol. Este lugar increíble es un hormiguero; Nyneve me ha explicado que, además del condestable o encargado general, un hombre pomposo y envarado que da miedo, hay un gran despensero, un jefe de halcones y cazadores, un jefe de establos, un jefe de aguas y jardines, así como intendentes de cocina, de panadería, de frutas y bujías, de bodega y de ajuar, todos ellos con sus ayudantes. Luego están los médicos, los barberos, los sacerdotes que atienden la iglesia del palacio, trovadores, pintores, músicos, secretarios, amanuenses, costureras y sastres, un bufón, un astrólogo, pajes y escuderos. Por no hablar de los infinitos sirvientes de ambos sexos y del cuerpo de defensa, con sus capitanes militares, sus soldados y arqueros, su maestro de armas, su jefe de armería. A esto hay que añadir las damas y caballeros al servicio de Leonor de Aquitania, cada uno con su correspondiente servidumbre. El palacio de la Reina es una ciudad dentro de la ciudad.
Y la vida aquí es tan fácil, tan deliciosa y animada. Llevamos en el palacio quince días y dentro de una semana empezará el Gran Torneo, evento que está atrayendo a Poitiers a multitud de nobles, caballeros y damas. Ahora mismo está en la corte María de Champaña, hija de Leonor y del Rey de Francia, una joven hermosa y juiciosa pero carente del magnetismo de su madre. Aun así, Chrétien de Troyes escribió El Caballero de la Carreta inspirado por ella. Para mi desencanto, Chrétien no está en la ciudad. Pero he conocido a alguien aún mejor: a María de Francia, una dama de agudísima mente de quien se dice que es hermanastra del rey inglés Enrique II, el marido de 'a Reina. Esta María es la autora de unos relatos muy bellos, los Lais, que he empezado a leer al llegar aquí. Apenas puedo creer que, siendo mujer, se atreva a escribir, y que lo haga tan hermosamente. Su ejemplo me deslumbra y me envenena: siento el picor de las palabras que se agolpan en la punta de mis dedos. Tal vez algún día yo también ose escribir. Tal vez algún día sepa hacerlo.
Aquí están asimismo varios de los hijos de Leonor y del rey Enrique. Los dos con quienes tenemos más trato, porque participan en las reuniones y los juegos, son Godofredo, un brioso muchacho de catorce años, y Ricardo, que es el favorito de la Reina, hasta el punto de que a los doce años le nombró duque de Aquitania. Ahora Ricardo tiene quince y es el que más semejanzas guarda con Leonor, tanto en su físico trigueño y espigado de deslumbrantes ojos como en su talante y su inteligencia. Como guerrero es formidable: le he visto ejercitarse y desconoce el miedo. Es un joven tan templado y prudente, tan valeroso y magnánimo, que se ha ganado el sobrenombre de Corazón de León. Lamento que mi Maestro no pueda conocerle: sé que es el modelo de caballero que quiso inculcarme.
Nos encontramos en la sala octogonal de los faisanes, llamada así por sus pinturas de aves. Es una de las estancias preferidas de Leonor y suele escogerla para sus reuniones, sus animadas discusiones y sus juegos. Bebemos limonada e hipocrás en altas copas talladas, y hay fuentes de plata a nuestro alcance con dulces venecianos de jengibre, galletas de frutas, grosellas hervidas en miel y servidas encima de barquillos. Como hoy es miércoles, toca Corte de Amor. Las Cortes de Amor son una invención de la Rei na; una vez a la semana, alguien presenta un caso amoroso especialmente complicado y peliagudo. Se debaten abiertamente los aspectos positivos y negativos de la historia, y al cabo Leonor falla a favor o en contra. Hoy ha presentado el caso André le Chapelaín, que es uno de los sacerdotes de la corte, un varón menudo y atildado que recuerda más a un trovador que a un clérigo. André está escribiendo un libro a instancias de María de Champaña. Se titula El Arte de Amar y algunas tardes nos ha leído unos cuantos fragmentos, que han sido acogidos por las damas con caluroso deleite. Dicen que está inspirado en un tal Ovidio, un autor del mundo antiguo al que no he leído y, si no he entendido mal, habla de la mezquindad del matrimonio, que no es sino un comercio de riquezas y títulos, frente a la pureza del amor verdadero, que es aquel que brota libremente entre una dama y un caballero, sin mediar intereses ni linajes, como una llamarada de espiritualidad. Al principio me resultó chocante que un religioso sostuviera semejantes ideas, pero ahora he entendido que ese pensamiento es el eje en torno al que gira la corte de Leonor y quizá muchas otras cortes regidas por las damas. Me lo explicó Nyneve:
– Lo que aquí se enaltece es el Fino Amor, la pasión sublime, un movimiento del alma.
– Pero la pasión está en el cuerpo, ¿no es así? Bueno, yo de esto no sé mucho, pero he visto a mis padres, a mis vecinos… Y aunque soy aún doncella, alguna vez he amado. Y lo he sentido en la piel y en las tripas -contesté.
– Estás en lo cierto, porque el cuerpo es lo real. Pero el Fino Amor es el ideal. Y es un ideal poderoso, a fe mía. ¿Sabes ese temblor de corazón que alguna vez se experimenta en los atardeceres especialmente hermosos, cuando el mundo está en calma y tu estómago lleno, pero notas como un hambre insaciable dentro de ti? ¿Una necesidad de algo más grande y más hermoso? ¿Cuando el alma se te sale por la boca y ansia buscar la perfección?
– Ansía buscar a Dios.
– Exactamente. El Fino Amor consiste en cambiar ese anhelo de Dios por la emoción espiritual de la pasión entre una mujer y un hombre.
– Pero eso es una blasfemia. Una herejía.
– No tanto, no tanto. Lo único que hace el Fino Amor es ensanchar un poco el espacio reservado para la pequeña vida humana… Porque no estamos hablando sólo de amor. Es una idea que lo penetra todo. En realidad, la pasión amorosa les embarga el alma con e! impulso o el afán de ser mejores. ¿No te has dado cuenta de lo diferente que es la corte de Leonor? Los partidarios del Fino Amor son también partidarios de la música, de las artes, de la literatura, de la escritura. Del refinamiento social y la preponderancia de las damas. Prefieren la negociación a la espada, los hombres libres a los siervos, la tolerancia a la hoguera. Pese a sus excesos cortesanos y a su frivolidad, el Fino Amor no es más que un estandarte, mi Leo. Es una de las banderas de los nuevos tiempos.