Nyneve debe de tener razón. En la corte de Leonor, tan alegre y superficial, se valora sin embargo la brillantez, la inteligencia, la originalidad. Es un entorno que te obliga a pensar. Y hoy, en la Corte de Amor, tenemos que pensar en la historia de Jaufré Rudel, príncipe de Baya. Los casos de las Cortes, según me dicen, suelen ser abstractos e inventados. Pero en esta ocasión André le Chapelain ha propuesto una peripecia real. Jaufré contempló un medallón de la condesa de Trípoli y se enamoró de ella, aunque jamás la había visto en persona. Para poder conocerla, se hizo cruzado y embarcó hacia Tierra Santa. Pero enfermó en e! viaje poco antes de llegar al puerto de Trípoli. Los hombres de Jaufré le dejaron agonizante en la orilla y fueron en busca de la Condesa, que era mujer casada y no tenía la menor idea de la pasión que había despertado en el caballero. Informada del asunto, la dama corrió al lecho del enfermo y llegó justo a tiempo, pues el Príncipe pudo expirar en sus brazos. Entonces la Conde sa enterró a su amado en la Orden del Temple, y después abandonó su hogar y se encerró para siempre jamás en un convento.
– Es una historia muy bella, Chapelain. Poco habremos de debatir en esta ocasión -dice Isabelle de Vermandois, sobrina de Leonor.
– Aun así, habrá que presentar todos los aspectos del caso. Y su dificultad aumenta el reto -responde la Reina.
– Yo diría que Jaufré fue, como poco, hombre de escaso juicio y menor prudencia -argumenta Ermengarda, vizcondesa de Narbona y una de las damas más queridas de Leonor-. Se enamoró de la Condesa con la sola visión de una miniatura, esto es, se prendó de su físico, sin saber de los dones de la dama, de sus virtudes, su talento o su inteligencia. No veo en ello amor espiritual, sino todo lo contrario: un empecinamiento en lo carnal bastante estúpido, puesto que ni siquiera conocía al modelo.
– Pero no, mi querida Vizcondesa… Sin duda no fue la carnalidad lo que le atrajo, sino ese algo único, excelente y etéreo que debió de atrapar en su retrato el artista. Uno no cruza el mundo y se pone en peligro de muerte sólo por un cuerpo que ni siquiera conoce. Sin duda hubo un deslumbramiento de amor verdadero, un reconocimiento de las virtudes de la dama, bien reflejadas por el maestro pintor -dice acaloradamente la joven Isabelle.
– Entonces, ¿por qué no se enamoró del pintor, puesto que la belleza que lo cautivó procedía indudablemente de su pincel? -dice María de Champaña-. Yo me siento más próxima a lo que ha dicho Ermengarda. Jaufré fue un imprudente y un inocente, porque todos sabemos lo mucho que suelen engañar los medallones. Y fiado tan sólo de eso, de un poco de pigmento sobre marfil, emprendió un viaje alocado en busca de una mujer de la que lo ignoraba todo. Bien pudo haberse enamorado igualmente de uno de los frescos de su palacio.
– No sé si hemos enfocado el caso de manera atinada. A mi modo de ver, la fidelidad o no del maestro pintor importa poco -interviene Leonor: y todo el mundo calla, atento y expectante-. Creo que es evidente que Jaufré era capaz de amar de manera espléndida. Tal vez llevó ese tesoro de amor en su corazón durante toda su vida, a la búsqueda de la dama adecuada que lo mereciera. La visión del medallón desencadenó el milagro, e importa poco que el retrato fuera fiel o no lo fuera, porque en cualquier caso el sentimiento de Jaufré era real. Pues ¿qué es el amor, sino la idea misma del amor? Y tanto más puro cuanto más despojado de las mezquindades terrenales. El puro amor del Príncipe le hizo cambiar de vida, abandonarlo todo y lanzarse a un viaje incierto a tierra de infieles. Ni siquiera podía estar seguro de si la Condesa respondería a su presentimiento, y esto, desde mi punto de vista, agranda más su gesto, que es la entrega absoluta al ideal amoroso, contra toda razón, toda comodidad, toda seguridad y conveniencia. Podría haberle salido mal; la Condesa podría haber sido una dama insustancial e incapaz de sentimientos profundos, pero, aun así, eso no habría rebajado la nobleza del comportamiento de Jaufré.
Calla la Reina y mira alrededor, esperando sin duda que alguien la contradiga. Pero todo el mundo guarda silencio.
– Deduzco que estáis de acuerdo… Esto en lo que se refiere a Jaufré. ¿Y qué hay de la Condesa?
– Bueno, destruyó su hogar al meterse al convento, abandonó a su marido y a sus hijos por un hombre al que apenas había visto. Aunque debo confesaros, mi Reina, que esto lo digo sólo por el afán de debatir, porque ella me gusta -vuelve a decir Ermengarda con un mohín gracioso.
– Ciertamente era una mujer templada y capaz de los sentimientos más profundos… Se enamoró de la idea del amor que Jaufré depositó en sus brazos mientras moría. Después de un regalo de tal magnitud, después de una experiencia tan intensa y tan pura, la Condesa no pudo regresar al empobrecimiento y la rutina de su pequeña vida cotidiana. Eso da una idea de su fortaleza espiritual. En verdad es un relato muy bello, Chapelaín. Una historia equilibrada. Él ama en la distancia y la ausencia hasta matarse, y después de su muerte ella recoge ese amor y renuncia a su vida para conservarlo. Podríais escribir un hermoso tai sobre el tema, María -dice la hija de Leonor con un guiño a la otra María, la de Francia.
– Está bien. Entonces todos opinamos lo mismo -resume la Reina -. Fallo, por consiguiente, que la conmovedora historia del príncipe Jaufré y la condesa de Trípoli es un elevado ejemplo del Fino Amor.
Las Cortes de Amor no son el único juego que se juega en Poitiers, ni tampoco el único que han inventado. Por ejemplo, hay otro que consiste en componer versos más bien atrevidos y dirigidos a una persona determinada, escribirlos en rollitos de pergamino y luego leerlos en voz alta, mientras los presentes intentan adivinar de quién se está hablando. Yo odio este entretenimiento porque me veo obligada a participar, y temo mi incultura y mi fea letra. Prefiero el juego de la verdad, donde uno de los presentes plantea a los demás preguntas inconvenientes, en cuyas respuestas no se puede mentir. Claro que yo siempre miento, puesto que me hago pasar por varón. En fin, me han dicho que antes había un pasatiempo muy divertido, llamado El Peregrino, en el que alguien encarnaba a San Cosme y los demás le presentaban ofrendas cómicas e intentaban hacerle reír, para que perdiera; pero la Iglesia lo prohibió, porque algunos, para hacer reír al santo o a la santa, le cosquilleaban y manoseaban demasiado.
Además de estos juegos, en Poiuers siempre resuenan la música y los cantos, siempre repiquetean bien calzados pies en deliciosas danzas. La corte de Leonor no para nunca y todos parecen disfrutar. Todos, menos fray Angélico, que suele removerse incómodamente sobre su asiento y torcer el gesto. Ahora mismo se ha comportado así, durante la Corte de Amor del príncipe Jaufré. Su actitud displicente es tan obvia que la misma Reina parece haberse dado cuenta.
– Me parece que no os gustan mucho nuestros inocentes pasatiempos, fray Angélico -dice Leonor.
– Disculpad, mi Reina. Lo cierto es que me siento enormemente honrado con el solo hecho de gozar de vuestra presencia -responde el religioso con una pequeña reverencia.
– Dejaos de pamemas cortesanas, mi querido fraile. Sabéis bien que aquí nos complacen la sinceridad y el debate. Decidme, ¿qué os ha parecido nuestra Corte de Amor?
– Majestad…
– Hablad claro y sin miedo, os lo ruego.
Fray Angélico levanta la cabeza y pasea por la concurrencia una mirada orgullosa que traiciona su supuesta sumisión.
– Pues bien, mi Reina, pienso que es un tiempo, una inteligencia y un esfuerzo totalmente desperdiciados en un debate absurdo e insignificante. Judicium rationis per nimium amorem.
Leonor sonríe dulcemente.
– Que quiere decir «perder el juicio por amores nimios». Ya veo. Consideráis que es mejor emplear toda esa energía en debates más sustanciales, como, por ejemplo, los asuntos religiosos.
– Evidentemente sí, Majestad.
– La semana pasada asistí a un interesante debate entre mis clérigos de Poítiers donde se discutía sobre el pecado de la carne y sus grados. Puesto que la única justificación moral de la coyunda es la procreación, mis hombres de la Iglesia se preguntaban: ¿qué es mayor pecado, procrear fuera del matrimonio, o yacer con tu esposa pero sólo por deseo carnal, evitando los hijos? ¿O es peor aún ayuntarse con la esposa cuando se encuentra embarazada, o cuando a ella, por la edad, se le ha retirado ya la sangre? ¿El matrimonio casto es mejor que el matrimonio con hijos? Por otra parte, si el matrimonio es un sacramento, ¿por qué el gozo es pecado? ¿Y cuánto hay de pecaminoso en el hombre que yace con su esposa, pero encendido y tentado mentalmente por otra mujer? Se pasaron con estas y otras cuestiones toda la tarde. ¿Os parecen lo suficientemente profundas? ¿Es para vos un debate menos absurdo que los nuestros?
– Mi Reina, sois una dama de elevada cultura e inteligencia y sin duda sabéis que no todos los religiosos poseen una formación adecuada… Por otra parte, esta discusión que me habéis relatado quizá no os parezca demasiado fina ni sustancial, teológicamente hablando, pero aun así sin duda posee mucho más sentido que vuestro juego, porque intenta delimitar el campo moral de nuestras vidas y responder a las dudas inocentes del vulgo.
– Mi apreciado fraile, yo también he escuchado problemas teológicos muy curiosos que en verdad no acabo de entender -interviene Ricardo Corazón de León, que es joven pero audaz-. Como, por ejemplo, la cuestión de la Visión Beatífica… Al parecer, la Iglesia no tiene claro si las almas de los bienaventurados contemplan la faz de Dios nada más morir y llegar al Cielo, o si tienen que esperar hasta el Juicio Final… Y en este debate tan ajeno a la vida de los hombres se empeñan agriamente muchas mentes instruidas…
– Lo cual es natural, Duque -interviene Nyneve-. Si lo pensáis un momento, es lógico que el tema les preocupe, porque del resultado de la discusión depende un gran negocio, que es el de la venta de reliquias. Las reliquias de los santos sólo tienen valor si el bienaventurado en cuestión puede interceder por ti ante Dios cara a cara en este mismo momento. SÍ no, ¿para qué adquirirlas?
Fray Angélico ha enrojecido violentamente y yo vuelvo a sentir miedo por Nyneve. Y un poco de vergüenza, por su empeño en decir siempre cosas inconvenientes.
– Ah, sí, las famosas reliquias… -interviene Leonor con risa cantarina-. Habréis de reconocer que algunas son francamente curiosas… Una botellita de leche de la Virgen, un fragmento del pañal de Jesús… Casi me siento tentada a darles la razón a los cátaros, cuando dicen que todo eso es superchería pagana…