– Mientes.
– Pregunta a los criados.
– Lo que sucede es que estás celosa.
– ¿Celosa? ¿Por qué?
– Porque Dhuoda me prefiere a mí. Porque fray Angélico me prefiere a mí. Porque yo también empiezo a preferirlos a ellos.
– Exacto, ése es el problema. Te gustan demasiado. Careces de criterio frente a ellos. No ves la maldad que anida en sus capullos de seda.
– ¿Y a ti qué te importa lo que yo pueda ver? ¿Por qué tenemos que irnos? ¿Por qué siempre las dos? ¿Por qué estás conmigo? ¿Por qué no te marchas tú sola, si tanto te incomoda este lugar?
Los oscuros ojos de Nyneve relumbraron como brasas avivadas por un fuelle. Frunció el ceño y me miró con dureza. Sentí que me desnudaba, que me medía.
– Está bien -dijo al fin-. SÍ eso es lo que deseas, así se hará. Piénsarelo bien: sí me vuelves a pedir que me marche, lo haré.
Me encontraba tan irritada con ella que estuve a punto de volver a decirle que se fuera, pero conseguí morderme los labios a tiempo. Nos contemplamos en silencio unos instantes y luego Nyneve salió del cuarto y me dejó sola y atormentada por mí carga de rabia.
Desde entonces ha transcurrido la mañana entera. He leído un rato, he jugado con los perros de Dhuoda, he almorzado sola, en las cocinas, un poco de conejo estofado. Pero estoy malhumorada e inquieta, pensando en que debería hacer las paces. Al fin he decidido salir en su busca y llevo un buen rato recorriendo el castillo con errar intranquilo. Al cabo, la encuentro. Aquí está, frente a mí, partiendo leña al otro lado del patio de armas. Quisiera pedirle perdón, aunque las palabras raspan en mi boca: sigo llevando en el coleto una almendra amarga de rencor. Pero hago un esfuerzo y me acerco a ella.
– Lo lamento -mascullo oscuramente, incomodada por mi propio orgullo.
– ¿Qué lamentas?
Hago un vago gesto con la mano.
– La discusión… Todo.
Nyneve deja el hacha y se seca el sudor con la manga. Se sienta sobre un tronco y yo la imito.
– Soy muy mayor, mi Leo. Aunque no lo parezca. He vivido tantas vidas humanas como cabellos tengo en la cabeza. Antes, hace mucho tiempo, cuando era todavía joven y fogosa, compartí un sueño con otras personas. El viejo Myrddín era un mentiroso y un truhán, pero también era un bardo extraordinario, un narrador magnífico. Aunque sus historias sobre el rey Arturo no son verdaderas, la música de sus relatos sí lo es: la épica, la gloria, el esfuerzo de superación, el afán de justicia y de equidad, la fuerza de las mujeres, ¡a búsqueda del caballero impecable, el sueño de construir en este pobre mundo un reino perfecto. Recuerda que la Mesa Redonda era redonda para que ningún guerrero tuviera preeminencia sobre otro, y que todos ellos estaban sentados al mismo nivel que el Rey, porque ni siquiera Arturo poseía un poder absoluto: dependía del respeto y de la aceptación de sus caballeros. Así es el derecho normando, el derecho celta, en contraposición al derecho carolingio de nuestro despótico Rey de Francia. La Gran Carta normanda lo dice bien claro: "Existen las leyes del Estado, los derechos que pertenecen a la comunidad. El Rey debe respetarlas. SÍ las viola, la lealtad deja de ser un deber y los súbditos tienen el derecho a rebelarse». Cómo le gustaría este texto a nuestro amigo Brodel, el regidor de Beauville… ¿Cómo lo llamaba él? El poder del acuerdo y de las multitudes… Yo viví en mi juventud ese mismo sueño que ahora sueña Brodel. Y luego todo se deshizo, como un castillo de barro hecho por un niño bajo un aguacero. Todo se perdió y se borró, hasta el punto de que hoy algunos piensan que sólo son leyendas.
Nyneve calla durante unos momentos. Hace mucho frío en el patio de armas, pero su relato me interesa y no me atrevo a interrumpir.
– Ahora el mundo vuelve a vivir un momento de ilusión, un momento de renovación y de esperanza. Pero yo ya estoy muy vieja, Leo. Demasiado vieja para un tiempo tan joven. Hace mucho, cuando estaba en mis años y en mi fuerza, yo también deseé cambiar el mundo. Pero ahora me conformo con cambiar a una persona, a una sola persona. Es decir, con ayudarla a madurar y a ser mejor… Y tú, Leo, eres para mí esa persona. Pero tienes razón: puede que mi ayuda no te interese, e incluso puede que verdaderamente no te sirva para nada. Peor para mí, porque además te has convertido en mi única familia. En una vida de mudanzas, tú permaneces. De alguna manera, debo confesar que te necesito.
Sus explicaciones me conmueven. Siento que se me ablanda el corazón, que mi malestar y mi rabia se deshacen.
– Oh, Nyneve, yo también…
– Sssshhh, no digas nada. Las palabras emocionadas salen de la boca demasiado deprisa y suelen terminar diciendo cosas que no son del todo verdaderas. Y debemos ser respetuosos con las palabras, porque son la vasija que nos da la forma. Los tiempos crueles son siempre mentirosos y vienen preñados de palabras malas. El hacha del verdugo no cortaría y la hoguera de la intolerancia no quemaría si no estuvieran sustentadas por palabras falsas. Ya lo dice la Biblia: al principio fue el Verbo. Es la palabra lo que nos hace humanos, lo que nos diferencia de los otros animales. El alma está en la boca. Pero, para nuestra desgracia, los humanos ya no respetan lo que dicen. Escucha con atención a fray Angélico y descubre la ponzoña escondida en su verbo sedoso. Es como su maestro: a Bernardo de Claraval le llaman el Doctor Melifluo porque sus palabras son como miel. Pero las palabras no deben ser como la miel, pegajosas y espesas, dulces trampas para moscas incautas, sino como cristales transparentes y puros que permitan contemplar el mundo a través de ellas.
Volvemos a quedarnos en silencio. Está empezando a nevar. Copos muy blancos contra un cielo muy negro.
– En cuanto a la Duquesa… Ya conoces el viejo cuento de la rana y el alacrán…
– El alacrán que le pide a la rana que le deje montar sobre sus hombros para pasar el río, y que, cuando es-tan en la mitad de la corriente, le clava el aguijón…
– Eso es… Y la rana, agonizante, le dice: «¿Por qué lo hiciste, loco? ¡Ahora tú también re ahogarás!». Y el alacrán, hundiéndose ya en las aguas, contesta: «No lo pude evitar. Es mi naturaleza». Sólo te digo esto, Leo: ten cuidado con la naturaleza de Dhuoda.
A veces las discusiones son tan profundas que dejan por detrás un rastro indeleble. Son como esas tablillas de cera negra en las que Nyneve me ha enseñado a escribir: en ocasiones, sobre todo al principio, mi torpeza en el manejo del punzón hizo que arañara la madera. Y eso no tiene remedio: puedo volver a extender cera virgen sobre la superficie, pero la tablilla está astillada. Siento algo parecido en mi trato con Nyneve. Me alegro de haber hablado con ella el otro día en el patio de armas; me conmovieron sus palabras y se deshizo el resquemor que me asfixiaba. Pero por debajo de la cera nueva, perduran aún las punzantes astillas.
Sé que le debo mucho. Aun así, exagera. Sabe infinidad de cosas, desde luego, pero, en ocasiones, sus pretensiones de gran bruja me sacan de quicio. En el año largo que llevamos aquí he aprendido mucho: ya no me quedo boquiabierta ante todo lo que cuenta. No voy a decir que sea una chiflada, como aseguraba aquella Vieja de la Fuen te, pero tampoco tiene siempre la razón. Sigo pensando que está un poco celosa. Que se aburre aquí, porque se ve poco apreciada y sin lugar. Comprendo que ella quiera irse, pero yo no quiero. Me gusta este castillo, disfruto de esta vida deliciosa. Fuera ruge el invierno y los hielos muerden con dientes que matan. Pero el castillo de Dhuoda es un refugio, un pequeño paraíso, como Avaíon. Acudo todos los días a la alcoba de la Duquesa. Que está pálida y lánguida, postrada en el lecho. No quiere ver a nadie, pero a mí sí. A veces, cuando se siente mejor, jugamos un poco al ajedrez. A veces le cuento historias bellas que he aprendido en sus libros. Y a veces está tan triste que no desea hablar ni que le hablen, y me quedo junto a ella, acompañándola en silencio durante largo rato. Le gusta mi presencia. Nyneve no conoce bien a la Duquesa; no entiende su refinamiento, su delicadeza. No es un alacrán, sino una paloma que a veces se disfraza de gavilán.
– Ah, mi joven Leo, estáis aquí…
Fray Angélico ha entrado en la biblioteca y su sonrisa ilumina la penumbra. El corazón me da un salto en el pecho: es tan buen mozo. Siento que mis mejillas se encienden y finjo ajustarme las botas para ocultar el rubor. Algún día acabaré por delatarme. El fraile se aproxima a mí. Huele a hierbas, a romero, a áspera carne de varón. Un olor poderoso y embriagante.
– Decidme, amigo mío, ¿os habéis ejercitado con las armas también esta mañana, a pesar de la nieve?
– No, esta mañana no -balbuceo.
Fray Angélico me mira desde su altura. Ojos negros que abrasan. Y los sonrientes labios tan carnosos, un nido de delicias entre la barba. Me observa de tal modo que temo que me haya descubierto. Está cerca, muy cerca. Extiende la mano y me palpa el antebrazo.
– Sois delgado, pero fuerte.
Siento el calor de sus dedos a través de mis ropas. Qué deleitoso brinco de los sentidos. Una parte de mí ansia que me siga agarrando. Sí, quiero que me agarre más. Quiero que me apriete entre sus brazos hasta dejarme sin aliento. Lo peor es que esa parte ardiente de mí misma desea delatarse. Me susurra al oído: ríndete, entrégale la piel y después todo el cuerpo. ¿Qué podría suceder? Él es fraile y ha hecho votos de castidad. Pero también los ha hecho de pobreza, y viste como un duque y vive como un rey. Suspiro, hago acopio de toda mi voluntad, me suelto de su mano con un pequeño tirón y doy un paso atrás. Es un esfuerzo que duele, como si me escociera la carne.
– Venía a buscaros porque la Duquesa quiere veros. Creo que se encuentra mucho mejor -dice el religioso.
Corro por el castillo, o más bien huyo, hacia las habitaciones de Dhuoda. Mis botas de gamuza apenas hacen ruido y mi cuerpo necesita esta carrera violenta. Llego a la alcoba toda arrebolada y sin aliento. Llamo a la puerta y entro sin esperar respuesta.
– Ah, Leo, pasa, pasa. Siéntate a mi lado.
La Dama Blanca está distinta. Es decir, vuelve a parecerse a la de siempre. Todavía se la ve más pálida de lo habitual, y demasiado delgada. Pero se encuentra sentada en la cama, con un espejo en la mano y un plato de almendras y orejones junto a ella.
– Esta mañana me he despertado y, para mi sorpresa, no he deseado estar muerta. Me parece que lo peor ha pasado, mi Leo.
– Es una gran noticia, Duquesa -digo entre jadeos.