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– ¿Veis, Señora? Sin duda os quedará mucho mejor a vos… -dice con sonrisa trémula, haciendo ademán de quitársela.

– ¡Espera! No tan deprisa. Sigue con ella puesta un poco más… -dice Nyneve.

La mujer arruga la cara: casi parece que se va a echar a llorar. Respira aguadamente; sin duda está muy nerviosa. O asustada. Su pecho sube y baja como un fuelle; su jadeo se hace penosamente audible. ¿Qué le sucede? Se lleva una mano a la garganta. Sus ojos se abren con una desencajada expresión de terror.

– Yo…

No puede decir más. Cae de rodillas y un rugido agónico y animal sale de su boca. Súbitas y feroces convulsiones la tumban sobre el suelo. Sus ojos están en blanco y en sus labios burbujea una densa espuma rosada. Berrea como un cochino en el matadero, unos chillidos de dolor que nos hielan el ánimo. Respira penosamente y su pecho se hunde y se levanta de modo tan violento que parece que la carne se va a abrir en canal. De pronto, de sus ojos, de su boca, de sus narices, de sus oídos, de debajo de sus uñas empieza a manar sangre. La mujer se tensa como un arco y exhala un alarido desaforado y último. Luego, el cuerpo se relaja totalmente y queda amontonado sobre el polvo con fofa blandura, como un rimero de trapos. Está muerta. Huele a podredumbre y excrementos.

– ¡Quieto ahí, rufián!

Sir Wolf se ha abalanzado sobre uno de los criados, que ha intentado aprovechar la confusión para escapar. Pero los criados no deben de ser tales, puesto que han sacado unas espadas que llevaban escondidas e intentan abrirse camino por la fuerza. El capitán de la guardia y yo nos arrojamos sobre el otro hombre. Sir Wolf ha ensartado al suyo, que se desploma fatalmente herido. Nosotros hemos arrinconado al cómplice.

– ¡Esperad! ¡No le toquéis!

Pálida como un espíritu, la Duquesa viene hacia nosotros. Me arranca la espada de las manos y pone su punta en el gañote del falso sirviente.

– Confiesa y seré generosa contigo. ¿Quién os ha enviado?

El hombre está temblando, pero alza la barbilla e intenta mantener una postura airosa.

– Ha sido vuestro hermanastro, Duquesa. Ahora ya no importa que se sepa…

– ¡Mientes!

– ¿Por qué habría de hacerlo? Mirad, éste es el sello que el Conde nos ha dado… Lo reconoceréis, puesto que ha sido el vuestro…

Las piernas le fallan, su precaria valentía le abandona y el hombre cae de rodillas.

– Sed clemente, Señora… -dice con voz rota.

Rápida como un mal pensamiento, Dhuoda agarra la empuñadura con ambas manos, hace un amplio revoleo con la espada y corta la cabeza del hombre limpiamente. Alguien grita. Yo pienso con horrorizado y admirado asombro en la fuerza y la pericia de la Duquesa: un cuello es muy difícil de tajar, e incluso ¡os verdugos necesitan en ocasiones más de un golpe. La cabeza ha rodado sobre la tierra, pero sus ojos aún parpadean varias veces, como pasmados de su propia muerte. El cuerpo se ha derrumbado y un vigoroso chorro de sangre empapa la blanquísima falda de Dhuoda. La Duquesa ha dejado caer la espada; está como ida, desencajada, al borde de las lágrimas. Frenética y torpemente, intenta limpiarse la falda con unas manos temblorosas que enseguida se le tiñen de sangre. Saca una pequeña daga de su escarcela y empieza a cortarse el vestido allí donde está manchado. Apuñala el tejido con gesto desquiciado y balbucea palabras incomprensibles que deben de pertenecer a un lenguaje que ignoro. Temo que, en su locura, se haga daño a sí misma.

– MÍ Señora… -le digo dulcemente.

También Nyneve ha acudido a socorrerla. Le sujeta la mano con suavidad, le abre los engarriados dedos, le arrebata la daga.

– Tranquila, mi Duquesa. Todo está bien. Tranquila, Dhuoda. Yo voy a cuidar de ti -le susurro, cogiéndola por los hombros.

La Dama Blanca me mira con ios ojos muy abiertos, pero no sé si me ve. O si me reconoce.

– Manebón… Sasegual… Ben mede cada mí… -farfulla quedamente en su lengua extranjera, con gesto desamparado y voz de niña.

Y luego se desmaya entre mis brazos.

Pese a su estado, la Duquesa no ha querido quedarse ni un día más en Beauville y regresamos a casa en la jornada prevista. Ha recobrado el juicio, pero es evidente que se encuentra mal. Tiene fiebre y aferra las riendas de su palafrén con manos convulsas.

– ¡MÍ admirada Señora! ¡Estoy tan consternado! ¡No sé cómo disculparme! ¡No sé qué deciros! ¡Pero la humilde ciudad de Beauville siempre os esperará con amor y alegría!

El alcalde y los regidores han venido a la puerta principal de la muralla a despedirnos. Dhuoda ni se molesta en contestarles. Oscuras ojeras enturbian su mirada y resaltan como la huella de un golpe en su rostro lívido.

El tiempo ha cambiado definitivamente y el invierno ha llegado. El gélido día está tan encapotado como nuestros ánimos y caen pequeñas y punzantes gotas de lluvia. Arrebujada en su capa de armiño, tiritando, Dhuoda da la orden de partir.

– ¡Adiós, mi Señora, adiós! ¡O mejor hasta pronto!

Formamos una triste compañía, todos cabizbajos y en tensión. Nyneve cabalga a mi lado. Incluso ella parece taciturna.

– Menos mal que te diste cuenta del peligro -le comento-. Fue casi milagroso que la Dama Blanca se salvara.

– El forro de plomo del arcón me resultó chocante… Pero, además, debo decirte que el hermanastro de Dhuoda debe de ser un hombre leído… O al menos debe de conocer los hechos de!a corte de Camelot, tal y como los deformó o los inventó el bribón de Myrddin… Porque Myrddín dice que Morgan Le Fay, la gran bruja Morgana, la hermanastra de Arturo, intentó asesinar al Rey con una capa emponzoñada… Todo esto es mentira, desde luego; a Arturo le quisieron envenenar los reyes sajones, y no con una capa, sino con un faisán contaminado. Pero la verdad, claro, no resultaba tan embelesadora y literaria. En cualquier caso, cuando apareció la capa recordé el cuento de Myrddin, y eso me hizo sospechar más fácilmente del supuesto regalo de Leonor.

– Lo que no acabo de entender es cómo pensaron los tres asesinos que podrían salir con bien de su crimen… El veneno era tan potente y tan veloz…

– Pero Dhuoda nunca se hubiera probado la prenda allí mismo… Eso no lo hacen las altas damas, es un gesto demasiado vulgar, Como mucho la hubiera tocado un momento, y con esa pequeña inoculación la ponzoña habría empezado a corroerla por dentro, sí, pero lentamente… Hubiera tardado horas en morir. Tiempo suficiente para escabullirse.

Los cascos de nuestros caballos vuelven a retumbar sobre los maderos del puente levadizo. Es un sonido triste y solemne, un redoble de duelo. El aguanieve pincha mis mejillas y mí nariz moquea. En los alrededores de la ciudad no queda nadie: ni un tenderete, ni un músico, ni siquiera un mendigo. Cuando cruzamos el foso y los animales empiezan a pisar la dura y baldía tierra, me vuelvo hacia atrás sobre mi silla para ver la ciudad. Encima de la puerta, tres de las picas muestran cabezas nuevas. Morand, asustado con lo sucedido, ha mandado hincar los despojos de los asesinos para intentar congraciarse con la Duquesa. El viento agita los largos cabellos pegoteados de sangre de las cabezas, y un cónclave de cuervos aletea ruidosamente alrededor, codo entusiasmo y gula. Los cuervos parlotean excitados; sus graznidos agujerean el aire. «Nos gusta la Duquesa», sé que están diciendo; «amamos a la Duquesa decapitadora». Uno de los pájaros baja en veloz vuelo, da una vuelta en torno a Dhuoda y vuelve a subir con poderosa remontada hacia el banquete. Ha venido a dar las gracias.

– Tenemos que marcharnos, Leo. Tenemos que dejar a la Dama Blanca. Es peligrosa -susurra Nyneve a mi lado.

Sus palabras me inquietan, pero no sé qué hacer con ellas. Las cosas son confusas en el ancho mundo. Antes la vida era tan dura, tan pobre y tan simple como el pequeño pedazo de árida tierra en el que mi familia y yo nos rompíamos las uñas escarbando. Todo estaba claro: la indiferencia de los poderosos, la crueldad del amo, nuestra indefensión pero también la unión que sentíamos entre nosotros, el trabajo embrutecedor, el esfuerzo y las penalidades, el alivio de haber vivido con bien un día más, la felicidad de poder comer y descansar. Pero ahora ya no sé quiénes son mis amigos, quiénes mis enemigos. No sé bien por qué Nyneve dice que Dhuoda es peligrosa, ni me acabo de creer todo eso que cuenta sobre Myrddin. De los belfos de mi caballo salen densas nubes de vapor. La vida es una niebla.

Dice fray Angélico, que ha venido al castillo a cuidar de su prima, que la Duquesa se está dejando arrastrar por el pecado de acidia, que es el vicio de la desesperación y de la abulia por falta de fe en la magnanimidad divina.

– ¡Qué acidia ni qué pecado! Dhuoda está enferma, enferma de tristeza. Tiene un pozo negro dentro del corazón y a veces se le desborda -dice Nyneve.

Sé que Nyneve se compadece de la Dama Blanca, pero al mismo tiempo recela de ella e insiste todos los días en que nos marchemos. Está tan obcecada con la idea, y es tan excesiva en sus reproches, que esta mañana hemos mantenido una agria discusión. La primera desde que nos conocemos.

– Ya no tenemos nada que hacer aquí, Leo. Has leído todos los libros de Dhuoda, has refinado tus modales, has mejorado tu instrucción guerrera, has aprendido a comportarte como una dama…

– No me puedo ir ahora y abandonar a Dhuoda tal como está.

– Este castillo está encantado y la Duquesa es un veneno. No sólo ya no estás aprendiendo nada nuevo, sino que nuestra estancia aquí te está cambiando, te está hiriendo por dentro de una manera que no eres capaz de percibir.

– Eso no es cierto.

– Ya te digo que tú no lo percibes.

– ¡Qué argumento tan simple y tan tramposo! Si o me muestro de acuerdo contigo, entonces es que estoy equivocada y ni siquiera soy capaz de darme cuenta de ello… Qué fácil resulta discutir así: no precisas demostrar tu razón. Pero tendrás que esforzarte más, Nyneve… Ya no soy la pequeña campesina ignorante que conociste.

– Es verdad, ya no lo eres. Entre otras muchas cosas, veo que has aprendido a debatir, y eso me alegra. Pero estás embelesada por Dhuoda y por el mundo de Dhuoda, y en la Duquesa hay mucha oscuridad. Recuerda cómo decapitó a aquel hombre.

– Había intentado asesinarla. Y, además, luego se puso enferma. Está apenada y angustiada por lo que hizo.

– La angustia de la Dama Blanca viene de mucho antes… Viene de sus demonios interiores. Te aseguro que no es la degollina lo que la ha enfermado. ¿O acaso crees que ésa es la única muerte que lleva la Duquesa en su conciencia?

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