– ¡Mi Señora! ¡Brodel! ¡Por favor! ¡Mi Graciosa y Magnánima Dama! ¡Por favor! ¡No prestéis atención a los excesos de nuestro regidor! ¡Él no sabe lo que está diciendo! ¡Es un polemista! ¡Siempre se lo digo! ¡Pero Beauville está a vuestros pies como siempre, mi Señora! ¡Y Brodel también, en cuanto cierre la boca! -farfulló el alcalde, nerviosísimo, frotándose con desesperación sus regordetas manos.
– Contemplad esta ciudad, mi Señora. Somos libres -siguió diciendo Brodel-. Todos los ciudadanos eligen cada año a cien pares. Y estos cien pares eligen a veinticuatro jurados, doce regidores y doce consejeros, y a tres candidatos, entre los que el Rey designa a! alcalde. Los regidores administramos la ciudad y somos el tribunal de primera justicia. Nos comprometemos a no aceptar dinero ni regalos de los litigantes, pero, como somos hombres y, por consiguiente, también tenemos nuestra cuota de maldad, eso a veces sucede. Ahora bien, al regidor que ha aceptado soborno se le arrasa su casa y se le excluye para siempre de los cargos públicos; y al reo que ha sobornado, se le dobla la pena. Con esto quiero deciros que nos esforzamos por hacerlo bien. Que intentamos legislar incluso contra nosotros mismos, es decir, contra aquello de malo que pueda haber en nosotros. Es otra forma de poder, mi Señora. El poder del acuerdo y de las multitudes. Es como lo que sucede en las cofradías. Los nobles poseen sus órdenes de caballería, pero nosotros tenemos nuestras cofradías. En cada ciudad existen decenas, y los hombres se adhieren a ellas por su propia decisión, sin coacciones de ningún tipo. Las cofradías cuidan de los miembros enfermos, sostienen económicamente a las viudas, educan a los huérfanos, defienden a los asociados ante la arbitrariedad del noble. No disponemos de espadas, como los guerreros, pero somos muchos, nos cuidamos los unos a los otros y estamos juntos por nuestra propia voluntad. Y eso nos hace fuertes. Esto que estáis viendo es el verdadero mundo, Duquesa. Dentro de poco, los nobles languidecerán encerrados en sus castillos, como caracoles resecos olvidados en su caparazón.
Hubo un instante de silencio, tenso y ominoso.
– Puedo hacer que te descuarticen mañana -siseó Dhuoda.
– No, no podéis. Y vos lo sabéis. Tendríais que presentar un cargo contra mí lo suficientemente grave, y recurriríamos a la justicia real. Ya no podéis hacer esas cosas…, mí Señora.
– ¡Válganos Dios! ¡Tomemos una limonada! ¡Un poco de sidra! ¡Qué disgusto! -graznó Morand.
Dhuoda cerró los ojos. No quiere estar aquí, pensé; no quiere reconocer que todo esto sucede. Cierra los ojos para borrar el mundo, porque está acostumbrada a que su voluntad dé forma a las cosas. Un instante después, cuando la Dama Blanca alzó de nuevo sus espesas pestañas, su mirada ardía de malicia.
– Hablando de la justicia real, mi querido regidor… -dijo sonriente-. Sin duda conocéis perfectamente las leyes suntuarias del Reino, ¿no es así? Pues bien, yo diría que en esta ciudad no las cumplís…
– ¡Pe… pero! ¡Mi Señora! -se inquietó Morand.
– Vamos a ver, vamos a ver… No las recuerdo muy bien, pero, si no me equivoco, las mujeres de los comerciantes no pueden llevar vestidos multicolores ni listados. Ni pueden usar brocados, terciopelos floreados o tejidos con plata y con oro… Y mirad esta mesa, mi querido regidor, mi querido alcalde… ¿No veo allí un justillo carmesí listado de plata? Digno de una dama, desde luego… Pero ¿no es ésa vuestra esposa, mi querido Morand? Vaya por Dios, qué casualidad. Y qué confusión: mirad aquella otra mujer, con la falda de brocado… Y la de más allá. Cuánto atrevimiento indumentario hay en Beauviíle… Así no hay manera de distinguir al rico del pobre, al criado del amo… Me temo que me veo obligada a exigiros que toméis medidas y que hagáis cumplir las leyes como es debido. Llamad a los alguaciles, alcalde.
Las palabras de la Dama Blanca cayeron sobre Morand como latigazos. Pálido y sudoroso, con la boca abierta y los mofletes temblando, parecía un reo condenado al suplicio. Fue Brodel quien mandó avisar a los alguaciles, puesto que el alcalde no reaccionaba. El regidor se encargó de todo con una sonrisa desafiante y amarga: luego me enteré de que estaba viudo y que, por lo tanto, no tenía esposa a la que desairar. Las demás mujeres de la mesa tuvieron que abandonar el banquete y dirigirse a sus hogares a cambiarse de vestimenta; y los alguaciles recorrieron casa por casa la ciudad requisando todas aquellas prendas que incumplían las leyes suntuarias. Emplearon en semejante menester toda la tarde, y los demás aguardamos sentados a la mesa en un silencio atroz e insoportable del que, sin embargo, Dhuoda parecía disfrutar. Al cabo de un tiempo amargo, cuando el sol ya caía, regresaron los alguaciles con el botín de su triste cosecha: brazadas de vestidos multicolores, sombreros picudos ornados de armiño, capas de terciopelo. Hicieron una pira en mitad de la plaza, untaron el hato con brea y resina y le prendieron fuego. Mientras el humo apestoso se elevaba al cielo, pude escuchar lamentos y exclamaciones airadas. La Duquesa esperó hasta que todo el montón fue una bola de llamas, y luego sonrió graciosa y livianamente:
– Gracias por el almuerzo. Y por la conversación Ha sido un día precioso.
Dicho lo cual se levantó, ligera y danzarina, y se marchó de la plaza con tanta premura que los demás tuvimos que correr para ir tras ella. Así terminó esa jornada nefasta.
Esta mañana, Dhuoda todavía seguía de buen humor. Puertas y ventanas se iban cerrando con violencia a nuestro paso, las gentes con las que nos cruzábamos se volvían ostentosamente y nos daban la espalda, la ciudad entera palpitaba de odio contra nosotros, pero todas estas señales de furor no lograron borrarle la sonrisa. Cuando llegamos al entarimado donde se celebran los espectáculos, nos encontramos a Morand ataviado con un sayo informe, triste y áspero, de color marrón oscuro. Recordando su refulgente indumentaria de los pasados días, se me escapó la risa.
– Por todos los Santos, se ha vestido de pobre… Verdaderamente es un gran necio. Con todas sus ideas raras, Brodel es mucho más inteligente y más sensato -le dije a Dhuoda, confiando en su alegre talante.
Pero la Duquesa me lanzó una mirada tan severa que la percibí como una bofetada y el rubor se me subió de golpe a las mejillas:
– Qué estupidez, Leo. Brodel es nuestro enemigo. Un individuo infame y peligroso. Y sin duda Morand es más inteligente, puesto que conoce mejor cuál es su lugar y cuáles son las reglas del mundo.
Entonces Dhuoda comenzó a comportarse con el amedrentado alcalde con todo el encanto que ella es capaz de desplegar. Que sin duda es enorme. Le cogió del brazo, le susurró secretos al oído, escuchó sus tartamudeantes palabras como si de verdad le interesaran. El gordinflón Morand se mostró primero asombrado, luego receloso, más tarde confiado y después encantado. Tan encantado, de hecho, que empezó a pavonearse y a charlar por los codos largas parrafadas exclamativas. Hasta que la Duquesa se cansó del juego y súbitamente decidió volver a ignorarle por completo. Así estamos ahora, terminando el banquete de despedida, con un alcalde más desconcertado y nervioso que nunca, con un Brodel pálido y tenso, con un puñado de taciturnos y silenciosos regidores. La gran mesa está casi vacía: hoy no se han presentado ni los comerciantes principales ni ninguna de las mujeres. Estoy harta de Beauville y de las malditas fiestas de Beauville. Por fortuna, esta tortura acabará en breve: hoy es la última jornada y mañana nos vamos.
Acaba de aparecer un joven criado en busca de Morand. El alcalde se levanta pesadamente de su asiento y se aleja unos pasos. Escucha el mensaje con interés y luego regresa a un trote retemblón, con el rostro iluminado de alegría:
– ¡Mi Señora! ¡Acaba de llegar a Beauville una emisaria de la reina Leonor! ¡Su Majestad se ha enterado de que vos estabais en la ciudad y os envía sus saludos y un hermoso presente!
Ahora entiendo su júbilo: el pobre necio todavía espera poder enderezar nuestra calamitosa estancia.
– ¿Y cómo sabéis que es hermoso, si ni siquiera lo habéis visto? -contesta Dhuoda con altivez.
– ¡Mi Dama…! ¡No sé…! ¡Yo espero…! ¡Yo supongo…! ¡Es un regalo de la Reina!
– Es hermoso, mi Señora, os lo aseguro -dice una voz de mujer.
La enviada real es una dama de edad, alta y delgada. Le acompañan dos criados ricamente vestidos. Entre ambos traen, sujeto con dos varas, un pequeño arcón de madera estofada en oro que parece muy pesado. Lo depositan cuidadosamente en el suelo ante Dhuoda.
– Duquesa, soy Clara de Herring, dama de la Reina. Su Majestad os manda saludos y este pequeño obsequio en muestra de su afecto -dice la mujer, haciendo una reverencia cortés.
Después se inclina hacia delante y levanta la tapa del cofre. Dentro hay lo que parece ser una prenda de vestir pulcramente doblada. Es un tejido maravilloso, un terciopelo tan jugoso y verde como el liquen de un río, todo bordado en plata con pequeños pájaros de abultado pecho que parecen a punto de volar.
– ¡Qué bello! -exclama Dhuoda, generalmente tan parca en los elogios.
– Treinta bordadoras, ¡as mejores de la comarca, han tardado más de un mes en terminarla. Es una capa, mí Señora…
La Duquesa se inclina hacia delante y alarga la mano.
– ¡Esperad! ¡No la toquéis! -grita Nyneve.
La Dama Blanca se detiene y mira a mi amiga enarcando las cejas, a medio camino entre la sorpresa y la irritación.
– Fijaos en el interior del arcón… Está revestido de plomo. ¿No os resulta extraño?… Pedidle a la enviada que se pruebe la capa -dice Nyneve.
– ¡Duquesa! Yo… Yo no osaría jamás hacer tal cosa… Es vuestro presente… Yo no soy digna de una prenda así… -dice la dama con evidente nerviosismo.
Pero el rostro de Dhuoda se ha petrificado en un gesto sombrío. La conozco cuando se pone así. Y me da miedo.
– Poneos la capa.
– Mi Señora, no debo… Y si os la mancho, y si… La Reina me mataría, lo sé.
– Poneos la capa o seré yo misma quien os mate. Y os aseguro que hablo en serio.
El silencio es tan absoluto que se escucha el silbido del viento y el tremolar de los estandartes de la lejana muralla. La dama está pálida como la cera y suda copiosamente, aunque el tiempo ha mudado y la tarde se ha puesto desagradable y fresca.
– Pero…
– ¡Hacedlo!
La mujer traga saliva, se inclina sobre el cofre y saca la capa con cuidado, sosteniéndola entre dos dedos. Extendida es aún más hermosa, una espléndida prenda de amplios vuelos. La dama se la echa sobre los hombros.