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– ¡Mi ilustrísima Dama! ¡Estamos tan contentos! ¡Tan entusiasmados! ¡Nos sentimos tan agradecidos por vuestra presencia! ¡Las festividades de la humilde pero noble ciudad de Beauviile serán mucho más luminosas gracias a vos! ¡Tenemos todo preparado para recibiros! ¡La ciudad os aguarda! ¡El pueblo os admira!

El alcalde sigue baboseando sus halagos, con la nerviosa aquiescencia del vistoso y engalanado coro de comerciantes ilustres que le rodea. Morand parece tener la fastidiosa costumbre de convertir todas sus frases en exclamaciones; y con cada uno de sus altisonantes trompeteos, noto aumentar peligrosamente junto a mí la furia de Dhuoda. Tampoco Brodel parece muy feliz: frunce el ceño y da pequeños pasitos encogido sobre sí mismo, como si pisara carbones al rojo.

– Está bien, maese Morand. Creo que la Duque sa ya se ha enterado de que la amamos -gruñe al fin el regidor con voz rasposa-. Probablemente prefiera desmontar, descansar y refrescarse después del largo viaje.

– ¡Por supuesto! ¡Imprudente de mí! ¡Corro raudo a conduciros a vuestros aposentos! ¡Os he alojado en mi propia casa! ¡Humilde pero confortable! ¡Todo está dispuesto, mi Señora!

Aguanto las ganas de reír: la servil estupidez de Morand me parece chistosa. Si Dhuoda no estalla, creo que los tres días que vamos a pasar en Beauviile pueden terminar siendo divertidos. Brodel da la mano a la Duquesa para ayudarla a bajar del palafrén y ella desciende blanca y alada, como una reina. Todos la observan embobados. Todos menos el pequeño Brodel, que parece ser el más inteligente, el más austero. Y que sonríe educadamente a la Da ma Blanca, mientras en sus ojillos relampaguea, y creo que no me equivoco al percibirlo, un profundo desprecio y un odio intenso.

Han adornado las calles de Beauville para las fiestas cubriéndolas de pétalos de flores.

– ¡Nosotros también tenemos ricas alfombras, mi Señora! ¡Maravillosas alfombras florales! -alardea untuosamente el gordo Morand-. ¡Y nuestras casas son tan altas como vuestros castillos!

– Pero vivís apiñados como puercos dentro de ellas -contesta Dhuoda con desdén.

Tiene razón el alcalde: es como si las ciudades compitieran absurdamente con el modo de vida de los nobles. Y también tiene razón la Dama Blanca: nunca alcanzarán la exquisitez que ella posee. Los burgueses han puesto baldaquinos, han levantado estrados para los espectáculos, han organizado banquetes formidables. Pero cualquier refrigerio de diario de la Duquesa es más refinado que todas sus comilonas. Hemos visto bailes, autos sacramentales, juegos de cucaña, competencias de arco, concursos de versos entre juglares, peleas de animales, exhibiciones musicales, saltimbanquis, cómicos y malabaristas. Es como si, presos de un orgullo loco y pueril, los burgueses se hubieran propuesto deslumbrar a la Duquesa. Pero la Dama Blanca les desprecia y no se molesta en ocultarlo. De hecho, el resquemor ha ido creciendo día tras día, y las fiestas están terminando de un modo lastimoso.

El banquete de ayer fue especialmente catastrófico. Los ágapes oficiales se celebran al aire libre, en unas grandes mesas entoldadas que han dispuesto en la Plaza Nueva. Beauville es un municipio inquieto y joven y ha cambiado la fisonomía de sus calles. Ahora el centro de la ciudad ya no es la plaza de la iglesia, como ocurría antes y como siempre ha sucedido en todos los pueblos, sino una zona cuadrangular donde antaño se celebraba el mercado y que ahora ha sido adecentada y rodeada de construcciones nuevas con soportales llenos de tiendas. Por ahí empezó la trifulca, precisamente. Y el culpable fue el coadjutor de la parroquia, el clérigo Ferrán, un hombre petulante y Heno de agravios, que sacó ácidamente el tema a colación:

– Ya veis, mi Señora, adonde nos llevan estas modernidades… Mis convecinos parecen preferir esta Plaza Nueva a la espiritualidad y el amparo de nuestra hermosa iglesia… Han sustituido a Dios por el comercio.

– No exageréis, mi querido coadjutor… La iglesia sigue siendo el edificio principal de Beauville, y Dios sigue siendo nuestro único guía. Pero podemos honrar a Dios también en esta plaza, porque siempre le llevamos en nuestros corazones -contestó el pequeño Brodel.

– Permitidme que dude de vuestro sentido religioso, porque no se puede servir al mismo tiempo a Dios y al Diablo. De todos es sabido que la Iglesia ha prohibido la usura a los cristianos y que el comercio es una actividad pecaminosa e indecente -se picó el clérigo-. Recordad que Jesús sacó a los mercaderes del templo a latigazos… Y tanto las Sagradas Escrituras como los Doctores de la Iglesia condenan de manera inequívoca el sucio trato mercantil. «Negociar es un mal en sí», decía San Agustín. Y San Jerónimo dijo: «El comerciante pocas veces o jamás puede complacer a Dios».

– No tanto, Padre, con vuestro permiso -terció Nyneve-. Precisamente acaba de llegar a los altares San Omobono, que era un mercader de Cremona. Ya veis, siendo comerciante también se puede alcanzar la santidad.

– Y sobre todo se pueden alcanzar las benditas arcas de la Iglesia… -dijo Brodel-. Como bien sabéis, padre Ferrán, los comerciantes de Beauville damos mucho dinero para la Santa Madre Iglesia.

– Pero ¿qué me decís, maese Brodel? -volvió a intervenir Nyneve con un aire de inocencia que me hizo temer lo peor-. ¿Entonces los mercaderes compran con su dinero el perdón de sus pecados? Dicho de otro modo, ¿entonces la Iglesia también comercia, puesto que vende sus indulgencias?

El coadjutor enrojeció y apretó las mandíbulas con gesto iracundo. Brodel se apresuró a proseguir antes de que el cura hablase:

– Habréis de reconocer que el comercio ha traído cosas buenas. Los mercaderes leemos y escribimos, hablamos lenguas… Por nuestra influencia, en los tratos comunes se ha cambiado de la numeración romana a la arábiga' que es mucho más sencilla y práctica. Y hemos abierto numerosas escuelas laicas, donde se enseñan saberes tan necesarios para la vida cotidiana como son las cuentas, o escribir de manera legible y sencilla…

– ¡Sí, esa abominación de la escritura mercantes-cal -bramó el clérigo-. No sólo es una zafia y empobrecedora manera de escribir que no resiste comparación alguna con la belleza de la caligrafía carolingia, sino que, además, la popularización de esa mala escritura entre gente plebeya y sin fundamento no hace sino pavimentar el camino para el Maligno. ¿No os dais cuenta, maese Brodel, de que todos estos cambios que vos consideráis avances no son más que perversiones demoníacas, las pústulas visibles de una honda enfermedad espiritual? ¿No advertís cuan grave y peligroso puede ser poner ciertos conocimientos, aunque sean espurios y mediocres, al alcance de la plebe sin formar?

– ¿Y cómo se va a formar la plebe sí jamás se le permite el acceso a ningún conocimiento? -contestó Brodel con una voz contenida en la que vibraba un filo de ira.

– ¡Mi querido coadjutor! ¡No es cuestión de discutir! ¡Las cosas tampoco están tan mal como decís! -dijo, o más bien trompeteó, el redondo Morand-. ¡Vos tenéis vuestro hermoso latín para hablar con Dios y para tratar de los asuntos elevados! ¡Asuntos que nosotros, humildes comerciantes, no entendemos ni osamos entender! ¡Pero qué mal puede haber en apuntar la compra de una partida de paños con la escritura mercantesca! ¡Es sólo una herramienta! ¡Para simplificar la vida de las gentes comunes! ¡Es como lo de empezar el año en Pascua! ¡Es muy complicado, mi querido coadjutor! ¡Un verdadero lío! ¡Que si comienza a finales de marzo, que si comienza en abril, dependiendo de cuando caiga Pascua! ¡Así no hay manera ordenada de llevar los negocios! ¡Qué daño haría empezar siempre el año en el mismo día! ¡Hay quienes dicen que sería mucho mejor comenzarlo el uno de enero! ¡En la fecha gloriosa de la Circuncisión del Salvador!

– No decís más que barbaridades y blasfemias -barbotó Ferrán.

– Serenaos, por favor -intervino el regidor-. En cualquier caso, el problema no es el comercio, sino los excesos. Y para evitar los excesos existen las leyes comerciales. Sabéis bien que está prohibida la innovación de instrumentos y técnicas, para que nadie tenga ventaja sobre su oponente; la venta de artículos por debajo del precio fijado; el trabajo nocturno con luz artificial; el empleo de aprendices innecesarios; el elogio de las propias mercancías en detrimento de las de los demás, así como anunciar los artículos que uno vende mientras el comprador se encuentre en otra tienda…

– Por eso tenéis esas enseñas tan ridiculamente grandes en todos los comercios -dijo Dhuoda-. Contemplad esta plaza: encima de las puertas de las tiendas cuelgan zapatos de latón del tamaño de un hombre, panes en madera pintada tan desmesurados como ruedas de molino, martillos de hojalata hechos a la medida de un gigante. Apenas se puede caminar por vuestras estrechas y sucias calles con el abarrote de todas esas figuras recortadas… Sería mejor que permitierais que los vendedores vocearan sus mercancías. Por otra parte, eso es lo que hacen de todas formas: además de colgar sus distintivos, vocean. Vuestras famosas leyes son transgredidas a todas horas. Pero, naturalmente, qué se puede esperar de la ley de un plebeyo.

Brodel palideció:

– Sí, es verdad. Hacemos leyes que luego algunos incumplen. Pero gracias a esas leyes podemos aspirar a ser mejores. Los plebeyos sabemos que los hombres pueden ser buenos y malos. Todos los hombres. Y acordamos libremente normas de funcionamiento, e intentamos respetarlas, para potenciar nuestras virtudes y vigilar nuestras debilidades. Somos como el agua: necesitamos canalizarnos, para poder regar fructíferamente los campos y no derramarnos inútilmente. Los nobles, en cambio, se consideran por encima de toda norma. Creen encontrarse fuera del Bien y del Mal. Nadie puede juzgarles, y ellos a sí mismos no se juzgan. Habláis de las leyes de los plebeyos…, pero las leyes que los nobles dictan despóticamente sólo son un resultado de sus caprichos. Y sus veredictos son intocables e inapelables.

– Es natural que lo sean, porque nuestra autoridad emana de Dios. Si Dios hubiera querido que los plebeyos mandaran, no os habría creado plebeyos, sino nobles. Esto es algo tan evidente que no sé cómo os atrevéis siquiera a discutirlo -dijo Dhuoda mordiendo las palabras.

– Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Al hombre en singular, que es como decir a todos los hombres. Que yo sepa, no creó a un duque y luego a un siervo. Todos somos iguales a los ojos del Señor, ése es el mensaje de Jesucristo.

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