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– ¿Cómo que desde cuándo? Desde siempre, desde que trajo al mundo a Nuestro Señor.

– Naturalmente, sí, naturalmente… Pero ¿no es verdad que la Santísima Virgen apenas ocupaba antes lugar en los cultos? ¿No es cierto que ha sido justamente en los últimos tiempos cuando se ha reconocido oficialmente su preeminencia, y cuando han empezado a construirse las nuevas y hermosas catedrales consagradas a Nuestra Dama?

Los hermosos ojos del fraile relampaguean.

– Es verdad que los últimos concilios han tratado de manera especial la figura de la Virgen María… Pero ¿qué queréis indicar con esto, mi obcecado Nyne? ¿Acaso sugerís que la Santa Iglesia está promoviendo el culto de la Madre del Señor como respuesta a esa insensata y minúscula moda de los juegos cortesanos de las damas?

– No sugiero nada, fray Angélico. Sólo pienso que, como dice mi señora Dhuoda, los tiempos están cambiando, y los seres humanos empiezan a tener cierta valía por sí mismos, independientemente de su sexo y de su condición en el mundo: mirad a los hombres libres, a los burgueses…

– ¡Ah! Eso sí que no es un avance. Esos plebeyos que se creen con derechos… No son más que campesinos encerrados entre murallas -interviene apasionadamente la Duquesa.

Nyneve hace una cortés inclinación de cabeza hacia Dhuoda:

– No es mi deseo llevar la contraria a una anfitriona tan encantadora y tan magnánima… Pero, en fin, en cualquier caso coincidiréis conmigo, Duquesa, en que hoy las mujeres parecen ocupar posiciones de mayor rango.

– Y aunque fuera así, que por cierto no lo es -interviene fray Angélico-. Pero, aunque fuera tal como decís, y Nuestra Madre Iglesia estuviera intentando dar cabida en su amplio seno a esos nuevos sentimientos que aseguráis que tienen sus feligreses, ¿no sería esto algo bueno? ¿No sería la prueba de que la Iglesia está viva y se mueve con las necesidades de su rebaño? ¿Cómo podéis censurar a la Iglesia al mismo tiempo por estar anticuada y por cambiar demasiado?

– Es verdad eso que contáis de las mujeres, querido Nyne -tercia la Dama Blanca -. He oído hablar de esa nueva secta llamada de los tejedores…, dicen que los condes de Tolosa se han convertido a ella… Al parecer, aseguran que el infierno no existe y que tenemos derecho a ser felices. Y entre ellos, las mujeres tienen tanta preeminencia como los hombres. A lo mejor yo también me convierto.

El rostro de fray Angélico se crispa.

– Dhuoda, no sabes de lo que estás hablando… Esos tejedores o cátaros son unos seres endemoniados y muy peligrosos. Están organizando una verdadera Iglesia paralela, la Iglesia del Diablo, porque sostienen que Dios y el Diablo poseen el mismo poder. Tienen el alma tan sombría como sus ropas, pues siempre visten de negro. No juegues con las ideas heréticas, prima mía, pecas de ligereza. Porque sé bien que sólo es un juego para ti. Tú nunca te aliarías con los cátaros.

– ¿Ah no? ¿Y por qué no? -dice Dhuoda, retadora.

– Porque tú siempre estás con el poder. Tú eres el poder. Y ellos van a perder.

La Dama Blanca se echa a reír.

– Ahí te doy la razón, primo. Sin duda nos conocemos bien. Pero basta ya de temas tristes y serios. Que pasen los acróbatas. Y que sirvan los postres.

Los criados aparecen con nuevas fuentes: barquillos de moras, frutos secos del Garona, confituras dulcísimas. Con ellos ha entrado un pequeño grupo de malabaristas y saltimbanquis. Arrojan al aire bolas pintadas con purpurina de oro y hacen maravillosas contorsiones sin que las esferas se les caigan al suelo. A la luz de las antorchas, el efecto es fantástico: las bolas echan chispas en la penumbra y parecen flotar o volar por sí solas. Cuando acaba el número, uno de los acróbatas, el de mayor edad, coge una vihuela y se acerca a la mesa.

– Mi hermosa Señora, mis Señores, ruego vuestro permiso para contaros la historia más extraordinaria que jamás he escuchado, Se trata de la historia del Rey Transparente.

Nyneve, a mi lado, da un respingo.

– Sucedió hace muchos años en un reino lejano. Era un reino más o menos feliz, tan dichoso como pueda serlo el incierto destino de los humanos. Cuando menos, llevaban tantos años de paz que no recordaban ninguna guerra, y eran gobernados por un rey tranquilo, hijo, nieto y bisnieto de otros reyes tranquilos que lograron morir de viejos y en el lecho. Pero nuestro monarca tenía un problema, y era que…

Nyneve está de pie: la miro extrañada, porque no sé si quiete decir algo, o interrumpir el relato, o arrojarse sobre el hombre. Súbitamente, un estruendo infernal explota en mis oídos. Me vuelvo hacía el acróbata, peto ya no está. Es decir, no está en pie, sino sepultado bajo la gran lámpara central de la sala, una corona de hierro donde se sujetan cuatro hachones. Todo el artefacto, más la pesada cadena que lo sustenta, se ha desplomado sobre el trovero. Sus compañeros gritan, lloran y se afanan, junto con los criados, en sacar el cuerpo destro2ado de debajo de la trampa metálica. Dhuoda está indignada.

– ¿Quién prendió esos hachones, quién ajustó la lámpara? ¡Qué servidumbre tan inútil!

Y, contemplando la carne rota y ensangrentada del acróbata, la Duquesa arruga con desagrado su blanca naricilla y remata:

– Bendito sea Dios, se nos podría haber caído encima a cualquiera. En fin, menos mal que no ha ocurrido nada.

El castillo de la Dama Blanca es un laberinto. Llevo meses aquí y aún no he conseguido Ilegal a la puerta de entrada. Ayer me di cuenta de que no sé cómo se sale. Se lo dije a Dhuoda mientras jugábamos al ajedrez.

– Me siento prisionero.

– ¿De veras? Creí que eras mi huésped bien amado y que estabas disfrutando de mi hospitalidad…

Es verdad. Los días se deslizan unos detrás de otros fácil y felizmente, espléndidos días sin hambre, sin frío, sin trabajos, días carentes de pasado, como si todo formara parte de un hermoso sueño. Este es un lugar mágico que te hace olvidar que antes has sido otra: cuan rápido se acostumbra una a la abundancia. Deambulo a mi aire por las salas, por los salones y los pasadizos de la ciudadela, y a veces me acompaña alguno de los perros de la Duquesa. Tiene muchos, tal vez medía docena, todos de pelaje blanco como la nieve. Son perros refinados y de gustos nobles, y viven una vida mucho más opulenta de la que jamás viví yo, cuando era Leola la campesina; o de la que vivieron mis padres, o los padres de los padres de mis padres.

– Tenéis razón, mi Dama, y no quisiera parecer desagradecido… Estoy disfrutando mucho de mi estancia aquí. Lo que sucede es que me he dado cuenta de que no sé salir.

– No te preocupes, Leo… Si desearas marcharte de verdad, encontrarías la puerta…

Debe de ser cierto: no quiero marcharme. El castillo es un mundo en sí mismo, el mejor mundo que jamás he conocido. Posee patio de armas, explanadas de entrenamiento y juegos, jardines interiores. Cada zona del castillo muestra un color determinado en las enseñas y las tapicerías. Los pajes adscritos a cada sector llevan un jubón de la misma tonalidad, y sólo conocen bien el fragmento de la fortaleza que les corresponde. Para ir desde el aposento donde dormimos Nyneve y yo, en lo alto de una estrecha torre redonda, a la biblioteca, hay que pasar tres demarcaciones, y los pajes que te guían te van entregando en la frontera de cada zona al paje siguiente. He intentado recorrer el castillo por mí misma, pero siempre me pierdo. Cuando creo que voy a llegar al gran patio de armas, doy con un pequeño y recoleto jardincillo en el que nunca había estado; y cuando pienso que estoy subiendo las escaleras que llevan a mi cuarto, termino en una almena sin salida. Los sirvientes me han contado que esta fantasía, esta extravagancia pétrea, es obra del abuelo de Puño de Hierro, un hombre viejo y poderoso que se enamoró de una chiquilla de doce años y construyó este castillo para que la niña no supiera cómo escaparse. Una vez terminada la edificación, el maestro constructor que la había diseñado fue decapitado: de ese modo silenciaba el secreto de sus planos para siempre.

Todas las mañanas me entreno y recupero forma en el patio de armas. A veces combato contra sir Wolf, a veces contra el capitán de la guardia de la Duquesa Blanca. Luego me escondo en algún rincón de los jardines y disfruto de los libros de Dhuoda. Con Nyneve he leído El Libro de los Monstruos, un compendio de la obra latina de un tal Plinio, que es un sabio del tiempo antiguo, traducido a nuestra lengua. Es un libro increíble en el que cabe el mundo. Por él me he enterado de que hay confines remotos en los que existen hombres con una sola pierna, y con el pie tan grande que lo usan para taparse el sol. Y también hay seres que carecen de boca, y que se alimentan oliendo la comida. Nunca pensé que la Tierra fuera un lugar con tantas maravillas.

– No deberías creerte todo lo que lees -me aconseja Nyneve.

– ¡Pero si tú me has dicho que el saber está en los libros!

– Sí, pero ni siquiera el saber es del todo fiable… Hay que aprender a distinguir.

Pero a Plinio le creo. Cuenta que al Norte de todo está un lugar muy parecido al Paraíso. Me he aprendido sus palabras de memoria: «Se cree que allá se encuentran los goznes del mundo. Es una zona templada de agradable temperatura, exenta de todo tipo de viento nocivo. Toda discordia y sufrimiento son desconocidos para sus pobladores. La muerte no les sobreviene sino por estar hartos de vivir». Él dice que ésa es la tierra de los hiperbóreos, pero un lugar cálido y eterno en el Norte frío, ¿qué otra cosa puede ser, sino Avalon? La isla de la que hablaba mi Jacques, el lugar de la dulzura y la belleza, existe en algún lugar y nos espera. Y también dice Plinio: «Dios significa para un mortal ayudar a otro mortal, y ése es el camino para la gloria eterna». Y este Dios me gusta, le comprendo. Es mejor que el Dios del santo Job, como decía la Duquesa el otro día. Todos estos libros, lo noto, me están cambiando por dentro. Yo no podía imaginarme que esto de leer era como vivir.

También he leído, por mí sola, El Caballero de la Carreta, de Chrétien de Troyes, una obra maravillosa que cuenta las aventuras de la hermosa reina Ginebra y del gentil Lanzarote. Y lo que más me emociona es que Dhuoda asegura conocer personalmente al gran Chrétien:

– Vive en la corte de la reina Leonor. Iremos a Poitiers para el Gran Torneo y te lo presentaré.

A veces pienso que la Dama Blanca me promete estos viajes para aliviar mi encierro. Porque soy feliz, pero siento crecer en mi interior una extraña inquietud, como un huevecillo que va gestando su pollo. La primavera explota en los jardines del castillo y me hace hervir la sangre. No quiero irme y al mismo tiempo tampoco quiero quedarme.

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