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A la mesa está sir Wolf, a quien no había vuelto a ver desde la contienda. Le encuentro muy desmejorado e incluso un poco encorvado sobre el costado que le tajé, como si le doliera enderezarse. Le he reconocido por su nariz un poco ganchuda, sus ojos amarillentos, su rostro cuadrado y obstinado, como de ave rapaz. Me saluda con una especie de gruñido, pero tengo la sensación de que, tras casi haberlo matado, me tiene cierto aprecio. A su lado hay un hombre de unos treinta años. Un religioso. Es alto y musculoso, con los hombros anchos y la reciedumbre de un guerrero; pero posee una delicada cabeza almendrada, más pequeña que lo que su cuerpo parecería exigir. Su cráneo está cubierto de una fina capa de rizos apretados, menudos y muy negros; su barba, igualmente rizosa, está muy recortada y bien cuidada. Tiene los labios gruesos, la nariz recta, unos grandes ojos soñadores y oscuros, sombreados por larguísimas pestañas. Lleva un forro de piel de zorro que asoma por el cuello y por las mangas, y encima un hábito frailuno de hechura perfecta y rico paño de lana. Es un varón muy hermoso.

– Bien, me alegra comprobar que todos los heridos ya están lo suficientemente recuperados como para sentarse a mi mesa -dice Dhuoda alegremente-. A sir Wolf ya lo conocéis. En cuanto a fray Angélico, es mi primo, además de una de las águilas de la Iglesia. Cuidaros de la dulzura de su rostro, porque es inteligente, inflexible e influyente. Ellos son Leo y Nyne.

– A fe mía que son nombres breves… y no se puede decir que ofrezcan mucha información sobre vuestra procedencia… -contesta el fraile con suave y socarrona voz.

– Son invitados míos y con eso te basta, primo.

– Y, además, yo atestiguo que el caballero Leo sabe combatir con honor y fiereza -interviene sir Wolf con gallardía.

– Por supuesto, por supuesto… Nunca lo he dudado. Además, me gustan los misterios.

El fraile me mira y un chispazo de sonrisa le enciende la barba. Parece encantador. Yo también le sonrío. Luego recuerdo que soy un caballero y recompongo el gesto. Leola, ten cuidado; los varones atractivos son un peligro. Por fortuna, es un fraile.

Los criados van trayendo platos y más platos deliciosos: puerros tiernos con avefrías, pasteles de alondra, cerdo relleno. Crecí sin saber que se podían degustar cosas tan exquisitas como todas las que estoy probando en este castillo. Comemos con avidez y gula, mientras el hipocrás nos endulza la garganta y el corazón.

– Mi primo llegará a Papa, os lo aseguro…

– Dhuoda, por favor… -le reconviene graciosamente fray Angélico.

– Por lo pronto, es el asistente y consejero más preciado de Bernardo de Claraval, ya sabéis, el gran Bernardo.

– Le llaman el Doctor Melifluo, por su verbo dulce y maravilloso. Dicen que es un santo -interviene sir Wolf con la barbilla brillante de grasa.

– Un santo que predica la muerte, curiosamente. Ha sido el gran impulsor de las órdenes militares y sus encendidos y elocuentes sermones han originado las grandes matanzas de las cruzadas. Más que de miel, sus palabras parecen ser de afilado acero -dice Nyneve.

Todo el mundo la contempla con extrañeza. Incluso yo misma. ¿Acaso las órdenes militares no son unas instituciones nobilísimas, el mejor ejemplo del honor y el servicio caballeresco? Y en cuanto a los muertos, ¿no es justa la guerra cuando es contra el infiel?

– Son los enemigos de Cristo, los enemigos de nuestro mundo. Es la guerra, una guerra santa -dice precisamente sir Wolf.

– Bueno, la verdad es que cuando Godofredo de Bouillon entró en Jerusalén, no se detuvo a preguntar cuáles eran las creencias de sus habitantes. En la carnicería que organizó murieron musulmanes, judíos y cristianos orientales. Sí, también cristianos. Y niños, y mujeres. Murieron todos -insiste mi amiga.

– Cuando Godofredo de Bouillon entró en Jerusalén, el gran Bernardo de Claraval apenas sería un niño de diez años. Poco pudo predicar esa gesta que vos llamáis carnicería -dice fray Angélico con rápida dureza. Y luego prosigue endulzando el tono-: Mi buen amigo Nyne, es cierto que el dolor humano repugna al alma cristiana… El monje es precisamente is qui luget, el que llora por los pecados de los hombres. Y estoy dispuesto a concederos que tal vez en el fragor de la contienda se cometieran excesos. Pero no es menos cierto que nos encontramos inmersos en una gran batalla del Bien contra el Mal, de la Cristiandad contra el infiel. Estamos ante un enemigo poderoso y terrible que ansia exterminarnos. Un enemigo que carece de compasión, os lo aseguro. ¿Recordáis a aquellos pobres desgraciados que se dejaron entusiasmar por la prédica del pastorcillo de Vendóme? ¿Aquella cruzada llamada de los Niños? Acabo de enterarme de que, tras sufrir grandes calamidades, los peregrinos llegaron a Marsella, como tenían previsto; pero allí los truhanes con los que viajaban, en connivencia con los infieles, les subieron, engañados, en los barcos de los traficantes de esclavos, a quienes los habían vendido. Las pobres criaturas creían que se dirigían hacia Tierra Santa, pero en realidad las llevaron a los harenes y burdeles de Egipto,

Una opresión en el pecho que me impide respirar. Guy, el pobre Guy. Y el Maestro. ¿Qué habrá sido de ellos? Y todos aquellos muchachitos y muchachitas, toda esa juventud entusiasmada… Ahora recuerdo con vividez a aquellos personajes de extraña catadura que les acompañaban. Lobos que pastoreaban a los corderos. Imagino a los niños en sus manos y siento náuseas.

– Y luego están, como seguramente sabéis, los terribles monjes militares del Islam… Los ashashin. Son tan peligrosos y crueles que la palabra asesino, que ahora ya empleamos de modo habitual en la lengua popular, la hemos aprendido de su nombre… Sólo deben obediencia a su Gran Maestre, el Viejo de la Montaña, y viven en inaccesibles fortalezas que ellos llaman ribbats y que, en alguna heroica ocasión, han sido tomadas y ocupadas por caballeros templarios… Su ferocidad es tal que están obligados por juramento a no abandonar ningún combate mientras el número de sus enemigos no les supere por más de siete a uno… Nuestros templarios, que son los más aguerridos de entre todos los caballeros cristianos, sólo están juramentados para resistir hasta cuatro contrincantes. Claro que los ashashin se ayudan del hashis, una sustancia intoxicante que ingieren momentos antes de la batalla… Como veréis, mi apreciado Nyne, necesitamos órdenes militares para luchar contra estos demonios. Además, ¿no creéis que la cruzada posee el beneficio añadido de ofrecer un objetivo de gloria a los jóvenes caballeros? Sin eso, nuestros caminos estarían llenos de guerreros segundones y turbulentos, de iuvenes airados buscándose la vida y organizando contiendas contra sus propios hermanos. Y os ruego que me perdonéis, si por ventura ése es vuestro caso.

– No hay ofensa, mi querido fray Angélico. Tenéis mucha razón en lo que decís, y yo no dudo de la brutalidad y la miseria de los hombres. Pero a veces pienso que tal vez podríamos relacionarnos de otra maneta con los infieles, quienes, por cierto, consideran que los infieles somos nosotros. Sabed que no todo el mundo está a favor del enfrentamiento y de la muerte. Escuchad estos versos:

Mi corazón lo contiene todo.

Una pradera donde pastan las gacelas,

un convento de monjes cristianos,

un templo para ídolos,

la Kaaba del peregrino,

los rollos de la Torah

y el libro del Corán.

"Decidme, fray Angélico, ¿qué os parecen?

– Interesantes y heréticos. ¿De quién son?

– Del poeta sufí Ibn Arabi.

– De un infiel, desde luego.

– De alguien con el alma lo suficientemente grande como para querer que quepamos todos dentro de ella.

– Sois un extraño escudero, mi querido Nyne…, más me parecéis un estudioso, un polemista… Y tenéis unas ideas peligrosas. Hemos quemado a más de un hereje por causas menores…

– ¿Hemos, fray Angélico? -intervengo yo, apenada e inquieta-. ¿Queréis decir que vos mismo habéis participado en alguno de esos procesos?

Cierro la boca, asustada de mi propio atrevimiento. Estaba dispuesta a no decir nada en toda la noche, porque no me siento segura de mí misma en este ambiente. Pero me incomoda imaginar a este hombre tan hermoso encendiendo una pira. El fraile me mira con sus penetrantes ojos y vuelve a sonreír con suavidad.

– Ya he dicho que el dolor humano repugna al alma cristiana. Habló de la doctrina de la Iglesia…

– Os estáis poniendo muy aburridos con esta discusión, primo -dice Dhuoda con gracejo liviano-. Y, además, es verdad que la Iglesia está quedándose anticuada.

– Mi Señora… -se escandaliza el pobre sir Wolf, que empieza a parecerme un alma simple.

– Sí, sí, muy anticuada. Pero ¿acaso no os dais cuenta de lo mucho que están cambiando las cosas, sir Wolf? Sin embargo, ¡a Iglesia sigue igual, empeñada en repetir que hemos venido a este mundo a sufrir y poniendo al santo Job como ejemplo perfecto de la vida cristiana…, ese santo Job lleno de llagas y de calamidades que se revuelca en el estiércol… Pero ¿quién quiere sufrir? Yo desde luego no. ¿Y por qué va a ser pecado la felicidad? ¿Por qué no va a poder entrar en el Cielo alguien que ha sido feliz?

– Claro que puede, Dhuoda. Los santos son felices en su renuncia y en su…

– ¡No hablo de eso, primo! Hablo de los placeres de la vida. Hablo de los bellos ideales de las damas y del amor cortés… Las mujeres estamos haciendo del mundo un lugar más hermoso… Gracias al empuje de las damas existen los torneos… ¿Y no son mejores y más caballerescos los torneos que las guerras? Pues a pesar de ello, la Iglesia los prohíbe. Gracias a las damas hay poesía y los libros han salido de los monasterios. Hoy los guerreros nos aman y nos reverencian, y para hacerse dignos de nosotras han abandonado sus costumbres bárbaras. Hoy un buen caballero no sólo tiene que ser un buen combatiente en el campo de justas, sino que, además, debe saber leer, y cantar versos, y lavarse y cortarse el pelo, y llevar las añas limpias, y no enjugarse la grasa de los dedos en la camisa…

Sir Wolf se ruboriza y esconde sus manazas bajo la mesa.

– Hoy el mundo es un lugar más bello y más amable gracias a nosotras, pero ¿acaso la Iglesia nos lo reconoce?

– MÍ querida prima, justamente la Iglesia venera a la Primera Dama, a la Madre Amantísima, a Nuestra Dama la Virgen María…

– Ah, sí…, menos mal que la Virgen María nos ampara-interviene Nyneve-. Decidme, fray Angélico, vos sin duda sois Doctor en Teología y sabéis mucho… ¿Desde cuándo se venera a Nuestra Santa Madre?

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