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Lo dice con orgullo, escupiendo las palabras. Pero yo no entiendo por qué se enorgullece de matar y ser muerto sin sentido, por una mera baladronada sobre el cruce de un puente.

Miro a la Dama, esperando encontrar en ella alguna sensatez. Pero la joven mordisquea un pastelillo de carne y me sonríe, maliciosa y aparentemente divertida con la situación.

– Pues yo no quiero pelear con vos. Además, ni siquiera dispongo de lanza.

– Da lo mismo. Lucharemos a pie y con la espada. Esa cobardía que estáis demostrando, además de vuestra falta de blasones, me hace sospechar que no sois un caballero, sino un impostor. De manera que, o bien lucháis conmigo como un hombre, o bien acabo con vos como quien acaba con una rata, en castigo a vuestro atrevimiento de farsante. Escoged lo que prefiráis.

Lo dice en serio, lo sé. Los hombres de hierro pueden ser así de arbitrarios y de violentos. Llevamos armas verdaderas y el combate está planteado a sangre, quizá a muerte. Es la lucha más peligrosa a la que me he tenido que enfrentar hasta ahora, pero por alguna razón no siento miedo… Siento una aturdida y hueca extrañeza, como si me hubiera salido de mí cuerpo, como si estuviera contemplando la escena desde fuera. Suspiro y me bajo del percherón. Le entrego las riendas a Nyneve:

– No sé para qué sirve que seas bruja, si no puedes hacer algo en estos casos… -le susurro.

– Siempre hago algo, aunque tú no lo adviertas.

Descuelgo mi escudo de la silla y lo embrazo; luego desenvaino la espada y me vuelvo hacia el puente. Sir Wolf ya ha desmontado y me está esperando. Hace un hermoso día de otoño y los árboles estiran sus ramas desnudas para gozar de los últimos soles. Es curioso: tengo la sensación de que el mundo se ha detenido y de que puedo apreciarlo todo al mismo tiempo con una minuciosidad extraordinaria. Las peladas copas de los árboles, las sombras alargadas de la tarde, el mirlo de pico rojo que curiosea la escena posado en el pretil, las frías y revueltas aguas del río, los peces que centellean entre la espuma, la Dama que arruga la boquita para escupir un hueso de su comida, el inquieto piafar de mi caballo, el siseo lento y cauteloso de la armadura bien engrasada de mi rival.

Súbitamente, la vorágine. Relámpagos de velocidad y de acción pura. Entrechocar de hierros, repique de espadas. Jadeos que no sé si salen de mi garganta o de la de mi oponente. Giro y golpeo y me agacho y me inclino, bailo sin pensar la danza del acero. Hasta que, de pronto, el ritmo se interrumpe. Algo ha sucedido. Mi espada gotea sangre. He herido a mi enemigo en un costado, un tajo profundo que ha cortado los eslabones de su loriga: nunca me hubiera creído capaz de hacer algo así. Entonces todo se viene abajo. No sé qué me sucede. Dejo de contemplar la escena desde fuera y ahora sólo soy consciente de mi hoja ensangrentada, de la tremenda herida. Pierdo mi concentración, descuido mí postura. Sir Wolf se arroja hacia delante con un grito de rabia y me clava su espada en el pecho. La noto penetrar, fría y abrasadora al mismo tiempo, un hielo que quema. El cielo todavía está azul y en el aire limpio y quieto ya se huele el invierno.

Adiós, Leola, adiós, despídete para siempre de esta tarde tan bella, me dicen afectuosamente las truchas desde el brillante tío. Las rodillas se me doblan, la vista se nubla. Caigo dentro de la oscuridad con un gemido. El cuerpo duele, Maestro.

Llevo largas semanas tumbada boca arriba, contemplando el techo de madera labrada del castillo de Dhuoda. Me he aprendido hasta la última muesca, hasta el más pequeño detalle que la gubia del maestro ebanista ha extraído del leño, esa lengua retorcida del dragón que remata la viga, esos ojos expresivos y asimétricos del rostro sonriente en el rosetón central. Al caer la tarde, la oscuridad va trepando por la madera y borrando los contornos de las figuras talladas. Duermen también ellas, encima de mí, durante las noches; a veces incluso me parece escuchar sus ronquidos. Durante los largos días de fiebre y de delirio, se me antojaban monstruos furiosos. Ahora son amigos, cómplices prudentes de mi secreto.

– Nyneve, ¿cómo es posible que no hayan advertido que soy una mujer?

– Sólo te he cuidado yo. Y prohibí que te viera ningún médico. Lo cual, por cierto, te ha salvado la vida, porque son unos médicos malísimos.

Aun así, no lo entiendo. Llevo mucho tiempo aquí y las criadas me han visto febril y quizá delirando con mi voz de mujer. Mientras estuve aprendiendo a combatir con el Maestro, intenté adquirir gestos y maneras de varón: para sentarme, para caminar, para mover las manos. Además, hablo siempre en voz baja y susurrante, en el registro más grave que puedo extraer de mi garganta. Y nunca río en público. La risa, lo he descubierto, es femenina. Sin embargo, me sigue asombrando que los demás admitan mi añagaza sin plantearse dudas ni preguntas. Tal vez sea simplemente una cuestión de costumbre. Tal vez las rutinas nos cieguen y sólo veamos lo que creemos que debemos ver. Recuerdo ahora a ese primo del señor de Abuny… Era tan bello y delicado que le llamaban La Pucelle, La Doncella. Era un gran guerrero y murió combatiendo en tierra de infieles. Ahora que lo pienso, quizá La Pucelle fuera una mujer… y quizá los demás no nos diéramos cuenta porque ni siquiera nos detuvimos a planteárnoslo.

La espada de sir Wolf se clavó por debajo de mi clavícula y por encima de mi corazón. Me lo ha explicado Nyneve, que tiene un extraordinario conocimiento del cuerpo humano y que desde luego posee la mágica sabiduría de curar. También ha salvado a sir Wolf, que al parecer ha estado más grave que yo, porque mi tajo le cortó las entrañas y esas heridas enseguida se pudren y te envenenan con sus humores mortales. Yo perdí mucha sangre y tuve calentura. Recuerdo vagamente a Nyneve sentada a horcajadas sobre mí, cosiéndome la herida y aplicando emplastos de esas raras hierbas que ella siempre guarda en sus alforjas. Ahora llevo semanas de convalecencia, y disimulo el retorno de mis fuerzas por el placer de gozar de esta vida suntuosa que jamás pensé que conocería. MÍ lecho es amplio, cálido y suave como plumón de pato. Solícitas sirvientas me traen tres veces al día los bocados de comida más exquisitos. He gustado un pan tan blanco y fino como nunca pensé que existiera, acostumbrada como estaba al pan negro de sorgo" He probado el hipocrás, ese delicioso vino caliente y especiado de los ricos, y ahora es mi bebida favorita. Veo nevar a través de los vidrios emplomados de la ventana, pero en la chimenea de mí cuarto siempre crepita el fuego. Y de cuando en cuando viene a visitarme Dhuoda, la misteriosa y bella mujer del torneo de Lou, también llamada la Dama Blanca porque solamente viste ese color. Ahora, por el frío, viene envuelta en hermosas capas de seda forradas con armiño. Dhuoda me está enseñando a jugar al ajedrez, un extraordinario pasatiempo procedente del reino árabe de Valencia.

– Bueno, el ajedrez viene de más antiguo… Hace ya más de un siglo, mi pariente el rey Alfonso VI de Castilla levantó el sitio a la ciudad mora de Sevilla porque perdió una partida contra el rey al-Mutamid… Eso sí, Alfonso se llevó el ajedrez, que era de sándalo, oro y ébano, y duplicó el tributo que le tenían que pagar los sevillanos… -me explicó Dhuoda con un gracioso mohín de suficiencia-. Pero hace poco, en el Reino de Valencia, añadieron al juego la figura de la reina. Y eso es esencial. Ahora que ya sabes jugar, Leo, ¿tú te imaginas el ajedrez sin reinas? Sería como el hipocrás sin especias… Algo muy aburrido e insustancial. El mundo necesita reinas y los hombres nos necesitáis a las mujeres.

Nyneve desconfía de Dhuoda. Dice que le ve el aura, que es como el halo de luz que llevan los santos en torno a la cabeza, y que la tiene negra. Dice que es una mala bruja, aunque todavía no lo sepa. Dice que la Dama pertenece a un tipo de personas que ella, Nyneve, conoce muy bien y que aborrece: aquellas que han sufrido un dolor y que por eso se creen justificadas para cometer cualquier tropelía, como sí los demás individuos les debieran algo para siempre.

– Pero ¿qué dolor ha sufrido Dhuoda?

– No seré yo quien hable. Que te lo cuente ella.

A mí la Duquesa me parece una joven mimada y malcriada, caprichosa y arbitraria, pero fascinante. Es culta e inteligente; posee, según me dicen, una biblioteca de casi trescientos volúmenes. A veces es despótica y otras veces muy dulce y seductora. Jugó con nosotros, con sir Wolf y conmigo, haciéndonos combatir sin que le inquietara lo que pudiera sucedemos. Pero luego nos ha recogido en su castillo y nos cuida y atiende magnánimamente. La Du quesa está viuda; su marido, el duque Roger de Beauville, ha muerto en las cruzadas. El Duque era un hombre bárbaro y cruel a quien todos llamaban Puño de Hierro desde que, una noche, un joven paje tropezó y vertió el plato de comida que le estaba sirviendo. Al parecer el paje no se disculpó con la vehemencia y la humildad que Beauville reclamaba, y entonces el Duque le agarró por el cuello, le arrastró hasta la enorme chimenea y le mantuvo allí dentro, entre las llamas, hasta que el joven se achicharró y su propio brazo quedó convertido en un carbón. Tuvo que usar a partir de entonces un guantelete de hierro del que se sentía tan orgulloso que incluso lo adoptó como apodo y enseña.

Hoy la Dama Blanca nos ha enviado dos juegos de ropas finas para Nyneve y para mí. Sabe que estoy bastante recuperado y quiere que baje a cenar con ella a la gran sala del castillo. Son unas vestiduras magníficas, sobre todo las mías: zapatos de cordobán colorado, calzas de seda, una casaca larga de piel de marta y, por encima, una sobreveste de tela carmesí con cinto de plata. Nos aseamos con el agua caliente que han traído los sirvientes, nos recortamos el pelo y nos ataviamos con nuestras ricas ropas. Me miro en el espejo: pálida y delgada como estoy, parezco más que nunca una mujer disfrazada de hombre. Hundo el dedo en las cenizas del hogar y ensombrezco un poco mi labio superior, mi entrecejo y mi quijada, para fingir un bozo que no tengo. Menos mal que es de noche y la luz temblorosa de las antorchas empaña la visión con un baile de sombras.

Cuando un paje nos conduce por el laberíntico interior del castillo hasta la sala principal, los demás comensales ya están sentados alrededor de la mesa de roble.

La estancia es enorme y, aunque dispone de dos grandiosas chimeneas, una a cada lado de la habitación (sin duda Puño de Hierro abrasó al muchacho en una de ellas), y aunque ambas están encendidas con voraces fuegos que crepitan tanto como el incendio de un bosque, el aposento resulta helador: por eso Dhuoda nos ha proporcionado ropas tan abrigadas. Todos vestimos pieles por debajo de nuestros finos trajes cortesanos, menos la Duquesa, que lleva la piel por fuera y se envuelve en su manto de armiño como el apretado capullo de una rosa blanca.

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