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– Ya está. Has ganado. Es la justa más absurda que jamás he visto. Ya tenemos un caballo. Y una armadura. Se la cambiaremos por dinero, es espantosa.

Estoy empapada en sudor, como si de verdad hubiera combatido. Intento relajarme en nuestra esquina del campo mientras el torneo prosigue. Los cascos de los caballos levantan un polvo insoportable que irrita los ojos y se agarra a la garganta. Miro a la joven Dama: sostiene un pañuelo sobre su boca con gesto de infinito aburrimiento. Las lides se están solventando con bastante rapidez. Un caballero ha caído al primer encontronazo, otro ha sido derribado en el segundo intento y ahora la tercera pareja está combatiendo a pie, porque ambos han perdido su montura. Ninguno parece ser un rival preocupante, salvo el vencedor de la tercera justa, que desmontó limpiamente a su oponente en la primera pasada. En la explanada, el guerrero más joven se rinde. Sólo quedamos cinco.

Hay que sortear de nuevo. El criado se acerca con la bolsa donde ha colocado pequeños fragmentos de tela con nuestros colores. Dado que somos impares, uno de nosotras tendrá que combatir contra dos. Para facilitar el sorteo se han introducido en la bolsa retales de color blanco, que son nulos. A mi lado, el caballero que me parece más peligroso saca el color verde y luego una de las piezas blancas. Respiro aliviada. Introduzco la mano en la bolsa: amarillo y azul. Como el azul es el mío, lo descarto y cojo otro: gris. De manera que soy yo quien tendrá que luchar dos veces… si es que consigo ganar a mi primer rival.

– No te preocupes, has sido muy afortunada… Los dos guerreros mejores son el caballero negro y el caballero verde, y les ha tocado justar entre ellos… -dice Nyneve.

Tengo que salir en primer lugar, porque así el vencedor de la lid puede disponer de algún tiempo de descanso antes de volver a combatir. MÍ rival, el guerrero a quien le corresponde el amarillo, aparenta ser muy joven. Es un poco más alto que yo y casi igual de delgado. Su mediocre armadura es prestada o heredada, porque le viene enorme. Casi me avergüenzo de la calidad de mi loriga y de lo bien que se adapta a mi cuerpo: tuve mucho tino al elegir el muerto, o mucha suerte. Nuestros escuderos nos colocan de nuevo en las marcas y se retiran. Enristro la larga lanza, que tiene la punta recubierta por un tope cuadrado de metal para evitar heridas. Observo a mí rival con inquietud: él ya ha ganado un combate, mientras que yo aún no he hecho nada. Suena la corneta. Allá voy.

¡Por todos los santos! Nyneve es bruja y mi caballo vuela. Con sólo soltar las riendas, el rucio ha salido disparado como un virote de ballesta. Intento recolocarme por el camino, porque no me esperaba tanta velocidad. Tampoco he justado nunca con mi nueva adarga: procuro calcular el volumen de su superficie abombada para adivinar el momento de! contacto con la lanza enemiga. Los cascos de nuestros caballos resuenan ensordecedoramente en mis oídos, al compás de los latidos de mi corazón. Ya está aquí mi enemigo, se me viene encima, está tan cerca que le veo los ojos. Me pongo en pie sobre los estribos como el Maestro me enseñó, alargo el escudo… Siento en todo ei cuerpo algo parecido a la coz de un mulo. Salgo por los aires y aterrizo de espaldas sobre la tierra. Doy un rugido de rabia y frustración. Me revuelvo en el suelo y miro hacia atrás: ¡el caballo de mi rival galopa solo! Luego yo también le he desmontado. Ni me he dado cuenta, ni sé cómo lo he hecho. Me pongo en píe de un salto, sacando mi espada embotada y buscándole con la mirada por el campo. Sí, allí se está levantando, entre los restos de una lanza astillada. A pie, su armadura demasiado grande resulta todavía más engorrosa. Con sólo verle extraer la espada de la vaina ya sé que no es rival para mí. Me acerco en dos zancadas y, mientras él intenta cubrirse con el escudo, yo le golpeo en lo alto del casco con el filo romo. El enorme yelmo se le cala hasta media nariz, tapándole los ojos. El chico suelta la espada y el escudo y levanta las manos en señal de rendición. Resulta que he ganado, después de todo.

– ¡Y van dos! -se regocija Nyneve-. Y eso que no querías participar. Ya te lo dije.

Intento relajarme mientras combate la segunda pareja. Nyneve tenía razón; hasta ahora son los mejores con diferencia. Son dos hombres de mediana edad y aspecto sólido, con armaduras baqueteadas y sin duda propias. Hacen dos pasadas con sus bridones sin derribarse, y a la tercera carrera caen ambos a tierra. Prosiguen su duelo a pie, y verdaderamente saben pelear. Al final el guerrero verde pierde el equilibrio y cae de espaldas. El negro ha ganado. El público le vitorea. Busco con la vista a la Dama y, cuando al fin la encuentro, siento algo parecido a un sobresalto: en vez de estar admirando y aplaudiendo al campeón, como todo el mundo, me parece que la Dama me está mirando a mí. ¿A mí? Pero no puede ser, me estoy confundiendo. Ahora se sonríe… ¿O me sonríe?

Suena la señal. Debo volver al campo. Nyneve me conduce a mi lugar.

– En la justa anterior estabas demasiado tensa. Recuerda a Roland: no pienses tanto, siente.

Lo malo es que esa intuición relampagueante y certera del buen guerrero, ese mero sentir sin pensamiento, sólo se conquista tras haber pensado mucho durante mucho tiempo. Pero Nyneve tiene razón: luego hay que olvidarlo. No debo obsesionarme por mi nuevo escudo. Y mucho menos debo llegar a ver los ojos de mi rival. Suena la corneta, me pongo en movimiento. Mi contrincante no es más que un volumen que viene deprisa, un estorbo del que debo desembarazarme. Galopo fácilmente, me inclino hacía delante, amortiguo el golpe con mi brazo izquierdo. MÍ rival sale disparado de la silla y cae al suelo. Todo ha sido tan sencillo que apenas lo entiendo. He ganado otra vez y no sé cómo. Troto con mi rucio hasta el final del campo y regreso a la mitad de la explanada con la lanza en ristre, para saludar. Ahora estoy cerca, muy cerca de la Da ma del vestido blanco, y efectivamente es la más hermosa que jamás he visto. Pero su sonrisa posee algo oscuro, inquietante. Nyneve se aproxima.

– No me gusta el caballero negro…, es un brabanzón, un belga, un soldado profesional… Yo creo que por hoy ya hemos hecho bastante. Déjame hacer a mí.

El ambiente está caldeado, la gente chilla y canta. El caballero negro y yo salimos a la explanada arropados por la excitación de la multitud. Pero Nyneve cruza con decisión el campo en dirección a mi rival. El rumor del público va amainando a medida que ella avanza, hasta alcanzar un silencio absoluto. Carraspeo con la garganta atenazada por el polvo y mi tos resuena como un trueno.

Nyneve ha llegado junto al brabanzón. Le hace una reverencia:

– Mi Señor me envía a deciros que se encuentra fatigado y que considera que sois un rival muy bueno. Mi Señor está dispuesto a retirarse sin combatir y a reconocer que sois, con toda justeza, el triunfador absoluto de este torneo. Os ruego que aceptéis su rendición.

– ¿Y qué pasará con el botín? -pregunta el caballero negro con una voz extrañamente chillona.

– Se respetarán los derechos habituales del vencedor sobre el vencido.

– Está bien -grazna el hombre-. Acepto.

Suspiro aliviada. El público no parece demasiado contento; algunos me gritan y hacen gestos obscenos. Miro a la Dama: está conversando con el guerrero que la escolta y se ha olvidado por completo de mí. Qué extraño: antes me inquietaba que me mirara y ahora lo que me incomoda es que me ignore.

Nos hemos pasado dos ¡ornadas enteras en Lou negociando el botín del torneo. Por un día de justas, dos días de controversias monetarias. Menos mal que Nyneve está acostumbrada a este comercio:

– Ah, sí, esto es lo más pesado de las justas…, todos los acuerdos económicos que hay que discutir y afinar después… Sobre todo en torneos como éste, en los que predominan los bachilleres que ignoran las verdaderas normas de la caballería… Aunque debo decirte que también me he topado alguna vez con duques avaros y reyes miserables y tramposos.

Al final me he quedado con el caballo del hombre tembloroso, un percherón robusto de largos y amarillentos pelos en las patas, y hemos aceptado una libra en lugar de su ornamentada ropa de hierro. Todo cuanto llevaba mi segundo vencido, el muchacho de la armadura grande, era alquilado, incluyendo el jumento. No nos quedó más remedio que tomar en prenda al propio caballero y pedir rescate por é! a su Señor, que por fortuna era el de Lou, porque sí se hubiera tratado de un Señor más lejano habríamos tenido que esperar muchos días y, para peor, alimentarlo en el entretanto. Le hemos perdonado al joven el coste de las armas y de la armadura y nos hemos contentado con recibir otro caballo, un castaño un poco entrado en edad, pero bastante bueno. En cuanto al botín de mi tercer vencido, se lo entregue íntegramente al brabanzón ante quien me rendí. Henos aquí, pues, con nuestras cuentas hechas, libres y ricas, cada una montada en un bridón. Contemplo el mundo desde arriba y ahora sí que me siento un caballero.

Poco después de salir de Lou hemos encontrado un pequeño río que al parecer es afluente del Tarn, Estamos siguiendo el sinuoso sendero que se ciñe a su curso y que conduce hasta un estrecho puente de piedra que nos cruzará a la otra orilla. Pero sobre el puente hay alguien.

– Vaya… No sé si esto me gusta-dice Nyneve.

Ese alguien, ahora lo veo, es un hombre de hierro… Peor: es el caballero que acompañaba a la noble Dama del torneo. Que también está aquí, sentada sobre unos cojines de seda, almorzando a un lado del camino. Sus criados le sirven algo de beber en un diminuto vaso de oro. Me detengo al llegar a su altura y la saludo con una inclinación de cabeza. Quiero continuar mi viaje, pero el hombre de hierro, montado a caballo y con su lanza, está plantado en mitad del puente y me impide el avance.

– Señor, no nos dejáis pasar.

– Señor, si queréis cruzar este puente, tendréis que combatir antes conmigo.

Nyneve resopla a mi lado, exasperada:

– Ya empezamos con estas tonterías caballerescas… -masculla.

Yo miro alrededor, por ver si hay otra manera de seguir el sendero. Pero por aquí las laderas del río son abruptas y están llenas de zarzas, y la corriente parece encajonada y bastante fuerte. Además, dudo que el caballero me hubiera permitido vadear el afluente sin lanzarse contra mí. No lo entiendo. ¿Por qué?

– ¿Por qué queréis que combatamos? No os deseo ningún mal y no os he hecho nada.

El hombre se ríe, despectivo.

– Qué extraña pregunta… ¿Por qué quiere el pájaro volar y el corzo correr? Está en mi sangre de caballero… Es el orgullo de la espada. Soy sir Wolf de Cumbria, y provengo de once generaciones de grandes guerreros. Ni mi padre, ni el padre de mi padre, ni el padre del padre de mi padre murieron en casa. Todos mis antepasados perecieron por el frío acero en la batalla.

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