Llámame.
En cambio para llegar al coronel Parra tuvo que superar los cinco mil metros con obstáculos burocráticos, cinco mil secretarias que tenían la misma voz y los mismos recursos dilatorios.
– Dígale que le llama Gorbachov para proponerle la concesión de Vodka sin alcohol.
– ¿De qué empresa dice usted que le llama?
– Del Pacto de Varsovia.
– ¿Es un conjunto musical?
– Todavía no.
El coronel Parra se había perdido en la ladera oeste del Olimpo, pero le atendería mañana, con mucho gusto a las diez en punto.
Carvalho reclamó a Biscuter para despedirse y propiciarle su impresión de lo ocurrido. Últimamente Biscuter estaba en crisis porque en su opinión, Carvalho no le tenía suficientemente en cuenta.
También Charo estaba en crisis.
Y Bromuro estaba muerto. Y quizá era él, Carvalho, quien propiciaba tanta crisis por el procedimiento de sentirse cada vez más cansado de sus propios rituales y más desengañado de todo ritual ajeno. Dios ha muerto, el Hombre ha muerto, Ava Gardner ha muerto, Marx ha muerto, Bromuro ha muerto y yo mismo no me siento muy bien, se dijo. Biscuter le felicitó porque su fama había traspasado las fronteras y volvió a su ensimismado mutismo.
– ¿Eso es todo?
– Sin ánimo de ofenderle, jefe, porque reconozco que lo ha hecho con buena intención, no me gusta que me ponga en evidencia porque escuche detrás de las cortinas.
– Pero si ha sido él quien te ha descubierto.
– Pero ha hecho como si no me viera y en cambio usted me ha puesto en evidencia.
– Has sido la reina de la fiesta, Biscuter. Tu oferta de vinos les ha deslumbrado y ya has visto el éxito que ha tenido tu taramá. ¿Qué te ha parecido la mujer?
– Me he fijado más en el hombre, y ¡no me interprete mal! Le he visto en una película y no sé en cuál, no consigo recordarlo. Tiene aspecto de espía alemán.
– Los espías alemanes vuelven a espiar la línea de Maginot. Ya me dirás tú qué han de espiar por aquí.
O sea que a Biscuter ella no le había impresionado. Carvalho no supo qué instrucciones dejar para el caso de que llamara Charo, quizá porque no deseaba que llamara y recuperó el coche para volver a su casa en Vallvidrera, con la cabeza llena de fragmentos de la larga conversación y en los ojos el rostro de Claire, sus ojos geológicos, aquella boca que tan bien comía, la dulzura estática, tal vez una pasividad profunda de mujer pozo abierto a las caídas más totales.
– Vivo o muerto.
Entró en su casa con el programa ya hecho. Recuperar unas macilentas berenjenas, hacerse una musaka y buscar en la librería "Alexis el Griego" y "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" para quemarlos. Capas de berenjenas algo fritas, capas de carne picada sazonada, capas de sofrito de cebolla, tomate, quizá ajo, salvia, todo cubierto con bechamel, queso y gratinado. Una musaka de lujo que poco se parece a los adoquines cúbicos que suelen servirte en las tabernas y chiringuitos populares de Grecia. No disponía de vino griego, pero sí de un Corvo de Salaparuta siciliano que se le acercaba tanto como los vinos murcianos, alicantinos y argelinos. Y ya en busca de su tibieza la musaka, localizó los libros y persiguió entre sus páginas razones suficientes para quemarlos. Allí estaba el tango anunciando el agarrado de la guerra del 14 en "Los cuatro jinetes del Apocalipsis", de Blasco Ibáñez, París seducido por la gesticulación de la maté porque era mía o la maté porque era mío: "Un nuevo placer había venido del otro lado de los mares, para felicidad de los humanos. Las gentes se interrogaban en los salones con el tono misterioso de los iniciados que buscan reconocerse: _"¿Sabe usted tanguear?…_" el tango se había apoderado del mundo.
Era el himno heroico de una humanidad que concentraba de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de las caderas…" Y allí estaba la filosofía de Alexis el Griego, como una elegía vitalista de macho poderoso y tierno en homenaje a Madame Bubulina, la vieja francesa en cuyo homenaje, Alexis construye en una hoja de árbol la metáfora de la vida: un gusano dedica todo su esfuerzo a recorrer el haz de la hoja para adivinar qué misterio reserva el envés y cuando con toda clase de dificultades consigue llegar al canto, enderezarse, asomarse a la otra cara, descubre otra superficie exactamente igual que le va a conducir al principio y al fin de su propio fracaso. Es imposible salirse de la vida y también es imposible conservarla. Acaso, y con la diferencia de la edad y belleza ¿no era Claire una madame Bubulina, una occidental cargada de complejo de culpa, fascinada ante el mito de la destrucción bárbara?
Ardían los libros y empezaba a crepitar la leña, cuando sonó el teléfono y al otro lado estaba Artimbau con más ganas de conversar que de informarle.
– Perdona que te parezca algo grosero, pero ¿qué sabes de mi griego?
– Tú te crees que se puede encontrar un griego en cada esquina.
Preguntaré a los pintores más jóvenes. Los de mi edad ya sólo beben agua mineral y están en la cola de los que esperan la concesión de murales olímpicos.
– ¿Tú también, Francesc?
– Yo también, Carvalho.
Y cuando ya había conseguido casi dormirse, con la boca llena de gusto a salvia y de dos copas de Ouzos que conservaba de un viaje al Monte Athos en compañía de Artimbau, llegó la última llamada de la noche:
– ¿Duerme, jefe?
– Ya no.
– Es que he conseguido recordar el personaje. El francés que nos ha visitado es clavadito al dueño de la casa de juego de la película "Gilda". ¿Lo recuerda?
– ¿Te refieres a Rita Hayworth?
– No. Rita es la chica.
– ¿Seguro, Biscuter?
– Seguro.
– Si tú lo dices.
Demasiado chalet para tan poco servicio. La mujer que le abrió la puerta de la calle no iba disfrazada de criada, ni de jardinero, ni de señora para todo y en cambio por las maneras con que le hizo atravesar el jardín y limpiarse las suelas de los zapatos en el felpudo parecía como si incluso hubiera parido el chalet y a la mismísima familia Brando. Cabizbaja, concentrada, mirando a derecha e izquierda por si algo hubiera alterado el equilibrio universal en la pequeña porción de universo que le correspondía y desinteresada del intruso que pasaría por aquella mañana, por aquel jardín, por la vida de los Brando sin merecer siquiera recordar su nombre.
– ¿Ha dicho usted que se llama?
– Carvalho, Pepe Carvalho.
Caminó de puntillas sobre el suelo que tanto le había costado limpiar y dejó a Carvalho haciendo cálculos sobre los signos externos del señor Brando. Una mezcla de tradición y premios FAD de diseño, muebles del abuelito o del abuelito de otros y muestras de que Barcelona es una de las cinco mil capitales del diseño mundial. Pero tal vez faltaba armonía, sobraba coleccionismo y voluntad de exhibir un gusto a prueba del paso del tiempo. La asistenta había desaparecido tras una puerta y reapareció en el umbral, como las enfermeras en los consultorios de postín.
– ¿Hace usted el favor de pasar?
Le cedió el paso y cerró la puerta a su espalda con tanto cuidado, que Carvalho paró más atención en la calidad de la madera, que temió quebradiza, que en el hombre que le esperaba al fondo de un despacho demasiado grande para ser doméstico, como si estuviera copiado de los despachos de todos los pseudointelectuales preocupados porque sean la medida de su talento no reconocido. Por su larga experiencia de mirón de despachos y retretes, Carvalho sabía que los pseudointelectuales cuidan tanto los unos como los otros e incluso a veces consiguen extrañas síntesis que jamás han sido reflejadas en las revistas de decoración.
– Soy un fracasado y mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de la boda. Pero ante todo salga usted al pasillo y abra bruscamente la segunda puerta a la izquierda. No se equivoque, la segunda puerta a la izquierda y bruscamente. Si no es mucho pedirle, camine de puntillas hasta llegar a la puerta y luego ¡zas!
bruscamente… no lo olvide.
Podría ser un fracasado pero la mesa de despacho era cara, la librería de una madera de bosque de lujo y la lámpara de un metal cargado de quilates. Es decir, tenía el aspecto de cliente solvente capaz de pagarse el gusto de que Carvalho hiciera el imbécil caminando de puntillas por un pasillo y abriera una puerta con decisión.
Cumplió las órdenes puntualmente hasta llegar ante la puerta, pero allí se detuvo y aplicó la oreja contra una madera que olía a barniz de postín. O era una grabación de alta fidelidad o alguien estaba follando allí dentro con una perfección de gimnasia sueca y jadeo de gentes licenciadas en aficiones secretas. No era cuestión de echarse atrás. Venció la resistencia falsa del pomo dorado de la puerta y empujó con el hombro. La chica estaba empalada por el sexo del viejo que tenía debajo. Era rubia, tenía las tetas en forma de pera y rapidez de reflejos porque vuelta la cara hacia la puerta, suspendió el jadeo para gritar:
– ¡Papá! ¡Eres un hijo de puta!