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Durante la primera jornada de quietud me sentí mucho mejor; aproveché lápices y papel que había requisado en habitaciones anteriores e hice nuevas anotaciones, muy extensas y detalladas, que más tarde me sirvieron como referencia para narrar esta historia con la mayor fidelidad posible; entre las anotaciones incluía algunas teorías, más o menos rebuscadas, sobre el cómo y el porqué de mi llegada allí, y también algunos dibujos sobre la forma -un tema que ya había empezado a preocuparme- que podía tener este lugar (si bien en apariencia era una larga hilera de habitaciones en línea recta, se me ocurrió que también podría adoptar la forma circular, o cualquier otra, ya que las pequeñas variaciones en la inclinación de las paredes pasarían totalmente inadvertidas a mis sentidos; comenzó a preocuparme, entonces, la idea de que en un momento determinado de mi avance podría encontrarme en aquella habitación inicial, vacía y oscura, que me había recibido).

Comí frugalmente, y ese día rechacé la carne, pensando que podía ser el vehículo más apropiado para la droga; me dediqué al queso, al pan y a la fruta. Durante la segunda jornada repetí más o menos la primera, ocupando más tiempo la cama, en lugar de la mecedora. Promediando la tercera jornada recibí la visita de Mabel.

La llamé Mabel porque fue la primera, y pienso que la última, palabra que le oí pronunciar; tal vez no haya sido exactamente esa la palabra, pero así la entendí y la adopté.

Yo estaba tirado en la cama, con los brazos detrás de la cabeza, mirando el techo. Había llegado a una deducción importante: en las habitaciones tenía que haber, por fuerza, un conducto de ventilación. A la vista no había ningún orificio; pensé, entonces, que las molduras de yeso próximas al techo, en forma de flor, debían de ser algo más que un simple adorno. Me dije que no estaría de más investigarlas, pero aún no sentía el entusiasmo necesario para moverme de la cama.

Se abrió bruscamente la puerta de entrada e hizo su aparición lo que en un primer momento creí un muchachito. Tenía pelo negro, corto, mal cortado, y llevaba pantalones azules, estrechos y desgastados, similares a los blue-jeans . Cerró la puerta también de forma violenta y se recostó contra ella, respirando fatigosamente, los ojos entrecerrados.

Se oyeron golpes, del otro lado, y alguien movía el picaporte. Me levanté de un salto, aparté al muchachito y coloqué una silla debajo del picaporte; era una acción que ya había previsto, y me había aliviado comprobar que el respaldo de la silla calzaba justo, como para trancar la puerta.

El muchachito abrió los ojos, grandes y de un castaño verdoso, me miró sin agradecimiento y se sentó en la silla. Eran ojos de mujer. En la mano traía un bulto, algo como una servilleta agarrada por las puntas vueltas hacia arriba.

Había cerrado los ojos otra vez y tenía la cabeza echada hacia atrás, tocando la puerta. Su respiración se normalizaba lentamente. Yo estaba de pie, mirándola con asombro y sin saber qué hacer.

Luego me cansé y volví a mi lugar en la cama, desde donde la espiaba continuamente. Estuvo mucho rato sin variar de posición ni de actitud.

Fue poco antes del guiño de la luz cuando se levantó del asiento con mucha tranquilidad y se acercó a la mesa; allí soltó las puntas de la servilleta y dejó caer sobre un plato cantidad de hermosas frutas. Tomó una manzana y con un cuchillo le quitó la cáscara; luego repitió la operación con otra, y me la alcanzó en silencio.

Se sentó en la mecedora, de espaldas a mí, a comer su manzana. Yo, perplejo, miré un rato la que me había dado y por fin resolví hacer lo mismo.

La luz guiñó; ella dejó despaciosamente la mecedora y se quitó el saco azul, marinero, y lo colgó en el respaldo. Debajo tenía una blusa blanca que destacaba unos pechos interesantes. Se aproximó a la cama, y ante mi asombro pasó por encima de mi cuerpo y se tendió a mi lado. Sin taparse, sin quitarse los zapatos, se volvió hacia la pared, y estoy seguro de que un instante después, al apagarse la luz, ya dormía.

En mi cabeza comenzaron a dar vueltas multitud de ideas, la mayoría eróticas. El problema sexual me venía preocupando, ya, hacía cierto tiempo. Pero pronto sentí que el sueño me dominaba, y apenas atiné a retirar una manta que estaba debajo de su cuerpo y a taparla con ella; era muy angosta y no alcanzó a cubrirme.

Antes de quedar dormido me invadió una alegría feroz; sentí que esa compañía femenina, a pesar de lo extraño de la situación, me hacía bien.

8

Al despertar, la luz eléctrica ya había sido encendida y no había nadie a mi lado. Busqué a la muchacha con los ojos pero ya no estaba en la pieza. Me levanté y vi que el resto de la fruta, así como la servilleta, seguían encima de la mesa. Esto me tranquilizó; la presencia de la muchacha había sido real, y no un delirio.

Me lavé y comí algunas frutas. Eran mucho más ricas que las que había comido antes allí, o así me parecieron. Después preparé café. Me encontraba con el ánimo mucho mejor dispuesto.

Ahora que se me habían terminado los cigarrillos me veía obligado a fumar en pipa; las pipas, y el tabaco, se encontraban con cierta frecuencia en las habitaciones. Había formado una pequeña colección de tres pipas, que usaba de forma alterna. Encendí una, y me senté en la mecedora a fumar y tomar café.

No quería esperar a la muchacha. Me parecía que lo mejor que podía hacer era actuar como si ella nunca hubiese existido. Pero a un nivel más profundo, me di cuenta de que la estaba esperando y que no podía evitarlo. Una vez terminado el café, resolví engañarme a mí mismo y ponerme a trabajar en mi última idea.

Corrí ligeramente la cama de su sitio y ubiqué la silla -que aún estaba junto a la puerta, trancando el picaporte- debajo de una moldura próxima al-techo, en el rincón formado por la pared izquierda y la pared de la puerta de salida. Con un cuchillo en la mano subí a la silla y me puse a escarbar en la moldura. Introduje el cuchillo entre el borde inferior y la pared, y di unos golpecitos e hice palanca.

No obtuve más resultado que el desprendimiento de un polvillo de yeso, o algún otro material quizá más duro. Luego cambié de sistema, y aplicaba alternativamente algunos golpes con el mango del cuchillo y otros con la punta, hasta que la moldura se quebró y cayeron grandes trozos. Antes de completar la obra con unos golpes bien acomodados, ya había visto el orificio y notaba el movimiento de las aspas de un extractor de aire.

Cuando el orificio quedó totalmente al descubierto, vi que tenía el tamaño aproximado de mi puño, y que era el extremo de un conducto. Las aspas del extractor giraban a una distancia de veinte o treinta centímetros. Me sentí satisfecho al comprobar que mi deducción había sido correcta, pero no lograba hacerme una idea de la utilidad de esa comprobación. Quedé un rato parado en la silla, mirando cómo giraban las aspas silenciosamente, y cuando oí que una puerta se abría y me volví y la vi a ella parada junto a la puerta de entrada me sentí muy tonto. Ella debió tener la misma sensación, porque me miró y soltó una carcajada feliz, sonora y tintineante.

Me bajé de la silla y dejé el cuchillo sobre la mesa; me acerqué a la muchacha, quien continuaba riendo, y me pareció que había adquirido una personalidad enteramente distinta a la del día anterior. Situé su edad alrededor de los veinte años, quizá uno menos. Al reír, los ojos le brillaban con una sana malignidad infantil.

Estiró un brazo y me alcanzó un frasquito chato que tenía en la mano. Lo destapé; olía a menta. Tomé un trago, y le devolví el frasco; ella bebió con placer, pero no quiso conservar el frasco que, evidentemente, era un regalo que me traía.

Recién entonces hice conciencia de que había aparecido por la puerta de entrada otra vez. Me quedé perplejo; había hecho una cosa que parecía imposible; por dondequiera que hubiese salido, había encontrado la manera de volver a entrar por esa puerta. Ahora estaba cerrada; me acerqué y moví el picaporte -a pesar de saber que había estado la silla debajo todo el tiempo- y no obtuve resultado. De todos modos, la solución debía de estar en otra parte, y no en la puerta. En ese momento comencé a pensar que tal vez la muchacha formara parte de los hipotéticos habitantes de alguna estructura paralela, tal vez los mismos que renovaban la provisión de alimentos.

La miré a los ojos y le hice preguntas. Cómo se llamaba, de dónde venía y, naturalmente, cómo había hecho para irse y volver a entrar por allí. Tuve la vaga sensación de que sí me entendía; pero no respondió, en ningún idioma. Volvió a reír, y no pude menos que acompañarla.

Luego, sin prestarme más atención, se dedicó a tareas culinarias. Puso a calentar agua en una ollita, y sacó de la estantería un paquete de arroz. Echó unos puñados dentro del agua, y luego se quedó junto a la cocina, revolviendo de vez en cuando con una cuchara.

Yo no sabía qué hacer. Me seguía sintiendo tonto, y tuve que reprimir las ganas de volver a trepar a la silla para mirar el extractor, y dejar de lado mi intención de romper las otras molduras de las restantes esquinas para ver si ocultaban algo distinto.

Entonces me acerqué a la muchacha y comencé a hablarle. Sonrió con cierta ternura. No podía saber sume entendía o no, pero seguí hablando. Le hablé de mí, y también de ella; elogié su belleza, agradecí los regalos que me había traído. Cuando el tema se agotó, comencé a recitar algunos poemas que recordaba -aunque hasta ese momento no sabía que realmente los recordaba. Con uno de ellos tuve un éxito inesperado: la muchacha dejó por un instante el arroz, y un poco sonrojada me dio un beso en la mejilla. Yo la tomé de la cintura y la besé en la boca; no encontré resistencia, pero tampoco noté que respondiera. Después me apartó suavemente y siguió con la comida. Me senté en la mecedora y encendí la pipa.

El almuerzo consistió exclusivamente en arroz y frutas. Ninguno de los dos -yo más que nada por respeto a su trabajo- tocó las tiras de carne fría, que también esa noche habían renovado.

Después ella ocupó la mecedora y yo me recosté en la cama.

Luego de un largo silencio le pregunté, suavemente y con naturalidad:

– ¿Cómo te llamas?

Fue entonces cuando ella dijo su única palabra, que yo adopté como «Mabel». No intenté hacer más preguntas, pues intuía que no habría de obtener respuesta.

Después de otro larguísimo silencio se levantó de la mecedora, se acercó a mí, me rozó la mejilla con dos dedos, y antes de que pudiera hacer algo por detenerla dio media vuelta y desapareció por la puerta de salida.

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