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Ya no volvió a subir, cuenta, como si relatara una despedida definitiva y larguísima, ya sólo volvió a hablar con él la tarde del primero de abril, cuando entró en la habitación de Solana y lo vio guardar sus papeles y su ropa en la maleta de cartón. Estaba recién afeitado y se había puesto una corbata, y el aliento no le olía a coñac. Como un viajero que está a punto de abandonar un hotel, ordenaba sus cosas en la maleta y había hecho la cama y limpiado los ceniceros y se movía desconocido y resuelto por la habitación. «Me voy a Madrid, Manuel. Allí no me conoce nadie. Estaré más seguro.» Luego Manuel recordaría como una culpa propia su invitación a que Solana se marchara a «La Isla de Cuba»: el río lento y pardo entre las adelfas, la casa sola en la colina, circundada de almendros, la cita exacta y nunca más postergada de Jacinto Solana con su deseo de morir. Manuel llamó a un taxi, y esperaron juntos en el zaguán, aceptando para siempre una inédita cortesía de desconocidos, subieron en el automóvil y cruzaron en silencio los callejones de Mágina y la plaza del general Orduña y luego las anchas calles rectas que dilatan la ciudad hacia el norte, y cuando llegaron a la estación ninguno de los dos tuvo que iniciar un gesto de despedida porque el tranvía amarillo del Guadalquivir ya avanzaba despacio sobre los raíles. Manuel lo vio parado y alejándose en el estribo, con la maleta en la mano y el sombrero sobre los ojos, y le hizo una señal de adiós que Solana no llegó a advertir, porque ya había entrado en el vagón y buscado un asiento cercano a la ventanilla para ver cómo las calles de Mágina se desvanecían para siempre en una ciudad alta y tendida sobre las ruinas de la muralla, suspendida como una línea de niebla azul sobre la lejanía ondulada de los olivares.

«Durante veintidós años he estado solo», dijo Manuel, mirando a Minaya como si se cifrara en su rostro la duración del tiempo, «desde que Solana se marchó hasta que tú llegaste». En el mismo taxi que los había llevado a la estación volvió a la casa cuando ya era de noche, y le extrañó no ver la luz encendida en las ventanas circulares. Estuvo en la habitación de Solana, que aún olía a humo de tabaco y a la presencia y a la usura de un cuerpo, cubrió la máquina de escribir y luego bajó al gabinete para mirarse a sí mismo en mil novecientos treinta y siete, para mirar su propio orgullo y su hombría exaltada por las botonaduras y correas del uniforme. En la fotografía oval, Mariana lo miraba como si estuviera adivinando al hombre futuro y muerto que ahora tenía ante sí. «Pero Mariana lo miraba a él, debes saberlo», dijo Manuel en la biblioteca, frente al fuego. «Estábamos en el estudio del fotógrafo, y yo me había puesto mi uniforme y las dos estrellas que nunca llegué a usar, porque me ascendieron a teniente cuando estaba muriéndome en un hospital de Guadalajara. Ella me tomó del brazo y miró al objetivo cuando el fotógrafo nos dijo que sonriéramos, pero Solana estaba detrás de él, con Orlando, y yo apenas podía verlos, porque me cegaban los focos. Al mismo tiempo que me apretaba el brazo, Mariana movió muy ligeramente la cabeza y encontró los ojos de Solana. Fue exactamente entonces cuando disparó el fotógrafo. Desde cualquier ángulo del gabinete que la mires, ella parece sonreír y mirarte a ti, pero a quien mira es a Jacinto Solana.»

Bruscamente y sin que nada lo anunciase había desaparecido la necesidad de huir, el miedo incesante a la fuga del tiempo. Ahora lo percibía todo tras la dulce niebla deseada del vino, que maduraba su efecto en el justo punto donde las cosas y los rostros que fluían al otro lado no importaban o parecían sucedidos muchos años atrás. Bebía despacio, desde el anochecer, cuando Manuel aún no había regresado del cortijo y Mariana deambulaba sola por las habitaciones, por el patio, por el corredor de la galería, ávidamente atenta al reloj de la biblioteca y a la puerta donde él iba a aparecer. Bebía el vino blanco subido por Amalia de la bodega en botellas polvorientas cuyas etiquetas leía Orlando con un asombro sagrado de alcohólico, reliquias guardadas en la oscuridad de los sótanos no para celebrar la víspera de la boda sino para permitirme únicamente a mí el privilegio de la serenidad y de la pálida luz dorada que ocupaba el lugar del aire y daba a todas las cosas una apariencia de prematura distancia muy semejante a la posibilidad cierta del olvido. Muy despacio, no entregándome, como hacía Orlando, a la fiebre inmediata del alcohol derramado en los labios y encendido en las venas, devanaba mis gestos como si me mirara en un espejo fingiendo que bebía, como quien prepara y se administra a sí mismo en la soledad una medicina o la dosis justa de veneno para lograr el suicidio. La copa entre los dedos, la botella sobre la mesa próxima, el filo curvo del vidrio en los labios, el tránsito del vino desde el paladar a la conciencia. Ahora, cuando escribo para recobrar aquella noche y el día y la noche que terminaron en dos cuerpos abrazados bajo la luz de una ventana súbitamente encendida sobre el jardín, muy cerca de la palmera y del columpio metálico cuyo chirrido, porque lo movía muy levemente el viento, no dejé de escuchar mientras cerraba los ojos para besar los pechos desnudos de Mariana, compruebo que apenas puedo establecer una cronología precisa de las cosas que hice y vi mientras el vino blanco lo envolvía todo en su niebla iluminada y clara como la transparencia que tanto amaba Orlando en los cuadros de Velázquez.

Oigo su voz, aquella noche, la risa bárbara de Orlando, veo sus ojos empapados en lucidez y crueldad y el perfil como de paje pintado en un fresco del Quatrocento que tenía Santiago, ausente y dócil junto a él, la indiferente ternura con que dejaba que Orlando le acariciara una rodilla o una mano propiciamente posada al filo del sofá. Oigo voces, veo rostros, pero tras ellos no hay nada que me permita fijarlos en una habitación o un paisaje, sólo un telón oscuro, tal vez un objeto que tocan o alzan como una señal para que pueda reconocerlos quien los mire muchos años después. Una noche y un día y la penúltima noche que vivió Mariana, imágenes rotas y fogonazos y palabras que permanecían en el aire después de haber sido pronunciadas, como el humo de los cigarrillos, como la indolencia que me dejaba tendido sobre la cama de mi habitación o meciéndome despacio en el columpio del jardín con la impúdica intención de que Mariana viniera a preguntarme por qué me había quedado solo, por qué parecía tan triste y me escapaba de los otros, de ella. Recostado en un sillón, junto a la chimenea, me emborrachaba con tranquila y sucia pulcritud escuchando a Medina, que nos explicaba algo sobre el espía al que habían linchado unas horas antes en la plaza del general Orduña, cuando Manuel entró en la biblioteca y Medina se quedó en silencio -sus últimas palabras fueron un nombre, Víctor o tal vez Héctor Vera, o Vega- porque Mariana se había levantado para abrazar a Manuel y ahora lo besaba en la boca, delante de todos nosotros, como si nos desafiara, delante de Utrera, de Medina, de Amalia, que acababa de entrar con una bandeja de aperitivos y botellas de vino y se quedó parada en medio de la biblioteca. Delante de mí y de Santiago y Orlando, que bebió un trago levantando su copa como una contraseña o un brindis malvado exclusivamente concebido para que yo lo advirtiera.

Orlando, máscara de la risa, dura voz de acusación y augurio. Cuando a la mañana siguiente bajamos todos al cortijo en el automóvil negro para celebrar la comida nupcial, Orlando, poseído por el fervor de la luz que lo había arrebatado desde que llegó a Mágina, tomó su carpeta y sus lápices y estuvo dibujando sin tregua cosas que sólo a Santiago y a Mariana les permitió mirar, pero no parecía que le importara el paisaje tendido ante él, alrededor de la colina donde se levanta la casa. Estaba sentado entre los almendros, con la carpeta abierta sobre las rodillas y su pañuelo rojo y negro y húmedo de sudor en torno al cuello, y si alzaba los ojos del papel y se quedaba mirando los olivares o el río o la línea remota y parda de los tejados de Mágina era como si no estuviese viendo lo que nosotros veíamos, sino la forma definitiva y futura del cuadro que en aquel instante había decidido pintar. A veces dejaba el lápiz para mirar hacia nosotros. Sonreía, sosteniendo la copa de vino que le había llevado Santiago hasta su retiro, bebiendo apenas de ella, como si le bastara para su felicidad la presencia del muchacho, el olor tibio del río entre los almendros, la sensación súbita de estar mirando una escena que obedecía secretamente a un propósito de su imaginación igual que el lápiz obedecía a su mano. Por eso ahora yo no sé si al escribir estoy contando lo que sucedió entonces o únicamente imagino el cuadro que Orlando no llegó a pintar, las acuarelas que vi en enero de 1939 en un piso funeral y helado de Madrid. Veo la explanada y la casa desde el lugar donde estuvo Orlando entre los almendros. El Ford negro de Manuel cubierto de polvo a un lado del portalón con herrajes barrocos, bajo la sombra de la parra, el gramófono obsesivo y absurdo donde sonaban tangos y larguísimos blues borrados por el viento, la mesa con manteles blancos, Mágina, en la lejanía, el verde pálido o gris de los olivares y el río y las colinas y barrancos lunares que prolongaban el mundo hacia el sur, hacia la sierra azul que yo no he pisado nunca.

Él sabía, él estaba a un lado, entre los almendros, con su lápiz de punta áspera y precisa como su pupila suspendida sobre el papel y su copa recién colmada de vino por la solicitud y la mano de la única criatura que le importaba en el mundo. Ahora sé que todos nosotros, Mariana, Manuel, yo mismo, sólo existimos aquel día para que Orlando dibujara su laberinto sabio de figuras trenzadas en la desesperación y el deseo. Frasco y su mujer habían retirado los platos al final de la comida, y ellos, no Orlando ni yo, hablaban del bombardeo de Guernica, porque una escuadrilla de aviones altísimos estaba cruzando sobre el cielo de Mágina, y de alguien, un espía -«Un quintacolumnista», precisaba Medina, como si dijera el nombre exacto de una enfermedad- que tres días atrás había sido detenido en Mágina. «Hay leyes», dijo Utrera: «Hay un código penal. Si un hombre comete un delito, se merece un juicio, y si hace falta se le condena a muerte, pero no hay derecho a que lo linchen. Es una barbaridad, como cuando quemaron las iglesias.» «Esas cosas le hacen más daño a la República que una ofensiva de los rebeldes. Teníais que haber visto cómo llegó al hospital el cadáver de ese hombre. Lo digo porque yo estaba de guardia, y me tocó hacerle la autopsia.» Medina, ecuánime, apurando el café, citando pormenores clínicos y discursos de don Manuel Azaña, cuya mano estrechó una vez, cuando aún no era presidente de la República y vino a dar una conferencia al Ateneo de Mágina. Sonó entonces la voz de Orlando como una severa invocación. «El pueblo español tiene derecho a quemar las iglesias y a linchar a los fascistas, porque será mucho peor lo que ellos hagan si tenemos la desgracia de perder esta guerra. Pensad en Guernica, o en la plaza de toros de Badajoz. El pueblo no espera la revolución, sino el Apocalipsis.»

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