Recuerdo luego la plaza poco a poco vacía y el cuerpo encogido junto a la columna, pero esa imagen se pierde en la de otros cuerpos que yo no vi, el de mi padre, alumbrado por los faros de un camión al pie de la tapia del cementerio, el cuerpo muerto y solo que vio mi padre el diecinueve de julio de mil novecientos treinta y seis en una esquina de la plaza de San Lorenzo. Cuerpos sin cara como mordiendo la tierra agria o el pavimento de una calle, abandonados al sol, en la siesta vacía, muertos y solos, corrompidos y solos, sin nombre ni dignidad ni gloria, exactamente igual que animales muertos en el fango de un río. Silenciosamente entrábamos en el agua antes de amanecer levantando con las dos manos los fusiles sobre nuestras cabezas y pisábamos algo blando que se hundía, una materia cenagosa y corrupta, fango y cadáveres de mulos ahogados bajo el peso de una ametralladora y cuerpos humanos como despojados de los huesos. Recuerdo la plaza del general Orduña como si la viera desde muy alto, en una hora más desierta aún porque el reloj de la torre no podía anunciarla. El pedestal vacío, el automóvil de Manuel, el cuerpo que un guardia de asalto hurgaba con la punta de su fusil. Mariana y yo caminando muy separados y lentos hacia el automóvil, sentados en él, sin decir nada, sin preguntarnos dónde estarían ahora Orlando y Santiago. Mariana puso las manos tensas en el volante y miró la plaza sin nadie o sólo el cristal manchado que nos separaba de ella. El pelo despeinado y castaño le tapaba el perfil como un velo únicamente concebido para que yo no pudiera verla. Dije su nombre en voz baja, y ella me miró en el retrovisor sin volverse hacia mí. Puse una mano en su rodilla sin atreverme a reconocer o a sentir la forma del muslo bajo la falda tan liviana, como si desearla en ese instante hubiera sido una deslealtad. Cuando volvimos a la casa Manuel aún no había llegado del cortijo, y Orlando y Santiago estaban esperándonos en la biblioteca, un poco ebrios, muy juntos en el sofá, riendo por algo que se decían al oído, con las copas levantadas, como si no recordaran el motivo por el que iban a brindar.
La luz, todas las noches, redonda y amarilla y alta como una luna menor que sólo perteneciera a esa plaza, la única luz encendida a medianoche en la oscuridad de Mágina, la única conciencia, pensaba Manuel, no aletargada por el estupor todavía intacto de la guerra y del invierno larguísimo que al cabo de ocho años parecía prolongarla. Volvía a la casa al anochecer, tras visitar a Medina en su consultorio a dar un lento paseo que solía llevarlo hacia el mirador de la muralla, y antes de empujar la puerta se detenía un rato bajo las acacias para mirar la ventana iluminada de la habitación donde Jacinto Solana estaba escribiendo en ese instante. Imaginaba que oía entre la lluvia el rumor de la máquina de escribir, y lo seguía oyendo confundido con ella o con el murmullo de la voz de Jacinto Solana cuando se despertaba en mitad de la noche huyendo de la vasta mano que le abría el pecho para arrancarle el corazón como se arranca una raíz de la tierra grumosa y húmeda. Los golpes multiplicados y metálicos sonaban sobre su cabeza como la lluvia en los cristales del balcón y los pasos insomnes del hombre que no parecía dormir nunca ni abdicar ni un instante de su perpetua vigilia frente a la máquina de escribir o en torno a ella, destapada siempre, le contaba Teresa, desde el amanecer, al acecho, como un animal mecánico sobre la mesa que Solana rondaba cuando no podía escribir caminando a ciegas entre el humo de sus cigarrillos y el laberinto acuciado de su memoria, girando en círculos de geometría obsesiva como un insecto alrededor de una lámpara. A medianoche cortaban la luz eléctrica y todas las calles y las ventanas de Mágina eran borradas por la súbita crecida de la oscuridad, pero entonces, al cabo de unos minutos durante los que el círculo de la ventana se desvanecía en la alta negrura de la casa, aparecía una luz más amarilla y tenue y se perfilaba en ella la sombra del hombre solo que había encendido la primera vela de la noche para alumbrar su insomnio de palabras escritas o negadas, y a veces Manuel, oculto bajo las ramas de las acacias, veía a Jacinto Solana fumando inmóvil en el círculo de la luz, mirando la ciénaga de tiniebla donde arrojaba la colilla como quien tira una piedra al fondo de un pozo y aguarda a que se escuche su caída en el agua. Cerraba luego la ventana y Manuel volvía a oír los lejanos golpes metálicos de su escritura, tan usuales entre los rumores de la casa como el latido de la sangre en las sienes, y cobardemente se acercaba a ellos subiendo en silencio hasta la misma puerta de la habitación, pero cuando adelantaba la mano para golpearla se detenía y escuchaba los pasos sobre el entarimado o el ruido de la máquina de escribir, y nunca llamaba, porque temía que Solana no quisiera recibirlo. «Al principio, casi todas las tardes, yo subía a conversar con él, y le llevaba tabaco, un termo de café, alguna botella de coñac. Él salía entonces de la casa al amanecer, para no encontrarse con mi madre o con Utrera, y era entonces cuando Teresa limpiaba la habitación y le hacía la cama, pero poco a poco dejó de salir y hasta de abrirle a Teresa, y ella dejaba la bandeja del desayuno ante la puerta cerrada y cuando volvía para recogerla la encontraba intacta. Hubo una tarde en que tampoco me abrió a mí. Quise creer, y hasta se lo dije luego a Medina, que probablemente se había dormido después de varias noches de insomnio y no me oyó llamar. Pero un momento antes yo había escuchado la máquina de escribir y tenía mientras esperaba junto a la puerta, la absoluta certeza de que él estaba sentado frente a la máquina, conteniendo la respiración, con los índices de las dos manos inmóviles sobre el teclado, esperando a que yo me marchara. Oí el chasquido del encendedor, una respiración muy extraña, como la de un enfermo, y luego, cuando ya me iba pensando que Solana no podía escribir y estaba atrapado en el suplicio de una página en blanco, oí el roce áspero de la pluma sobre el papel, y supe que ni siquiera el silencio era señal de una tregua.»
Como la sangre en las sienes, como la carcoma en los anaqueles más inaccesibles de la biblioteca, como una araña que teje invisiblemente los hilos de su celada bajo la trampilla de un sótano: estaba allí, en la casa, en la habitación de las ventanas circulares, y algunas veces salía a la calle o deambulaba a las tres de la madrugada por el corredor de la galería, pero muy pronto, cuando pasaron los primeros días de solivianto que trajo consigo su llegada, pareció como si verdaderamente se hubiera ido de un modo irrevocable, porque nunca hablaban de él ni se encontraban con su huraña figura, y sólo las periódicas visitas de Teresa al último piso con la escoba y el trapo de limpiar el polvo o la bandeja de la comida indicaban que alguien vivía en aquella región de salones deshabitados durante tantos años: alguien, en todo caso, que iba perdiendo el nombre y el rostro que le asignaban los recuerdos de todos y poco a poco se reducía a una presencia oscura, a la certeza desdibujada y algunas veces temible de que el último piso no estaba vacío, y si pensaban en él, porque oían sus pasos en el entarimado o el ruido de la máquina de escribir, difícilmente podían vincular tales signos a la memoria del hombre que conocieron antes de la guerra o a su inexacta sombra detenida en el patio diez años después. Estaba en la casa como está la carcoma aunque uno no pueda oír su mordedura, y al cabo de un mes su presencia se había emboscado tan definitivamente tras los breves indicios que la revelaban que Manuel, cuando se decidió al fin a entrar en su habitación aunque él no quisiera recibirlo, porque temía que estuviera enfermo, esperó ante la puerta que había golpeado una y otra vez sin obtener respuesta sintiendo la incertidumbre atroz de que no fuera Jacinto Solana el hombre que descorría el cerrojo para abrirle.
«Porque lo que no entendí entonces, lo que únicamente entiendo ahora, cuando te lo cuento a ti, que no lo conociste y no puedes saber hasta qué punto había cambiado y lo imaginas, supongo, como un personaje literario, es que al perderlo a él yo no estaba perdiendo al único hombre a quien podía llamar mi amigo, sino el derecho a recordar o saber cómo había sido mi vida antes de que renunciara para siempre a ella. Las cosas existen sólo si hay alguien, un interlocutor o un testigo, que nos permita recordar que alguna vez fueron ciertas. Por eso él decía que la peor desdicha de un amante no es perder el amor, sino quedarse solo con su memoria, quedarse ciego, precisaba, recordando unos versos de don Pedro Salinas que recitaba siempre y que tal vez has visto subrayados en ese libro suyo que hay en la biblioteca. "Que hay otro ser por el que miro el mundo, porque me está queriendo con sus ojos." Ahora sé que al principio, cuando sin decirle nada limpié la habitación de las ventanas circulares y puse en ella la máquina de escribir, no lo hacía para ofrecerle un refugio o la posibilidad de que escribiera su libro, si no para tenerlo aquí, en esta ciudad y en esta casa, para tener a alguien a quien pudiera decirle lo que no había dicho en diez años y compartir la memoria del tiempo en que Mariana estaba viva. Era igual que antes de la guerra, cuando ella y yo nos enamoramos. Lo buscábamos siempre, porque su presencia nos hacía conscientes de nuestra felicidad de un modo más intenso que cuando estábamos solos. Pero él nunca me habló de Mariana en los meses que pasó aquí. Pronunció su nombre una sola vez, el primer día, cuando me dijo que iba a escribir un libro sobre todos nosotros. Yo imagino que aquel libro era como un vampiro que lo despojaba del uso de la palabra y de los recuerdos a medida que escribía. Le entregaba la vida exactamente como quien da su sangre en un hospital o se consagra al opio. Por eso no lo reconocí cuando aquella noche me abrió la puerta de su habitación. Llevaba por lo menos una semana sin afeitarse y sin comer los platos calientes que Teresa le dejaba en el corredor, y el aire de la habitación y su ropa olían como si no hubiera abierto la ventana ni se hubiera cambiado o lavado desde que llegó aquí. Abrió y se quedó mirándome con su abrigo caído sobre los hombros y me golpeó su sombra al misma tiempo que percibía el olor enrarecido del aire, porque la lámpara de la habitación oscilaba tras él como si hubiera chocado contra ella cuando se levantó para abrirme. Oscilaba él también, los brazos cruzados y las dos manos sujetando las solapas anchas del abrigo, y sonreía sin que yo pudiera ver sus pupilas tras los cristales de las gafas. Tardé un poco en comprender que estaba borracho y que se mecía en el alcohol como un pez tras el cristal de una pecera iluminada, más allá del pudor insolente de quien bebe solo hasta caer derribado y se levanta enseguida porque ha oído que lo llaman y debe fingir que está sobrio. Tienes fuego, me dijo, mostrándome una colilla apagada que olvidó muy pronto en el filo del cenicero, y me invitó a sentarme, repitiendo mi nombre como si acabara de recordarlo y aún no se hubiera familiarizado con él, y bruscamente me olvidó y me dio la espalda para mirar hacia la plaza desde una de las ventanas circulares. "Tienes que permitir que te vea Medina", le dije, pero él no me oyó o no me hizo caso, y se echó a reír con aquella risa fría que yo no le había conocido hasta entonces y que parecía la risa de un muerto. Para no caer se apoyó en el alféizar de la ventana, y caminó hacia mí siguiendo una difícil línea recta, sosteniendo ahora, al mismo tiempo que un nuevo cigarrillo una copa de coñac que se movía ligeramente con el temblor de su mano. "Teresa me ha dicho que casi no pruebas la comida. Medina está abajo, en el gabinete. Si tú quieres, subirá a verte ahora mismo." Se derrumbó en una silla, frente a la máquina de escribir y movió las manos y los labios para decir algo, dijo Mariana o Solana y me mostró con un gesto de fatiga las hojas ya escritas que había en el suelo y sobre la mesa y la hoja en blanco que estaba puesta en la máquina de escribir. "Perdona, Manuel", se disculpaba por cada gesto o palabra, "perdona que no haya limpiado esto para recibirte. Siempre fui muy desordenado, tú lo sabes. Ahora me parece que estoy volviéndome sucio. Pero no estoy enfermo. Tú te acuerdas de Orlando: cuando lo miraba a uno con aquellos ojos fríos de saurio era que se iba a morir de tanto como había bebido. Esta tarde empecé a escribir y no pude ir más allá de la segunda línea. El alcohol sirve alguna vez, pero no sustituye. Eso también lo sabía Orlando". Bebí con él, le pregunté por el libro inacabado y temible cuyas páginas tiradas junto a la mesa él mismo pisaba o apartaba con el pie con un aire de descuido en el que descubrí una parte de castigo voluntario y perversidad, pero ya no era Jacinto Solana el hombre con quien yo estaba hablando.»