También ella había oído la campanilla desde su dormitorio, adivinando en su largo sonido un peligro que no alcanzó a precisar, porque no pudo reconocer la voz del recién llegado, pero en seguida, cuando oyó que se cerraba la puerta de la calle, hizo sonar imperiosamente el timbre para que subiera Amalia, y preguntó y supo, mientras la criada le ayudaba a vestirse, que la antigua amenaza nunca había estado muerta, sólo incubada, durante diez años, dispuesta a regresar en cualquier instante de un porvenir que ella siempre había temido y que ahora se cumplía tan inevitablemente como la llegada del otoño o de la vejez. «Así que no lo mataron en la guerra ni después de la guerra», dijo, «así que lo condenaron a muerte y lo indultaron y ahora ha salido de la cárcel para venir a mi casa». «Le he oído decir que se marchará pronto», dijo Amalia, tras ella, poniéndole el peinador bordado sobre los hombros. «No importa que se quede o que se vaya hoy mismo. Ha venido y mi hijo lo ha visto. El mal ya está hecho.» Pero preguntaba todas las mañanas si se había marchado, sin decir su nombre, aludiendo con un gesto de la cabeza a la parte de la casa donde estaba alojado el extraño, y todos los días, durante la primera semana, recibió la misma respuesta, que no explicaba nada, porque nadie, ni el mismo Manuel, sabía el propósito de Solana. Le dijeron que probablemente estaría enfermo, porque tosía y le temblaban las manos y casi nunca salía de la habitación ni se levantaba de la cama, que cuando Teresa le subía la comida y la dejaba sobre la mesa de noche él hacía como si no la hubiera visto, pero luego, en cuanto la muchacha salía de la habitación, se incorporaba y comía sin quitarse el abrigo ni usar los cubiertos ni la servilleta, interrumpiéndose de golpe si escuchaba un ruido junto a la puerta, como si le diera vergüenza que alguien pudiera descubrir el hambre que había traído. «Aún no ha abierto la maleta», dijo Amalia en la mañana del cuarto día, «ni siquiera ha desatado la cuerda con que la trajo atada, ni la ha movido del sitio donde la dejó cuando vino». La maleta intacta, el abrigo, el armario vacío, incluso la actitud de Manuel, a quien muy pocas veces vieron conversando con Solana, se fueron estableciendo gradualmente como señales de una inmediata partida, de una tregua, al menos, porque al paso de los días la presencia del extraño parecía disolverse sin que ocurriera nada. Doña Elvira no llegó a encontrarse con él en el comedor, como había temido, ni pudo verlo en el patio o en el pasillo de la galería. Pero le bastaba saberlo muy cerca de ella, en la casa, en la misma habitación que había ocupado en 1937, imaginarlo solo, esperando algo, envenenado de un propósito que ella sólo descubriría cuando ya fuera demasiado tarde para atajar su maleficio. «Como entonces», dijo ante Utrera, «como cuando mi hijo se lo traía a merendar procurando, el muy infeliz, que yo no me diera cuenta. Pero en la biblioteca quedaba el olor de las alpargatas de goma». Comían solos, doña Elvira y Utrera, porque Manuel había dejado de asistir al comedor y pasaba el tiempo en el palomar, en las habitaciones altas, ocupado, según supieron por Teresa, en dirigir el trabajo de los albañiles a los que había contratado para que revisaran la techumbre. Eligió la vasta habitación de las ventanas circulares, que había sido durante treinta años almacén de muebles viejos y cuadros religiosos arrumbados contra las paredes y arcones como ataúdes donde se guardaban solemnes trajes de gala y disfraces de carnaval no usados desde el fin de siglo. Los albañiles lo trasladaron todo a un desván, cegaron las madrigueras de los ratones y pintaron de blanco el techo y las paredes de la habitación y los postigos de las dos ventanas que daban a la plaza. Con la ayuda de Teresa, a quien había sugerido que guardara silencio incluso ante su tía Amalia, Manuel limpió el piso de madera hasta devolverle su antiguo tono castaño y dispuso tan meditativamente los nuevos muebles en la habitación que Teresa sospechó que tenía el propósito de trasladarse a ella. Una cama con doble colchón de lana y sábanas limpias y mantas no usadas nunca, frente a las dos ventanas circulares, orientadas al sudeste, para que llegara a ellas la primera luz del día, un escritorio de roble, entre las dos ventanas, con molduras isabelinas recién barnizadas, una reluciente Underwood, una estilográfica inglesa y un tintero y un paquete de hojas en blanco cuidadosamente apiladas en el primer cajón, y en la pared, sobre el escritorio, un paisaje oscurecido y arcádico del siglo xviii en el que se adivinaba un arrabal ocre y una larga góndola cruzando las aguas de la laguna de Venecia. Pero si Manuel iba a confinarse en esa habitación adonde no llegaban las otras voces de la casa no sería únicamente para dormir, pensó Teresa: era como si hubiera decidido prepararlo todo para cortar definitivamente su trato con el mundo, porque tendió una cortina en uno de los extremos y guardó tras ella un infernillo de petróleo y una alacena con platos y cubiertos para una sola persona, embutidos, latas de conserva, botellas de vino que entre los dos subieron más o menos clandestinamente de la bodega y hasta un paquete de velas para alumbrar la habitación cuando a las once de la noche se cortara la luz eléctrica. A la luz de una de ellas, la noche del quinto día desde la llegada de Solana, Manuel y Teresa comprobaron una por una todas las cosas como si revisaran los camarotes y la bodega de un barco que está a punto de emprender su viaje, y Manuel, exhausto, porque no habían cesado de trabajar desde el amanecer, encendió un cigarrillo y se sentó frente a la máquina de escribir, rozando el teclado con la yema del dedo índice, sin atreverse a pulsar las letras agrupadas e iguales, sintiendo sólo su breve tacto metálico como una posibilidad de interminables palabras. Recordó entonces algo que Jacinto Solana le había dicho en una carta muy antigua: las palabras, la literatura, no están en la conciencia de quien escribe, sino en sus dedos y en el papel y en la máquina de escribir, igual que las estatuas de Miguel Ángel en el bloque de mármol donde se revelaban. A la mañana siguiente, cuando Teresa entró con la bandeja del desayuno en el dormitorio de Solana, lo encontró ya en pie, abrochándose frente al espejo el cinturón del abrigo que tal vez tampoco esa noche se había quitado para dormir. «Me ha dicho que se va hoy mismo», se apresuró a decirle a Manuel, cuando volvió a la cocina, y unos minutos más tarde Amalia ya repetía la noticia ante doña Elvira, que no mostró ni una señal de alivio cuando la supo. «Lo he visto en el corredor de la galería», dijo Amalia, «con el sombrero puesto y la maleta en la mano. No lo he oído toser, y ya no está tan pálido como cuando vino». Avanzaba por el corredor igual que había caminado desde que salió de la cárcel, despacio y muy cerca de la pared, como si quisiera abrigarse en ella, fatigado y tenaz, una mano en el bolsillo del abrigo y la otra asiendo la maleta con los crispados nudillos que sobresalían justo al filo de la manga sucia, y no era el olor a cárcel y a tren ni el agobio de los hombros lo que señalaba su porvenir de intemperie y de estaciones sin destino, sino ese gesto lívido de la mano que sostenía la maleta como si fuera un atributo aceptado y necesario de su condición, igual que la sumaria corbata, el cuello oscuro de la camisa, el abrigo de otra época y de otro hombre que tal vez aún estaba en la cárcel. Andaba con la cabeza baja, mirando tras los cristales de la galería la luz ámbar que descendía hacia el patio, pero no llegó a bajar las escaleras, porque Manuel lo estaba esperando y no pareció escucharle cuando él le dijo que se marchaba. «Ven. Quiero mostrarte algo.» «Tengo prisa, Manuel. Me han dicho que pasa un tren para Madrid a las once.» Le quitó la maleta, y lo hizo subir con él a una región de la casa que Solana nunca había visitado: escaleras oscuras, salones vacíos con espejos en las paredes y guirnaldas pálidas pintadas en las esquinas de los techos, hornacinas de vidrio donde brillaban los ojos fijos de santos modelados en cera con bucles de cabello humano. Llegaron al fin a la primera puerta de un corredor cuyo extremo se perdía en la oscuridad, y cuando Manuel la abrió fue como si la luz del día se derramara violentamente sobre ellos. La mesa, entre las dos ventanas, la alta máquina que relucía dorada y negra y metálica en el sol helado de la mañana de enero, las paredes blancas que aún olían tenuemente a pintura, el aire poblado de una fragancia de sábanas limpias y barnices que repetían en la memoria de Solana aquella lejana invitación que conoció como un agravio la primera vez que Manuel lo hizo entrar en la biblioteca de la casa, quedándose en el umbral, exactamente igual que ahora, para permitirle que se internara solo en el deslumbramiento de la delicia. Dio unos pasos, como entonces, sin atreverse a penetrar del todo, permaneció quieto ante la máquina, ante la claridad de las ventanas circulares, tomando la pluma y dejándola luego cuidadosamente, como si temiera dañarla con sus duras manos inhábiles, y acaso fue al ver el paquete de picadura y el papel de fumar cuando advirtió definitivamente que la habitación y la máquina y la cama con su embozo blanco habían sido preparadas para él, porque Manuel sólo fumaba cigarrillos rubios. «Sabes que no puedo aceptar, Manuel. Sabes que no podría pagarte nunca», dijo, mirando todas las cosas ofrecidas e intactas, e hizo un brusco ademán como para salir de allí y renegar de ellas cuando aún era posible no rendirse a su tentación, pero Manuel seguía ante la puerta y le cerraba el paso. «Escribe tu libro aquí. En el primer cajón de la mesa tienes todo el papel que puedas necesitar. Yo me ocupo de que no te moleste nadie.» Dejó la llave sobre la mesa y salió cerrando muy despacio. Oía los pasos de Solana, el silencio, luego los muelles de la cama y otra vez el silencio y los pasos sobre el entarimado, la máquina de escribir, sonando como si el dedo índice golpeara una y otra vez la misma letra elegida al azar y repetida con infatigable saña sobre el papel, sobre el rodillo negro y vacío.
Al oír el silbido todavía lejano Mariana avanzó hasta el filo del andén para mirar la vía desierta que iba a perderse entre los sembrados verdes y los primeros olivares, y el viento ábrego, el que anuncia la lluvia, le estremeció el pelo y la falda y la tela blanca de la blusa, como si estuviera asomada a un muelle junto al mar. «Ya viene», me gritó, señalando la columna casi inmóvil de humo que se inclinaba sobre las copas de los olivos, y luego volvió hacia mí alisándose el pelo y la falda que al levantarse había descubierto durante un instante delicioso sus rodillas, pero la sonrisa que ahora había en sus labios ya no me pertenecía, y su impaciencia por la llegada del tren donde venía Orlando era un agravio muy semejante al desasosiego de los celos. Odié el tren y odié a Orlando, porque venían para decapitar mi soledad con ella, emisarios del tiempo que me la arrebataba y de las horas futuras en que me arrasaría su ausencia. Despojado de la voluntad, de la resignación, del orgullo, yo ya no consistía sino en los dos ojos sedientos que miraban a Mariana y en la conciencia de la tregua última que se concedía envenenadamente a mi imaginación. Se estaba marchando ya, aunque pareciera inmóvil, yo la sentía perderse con la lentitud de las agujas de un reloj, de un tren que inicia su partida en silencio deslizándose hacia las luces rojas de la oscuridad, y la estación vacía, la quietud indolente de la mañana de mayo, fueron de pronto, cuando sonó el segundo silbido y vi la columna de humo que se aproximaba, el paisaje de una isla abolida donde yo me había quedado desertado y solo, mirando el reloj, que señalaba el mediodía, calculando el lugar y el destino de mi próxima huida, sin internarme en el porvenir más allá de tres días, porque tras ese límite no quedaría nada. La tregua, que para mí estaba deshaciéndose como un rostro de humo, duraba interminablemente para Mariana, y esa mutua discordia en la percepción del tiempo me hería como una deslealtad más cierta que su matrimonio con Manuel. «Cuento los días, Jacinto, no puedo vivir en esa casa, con esa mujer que no me mira y me odia sin decirme nada, con ese tipo, el escultor, que me mira siempre al escote y tiene las manos húmedas. Hasta Manuel se me vuelve un desconocido.»