He visto el lugar a donde lo llevaron. Un convento, ahora abandonado, que durante la guerra fue almacén y cuartel para las milicias anarquistas, en una de esas plazuelas sin árboles que uno encuentra a veces inopinadamente al final de una calle de Mágina. En 1939 blanquearon la fachada del convento para tachar los grandes rótulos pintados en rojo que la cubrían, pero los años y la lluvia han desleído tenuemente la cal y ahora pueden adivinarse de nuevo las iniciales, las palabras condenadas. F.A.I., debió leer en la fachada cuando lo hicieron bajar de la furgoneta. Loor a Durruti, pero sin duda ignoraba quién era Durruti y qué significaban las iniciales furiosamente escritas con brochazos rojos. Eran únicamente una parte de la guerra que al final lo había atrapado, tan indescifrables como la guerra misma y los rostros de los hombres que lo empujaron y el motivo que usaron para detenerlo. Los sótanos, la capilla, las celdas de los frailes, estaban llenos de presos, y habían tendido una alambrada espinosa entre las columnas del patio para alojar allí a los que ya no cabían en las celdas. Desde la calle se veía una niebla de rostros oscuros adheridos a las rejas de las ventanas, de ojos y manos asidas a los barrotes o surgiendo desde la penumbra como animales extraños o ramas de árboles que inútilmente se alargaran para alcanzar la luz. Había también, supongo, en los corredores altos, donde apenas llegaba el ruido de los tacones y las órdenes y los motores de los camiones cargados de presos que se detenían en la plaza, un atareado rumor de papeles y máquinas de escribir, ventiladores, tal vez, listas de nombres interminablemente repetidas en papel carbón y comprobadas por alguien que iba deslizando un lápiz por el margen y se interrumpía de vez en cuando para corregir un nombre o trazar a su lado una breve señal.
Sé que todos los días, a la caída de la tarde, llegaba a la puerta del convento una hilera de burros cargados con hojas de coliflor. Volcaban los serones en el zaguán, y una cuadrilla de presos vigilados por guardianes marroquíes recogía el forraje a grandes brazadas y lo arrojaba a los otros sobre la alambrada del patio. Las grandes hojas de un verde entre azulado y gris se derramaban entre las manos tendidas de los presos, que peleaban para conseguirlas y las desgarraban y mordían luego ávidamente sus nervaduras chupando su jugo pegajoso y amargo. Él no comió. Él no quiso humillarse entre los grupos de hombres que se disputaban una hoja de forraje de vacas y avanzaban a gatas buscando entre los pies de los otros un resto inadvertido o pisado. Después de comer esas hojas que crujían como papel de estraza y dejaban un sucio rastro verde y húmedo alrededor de la boca, algunos presos, tal vez los que más fieramente habían peleado para conseguirlas, se retorcían sobre las losas y vomitaban apretándose el vientre y amanecían muertos e hinchados en medio del patio o en el rincón de una celda. Silencioso y solo, él miraba los rostros desconocidos y las cosas extrañas que sucedían a su alrededor y pensaba que eso, al fin, era la guerra, la misma crueldad y desorden que había conocido cuando en su juventud lo llevaron a Cuba. De vez en cuando, a medianoche, escuchaba los retemblidos de un camión parándose junto a la puerta del convento. Entonces el silencio se imponía de golpe sobre el murmullo de los cuerpos amontonados en la oscuridad, y todas las pupilas quedaban fijas en el aire, nunca en los rostros de los otros, porque mirar a otro hombre era tener ante sí la prefiguración de la llamada y la muerte. Al ruido del camión sucedía el de los cerrojos y el redoble de las botas por los corredores. Entre dos columnas del patio, en el umbral de una celda, se detenía un grupo de figuras uniformadas, y una de ellas, alumbrando con una linterna la lista mecanografiada que sostenía en la otra mano, iba leyendo lentamente los nombres, equivocándose a veces al pronunciar un apellido difícil.
Una noche pronunciaron el suyo. Tenía los huesos entumecidos de humedad y un ingrato sabor como de ceniza en la boca. Dos guardias lo alzaron del suelo y le ataron las manos a la espalda con un alambre. Pensó en mí, de quien nada sabía desde dos años atrás, en su casa cerrada, en su tierra sola bajo la noche. Lo hicieron subir a la caja del camión y lo maniataron contra el espaldar de una silla, al lado de un hombre de cabeza derribada que se estremecía en sus ataduras con un llanto sordo y continuo. Habían clavado una doble fila de sillas de anea sobre las tablas del camión, y los hombres atados a los espaldares permanecían alineados y rígidos, como si asistieran a su propio velatorio, oscilando gravemente en las curvas de los callejones y rebotando convulsos cuando el camión dejó atrás las últimas esquinas alumbradas y se internó por un camino de tierra en los baldíos del norte de la ciudad. Sintió el ilimitado olor del aire y de los descampados en la noche que los faros hendían buscando el camino del cementerio. El camión avanzó al fin entre cipreses oscuros, y al llegar ante la verja de hierro giró a la izquierda continuando por una estrecha vereda a lo largo de las tapias bajas y encaladas. Alguien gritó al conductor que se detuviera, y el camión retrocedió hasta situarse frente a un tramo de la tapia donde la cal estaba picoteada de disparos. Dos soldados iban desatando las cuerdas que los sujetaban a las sillas y empujándolos luego para que saltaran del camión. Los alinearon ante la tapia, deslumbrados por los faros amarillos que alargaban sus sombras sobre la tierra removida y manchada. Mucho antes de que sonaran los cerrojos de los fusiles y la detonación única que no llegó a escuchar, él ya había dejado de tener miedo, porque se sabía al otro lado de la muerte: la muerte era esa luz amarilla que lo cegaba, era la sombra que se iniciaba tras ella y cobraba la forma de los olivos cercanos y de los hombres emboscados o confundidos con ellos que levantaban sus fusiles y permanecían inmóviles durante un tiempo sin fin, como si no fueran a moverse ni a disparar nunca. No el dolor del vacío ni el vértigo de caer con las manos atadas sobre la tierra o sobre otro cuerpo, sino una súbita sensación de lucidez y abandono y crudo sabor de sangre en la boca cerrada contra la oscuridad.
Enciendo un cigarrillo en la vela y la voy apagando despacio al expulsar el humo. El humo es azul y gris y queda suspendido en el aire como la luz gris en la que emergen la habitación pintada de blanco y la cama deshecha, la plaza azul bajo los tejados y las acacias. Tras las ventanas circulares, como en la cabina de un buque, presencio el amanecer de Mágina, fumando inerte, junto al cristal, como si amaneciera en una ciudad donde yo también estoy muerto.
«Y ahora está tendido en la habitación», pensó Manuel, «con los postigos cerrados, con los ojos cerrados, con las manos unidas sobre la hebilla de ese abrigo absurdo que huele a tren y que no se ha quitado porque tiembla de frío aunque Teresa haya encendido el fuego frente a su cama, las manos unidas, los dedos entrelazados sobre el abrigo y los pulgares chocando rítmicamente entre sí, como si contara el tiempo sin forma ni límites ni destino preciso igual que lo cuentan los latidos del corazón o la gota de agua que cae de noche de un grifo mal cerrado. Me ha oído cuando entré y ha fingido que dormía, o tal vez estaba dormido de verdad y es que su sueño se parece a un fatigado insomnio, vestido, sobre la cama, la maleta sin abrir en medio de la habitación, los zapatos con los cordones desatados manchando de barro el filo de la colcha, y ese olor a manta áspera y a madrugada fría que yo ya había olvidado»: aún antes de que su madre entrara en el comedor, examinándolo todo con una sola mirada en busca de alguna señal que denunciara la llegada del huésped y el enemigo, Manuel sabía que la presencia de Solana en la casa iba a gravitar sobre el previsible silencio en que sucedería la cena, aunque su nombre no fuera pronunciado, pues doña Elvira había sabido siempre usar el silencio como una acusación y un insulto, y el de Solana era uno de los nombres que ella no pronunciaba nunca, obedeciendo a una fiera norma de orgullo que le fue inculcada en su juventud. Cuando apareció al fin en el umbral del comedor, flanqueada por Amalia como por una antigua dama de compañía, Manuel y Utrera se pusieron en pie al mismo tiempo, pero fue Utrera quien se apresuró a apartar la silla destinada a ella en la cabecera de la mesa, sosteniendo el respaldo, mientras doña Elvira se sentaba, con una excesiva inclinación como de camarero de hotel. En aquellos años, dijo luego Medina, Utrera parecía empeñado en mantener un cierto aire de recepcionista de película, solícito siempre y un poco sudamericano, levemente aceitoso, con sus trajes a rayas y el pelo inflexiblemente ondulado por el fijador, con el delgadísimo bigote negro que le exageraba la sonrisa, la línea blanda de la boca.
«Señora», dijo, mientras doña Elvira desplegaba la servilleta y se la ponía en el regazo, mirando sin expresión hacia el otro lado de la mesa, pero también, muy de soslayo, a Manuel, que se sentaba a su izquierda, «no tengo palabras para agradecerle que haya aceptado mi invitación de esta noche. Con su permiso, diré a Amalia que empiece a servir la cena». El ayuntamiento de un pueblo cercano le había encargado una copiosa alegoría de la Victoria, y como le pagaban según el número de figuras, igual que a los pintores del Renacimiento, había decidido invitar a Manuel y a su madre a una cena que él mismo calificó de especial. Después de pedir permiso a Manuel, que se encogió de hombros, Amalia había accedido a servir la cena en la vajilla de plata, y a poner en la mesa dos candelabros de bronce que habitualmente estaban sobre el aparador y eran un testimonio parcial del tiempo en que aún vivía el padre de Manuel y se celebraban en la casa cenas de gala como aquella a la que asistieron Alfonso XIII y el general Primo de Rivera. A la luz de los candelabros, el comedor… y las tres figuras congregadas en torno a la mesa demasiado grande tenían la melancólica apariencia de un simulacro sin fortuna. Como en las cenas de protocolo de su adolescencia, Manuel se miraba obsesivamente los puños de la camisa y las manos que sostenían el tenedor y el cuchillo, alzando a veces la cabeza para asentir a lo que Utrera decía, a su solicitud y sonrisa, lejanas, como los gestos de un actor que se ha quedado solo en el escenario y trata de conmover al público de una sala medio vacía. Notó, de pronto, que Teresa había salido del comedor y tardaba en regresar, y una mirada al perfil de su madre le hizo adivinar que también ella había advertido la ausencia de la muchacha. «Teresa», dijo doña Elvira, interrumpiendo algo que le contaba Utrera. Amalia dio un paso y se acercó a ella, pero miraba a Manuel, como si le pidiera una señal. «Dígame, señora.» Doña Elvira dejó pausadamente el cuchillo y el tenedor sobre el mantel y habló separando apenas los labios. «No te he llamado a ti. ¿Es que no está Teresa?» Amalia aún miraba a Manuel, alisándose nerviosamente con los dedos el filo del delantal blanco. «Vuelve en seguida, señora.» Fue entonces cuando Manuel habló, entendiendo, aceptando la trampa que se le tendía, atreviéndose a mirar los ojos de su madre igual que los había mirado el día en que le dijo que iba a casarse con Mariana, imitando sin darse cuenta su misma fijeza azul, despojada de toda voluntad de explicación o desafío. «Teresa ha ido a subirle la cena a Jacinto Solana.»