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Habían vuelto esa tarde de la estación persiguiéndose y abrazándose por los callejones con una obstinación en el deseo que por primera vez excluía todo pudor o ternura, demorando el momento de llegar a la casa y atreviéndose a crudas caricias por las esquinas vacías y a palabras dulces y sucias que nunca habían pronunciado. Pero el juego y la fiebre no terminaron cuando llamaban a la casa. Mientras oían a Teresa, que cruzaba el patio repitiendo «ya va», se ordenaban la ropa, el pelo, se erguían gravemente a ambos lados de la puerta, fingiendo ya indiferencia o fatiga, y ahora la simulación los incitaba más que el asedio.

– Don Manuel está peor -dijo Teresa-. Tuvo que acostarse después de comer.

– ¿Ha venido el médico?

– Claro, y le ha regañado por fumar y no tomarse las medicinas. Cómo va a ponerse bueno, si no hace caso de lo que le mandan.

Al oír a Minaya, Amalia bajó las escaleras tanteando el pasamanos. Venía del dormitorio de Manuel y traía consigo un fatigado olor a habitación de enfermo. «Su tío quiere verlo.» Tenía un brillo sucio de lágrimas bajo los párpados pintados. Cuando Minaya golpeó quedamente la puerta del dormitorio la voz de Manuel invitándolo a que pasara le sonó desconocida, como si prematuramente la contaminara la extrañeza de la muerte. Pero esas cosas las pensó después, mientras estaba solo en su habitación esperando a Medina, porque uno recuerda siempre la víspera de una desgracia imaginando en ella leves vaticinios que no supo averiguar cuando aún era tiempo, y que tal vez no existían. La misma voz venida de la penumbra le pidió que entreabriera las cortinas. «Ábrelas más, del todo. No sé por qué tienen que dejarlo a uno a oscuras cuando está enfermo.» Porque la luz es un agravio, pensó Minaya al volverse hacia su tío, mirando los pómulos hundidos contra la almohada blanca y las delgadas manos inertes sobre la colcha, las muñecas de largas venas azules que emergían de las mangas del pijama. En la plaza, sobre las copas de las acacias, la torre color arena de la iglesia, coronada de gárgolas bajo los aleros, relumbraba en la tarde contra un violento azul cruzado de golondrinas.

– Acerca esa silla. Siéntate aquí, más cerca. No puedo levantar mucho la voz. Medina me ha prohibido que hable. Lleva treinta años prohibiéndome y ordenándome cosas absurdas.

Manuel cerró los ojos y llevó muy despacio la mano hacia el costado izquierdo, conteniendo el aire y expulsándolo luego con un silbido muy largo. Era de nuevo la punzada, el cuchillo, la oscura mano que hendía el pecho hasta apretarle el corazón y luego lo iba soltando con la misma lentitud con que lo había apresado, como si ofreciera una tregua, como si avanzara sólo hasta el justo límite donde empezaría la asfixia.

– Esta mañana, cuando te fuiste al cortijo, entré en la biblioteca y vi que habías olvidado guardar unas cuartillas escritas. Iba a recogerlas yo, porque me parecieron notas para ese libro que no sé si todavía quieres escribir, y temía que Teresa te las desordenara al hacer la limpieza, pero al reunirías vi sin querer que habías escrito mi nombre y el de Mariana, subrayados, varias veces. No me mires así: soy yo quien debe disculparse, y no tú. Porque estuve tentado de abrir de nuevo el cajón y leer lo que habías escrito sobre nosotros. Desde que viniste aquí he respondido a todas tus preguntas, pero esta mañana me dio miedo imaginar qué pensarías de nosotros, de Mariana y de mí, y de Solana, que hacía igual que tú, que lo miraba todo del mismo modo que miras tú, como averiguando la historia de cada cosa y lo que uno pensaba y lo que escondía tras las palabras. Con aquella novela suya que no llegó a terminar me hubiera pasado lo mismo que con tus papeles. No me habría atrevido a leerla.

«Si supiera que no soy un testigo, sino un espía, que he entrado en su dormitorio nupcial y he descubierto los manuscritos que él no ha querido mostrarme, tal vez porque se cuenta en ellos lo que sólo pudo ver una sombra apostada sobre el jardín aquella noche de mayo en que Solana y Mariana rodaban en la oscuridad besándose con la desesperación de dos amantes en la víspera del fin del mundo.» Manuel había hablado en un tono de voz cada vez más bajo, y al final, en silencio, le apretó a Minaya largamente la mano, sin mirarlo, como si quisiera asegurarse de que todavía estaba allí. La mano luego amarilla e inmóvil, con la palma vuelta hacia arriba y los dedos curvos como la garra de un pájaro muerto, la mano que se movió torpemente en el aire no para maldecir o expulsar a Inés y a Minaya, sino para hacer que se desvanecieran como el humo de una habitación cerrada, sombras sus dos cuerpos desnudos o prematuros espejismos que le anunciaban a Manuel el sueño de la muerte cuando perseguido por ella se levantó de la cama y salió del dormitorio cruzando el corredor oscuro para mirar por última vez el rostro de Mariana en la fotografía del gabinete y abrir la puerta de la habitación donde la había abrazado y poseído. Se despertó sobrecogido por la súbita conciencia de que iba a morir, pero ni aun cuando estuvo en pie y se atrevió a caminar descalzo sobre el ajedrez frío de las baldosas logró eludir la sensación de estar habitando un sueño en el que, por primera vez, la punzada en el corazón y la asfixiante ligereza del aire eran cosas ajenas a su propio cuerpo, igual que el vértigo en las sienes y el frío en las plantas de los pies. No debió extrañarle, por eso, que hubiera una línea de luz bajo la puerta del dormitorio nupcial ni que por encima del ruido de su respiración se escuchara un obsceno jadeo de cuerpos entrelazados, el agrio aliento de un hombre que murmuraba y mordía cerrando los ojos para apurar el instante imposible de la desesperación o la felicidad y el grito largo o el llanto o la carcajada de una mujer cuyo fiero gozo estallaba como un escándalo de cristales rotos en el silencio de la casa. Comprendió entonces, al filo del desvanecimiento, la irrealidad de tantos años, su condición de sombra, su interminable y nunca mitigada memoria de una sola noche y de un solo cuerpo, y acaso cuando abrió la puerta y se quedó parado en el umbral, percibiendo en el aire el mismo olor candente de aquella noche, no llegó a reconocer los cuerpos prendidos sobre la cama, brillando en la penumbra, y murió borrado por la certeza y el prodigio de haber regresado a la noche del veintiuno de mayo de 1937, para presenciar tras el cristal de la muerte cómo su propio cuerpo y sus manos y labios asediaban a Mariana desnuda.

«No», había dicho Inés, apoyándose en la puerta cerrada del dormitorio cuando Minaya, que había devuelto los manuscritos al cajón donde los encontró, se dispuso a salir. «Tiene que ser aquí. Me gusta esa cama, y el espejo del armario.» Lo dijo con una voz que no era tan invitadora como de antemano resuelta a cumplir ese exacto deseo aun cuando Minaya no accediera a quedarse, como si él no fuera un cómplice, sino un testigo del placer que ella imaginaba y en el que de cualquier modo estaría sola. Dijo «tiene que ser aquí», sonriendo con tranquila audacia, y él supo en seguida que se quedaría aunque no pudiera compartir su coraje ni olvidar el miedo a que los descubrieran, que no había cesado desde que Inés vino a su habitación y le dijo, con la misma sonrisa, que había encontrado en una chaqueta de Manuel la llave del dormitorio nupcial. Fue Minaya quien le pidió que la buscara: cualquier día, cualquiera de esas noches en que no podía dormir, era posible que Manuel buscara en el dormitorio los manuscritos que él mismo debió esconder tras la muerte de Solana. Durante un cierto tiempo, Minaya confió en que alguna vez se repitiera el azar que le permitió encontrarlos, pero Manuel no volvió a olvidarse de cerrar con llave el dormitorio, lo cual, sospechaba Minaya, era tal vez la prueba de que su tío ya recelaba de él. Oyó pasos acercándose, y aún no se atrevía a desear que fueran los pasos de Inés cuando sonaron los tres golpes callados de la contraseña y ella se deslizó en la habitación vestida y pintada para el juego usual y secreto de las citas nocturnas, haciendo a un lado, con su falda amarilla y su blusa y medias de domingo por la tarde y la sombra de maquillaje en los pómulos, la penumbra de medianoche, la grave presencia, sobre el escritorio, del bloc azul y de los manuscritos, de las cuartillas donde Minaya iba trazando la biografía de Jacinto Solana. Pero ahora, cuando tuvo a Inés ante sí, sólo le importaba su hermosura y la arrasadora certeza de que iba a estar toda su vida enamorado de ella. No se volvió inmediatamente para abrazarla: la vio primero reflejada en los cristales del balcón, de pie tras él, que aún escribía, y esa imagen adquirió para Minaya la cualidad inmóvil de un símbolo o de un recuerdo futuro, porque en ella estaba cifrado el único porvenir no inhabitable que concebía para sí mismo.

Emboscado y solo, a las tres o a las tres y media de la madrugada -no tenía reloj y no había escuchado el del gabinete, y era incapaz de calcular el tiempo pasado desde que habló con Medina- volvió a sentarse frente al escritorio, y se vio en el cristal a la misma luz que lo alumbraba tres horas antes, pero ahora sólo se veía a sí mismo sabiendo que nunca más iba a repetirse junto a la suya la serena figura de Inés, inútilmente buscada ahora en el cristal vacío, en la deslealtad de los espejos. El presente se había quebrado para condenarlo sin remedio a la usura de la memoria, que ya lo urgía a conmemorar con pormenores obsesivos el primer abrazo de la media noche y la sonrisa que había en los ojos de Inés cuando le mostraba la llave como una ambigua invitación que únicamente se reveló del todo en el dormitorio nupcial, después de que Minaya guardara los manuscritos bajo el vestido de novia.

– Nadie va a oírnos. Don Manuel se ha dormido con las pastillas que le dio Medina, y los demás duermen muy lejos de aquí.

Hubiera bastado decir que no por segunda vez, obligarla a que se retirara de la puerta, salir solo tal vez y aceptar el insomnio y la rabia, pero no hizo nada, sólo mirarla enfermo de deseo y de miedo: se sentó en la cama, dejó caer los zapatos, se levantó la falda para desabrocharse las medias. Minaya vio los largos muslos blancos, las rodillas levantadas, los pies al fin desnudos e indóciles a sus besos, rosados y blancos y moviéndose como peces en la penumbra de los espejos. Cuando le entreabría lo muslos para descender al rosa húmedo de su vientre creyó escuchar el ruido de una puerta lejana, pero ya no le importó el miedo, y ni siquiera el pudor, ni la vida, ni la conciencia que se deshacía como la forma de la habitación y la identidad y los límites de su cuerpo. Oía la voz de Inés confundida en la suya y le mordía los labios mientras la miraba a los ojos para descubrir una mirada que nunca hasta esa noche le perteneció. Asidos como dos sombras rodaron al suelo arrastrando consigo las sábanas de la cama, y sobre la alfombra, entre las sábanas manchadas, se buscaban y derribaban y mordían en una persecución multiplicada por los espejos en el aire púrpura y oscuro. Como si hubieran sobrevivido a un naufragio en el mar y a la tentación de rendirse a una muerte dulcísima bajo las aguas se hallaron de nuevo inmóviles sobre la cama y no podían recordar cómo ni cuándo habían regresado a ella. «Ahora no me importa morirme», dijo Minaya. «Si me ofrecieras ahora mismo una copa de veneno la bebería entera.» Sentada en la cama, Inés le acariciaba el pelo y la boca, y lentamente lo hizo volverse hacia ella, entre sus muslos, hasta que los labios de Minaya encontraron la hendidura rosa que ella misma entreabría con el pulgar y el índice de las dos manos para recibirlo. Pero no había ya premura ni desesperación, y la serena codicia del paladar se prolongaba y ascendía en la indagación de la mirada. Empujado por el aliento oscuro que había revivido más hondo cuando apuraba su vientre, subió hasta demorarse en los pechos, en la barbilla, en la boca, en el pelo mojado que le tapaba los pómulos, y luego sintió que se desvanecía estremeciéndose inmóvil, lúcido, suspendido en el límite de una dulzura sin regreso. «Tú no te muevas», dijo Inés, «tú no hagas nada», y empezó a moverse ondulada y girando bajo sus caderas, apresándolo, hiriéndolo, apurando el aire para expulsarlo muy lentamente al tiempo que se levantaba y curvaba hincando en las sábanas los codos y los talones, y sonreía con los ojos fijos en Minaya, murmurando, «despacio», diciéndole en voz baja palabras que él nunca se había atrevido a decirle. Como un animal herido se incorporó alzando la cabeza, y fue entonces cuando se rasgó el tiempo como si una piedra vengativa hubiera roto los espejos que los reflejaban, porque escucharon tras ellos el ruido de la puerta y vieron la temible lentitud con que se movía el pomo y entraba en el dormitorio la larga mancha de luz que se detuvo a los pies de la cama cuando apareció Manuel en el umbral, descalzo, con su pijama de incurable y su pañuelo italiano en torno al cuello, mirándolos con un estupor del que hubiera estado ausente la ira si no fuera por aquella mano que se levantó inmóvil cuando Manuel dio un paso hacia la cama, como en un gesto helado de maldición. Abrió la boca en un grito que no llegó a oírse, y aún dio un paso más antes de que sus pupilas quedaran vacías y fijas, no en Inés ni en Minaya, sino en la mano que había descendido hasta apoyarse abierta en el lado del corazón, curvándose asida a la tela del pijama al mismo tiempo que Manuel iba cayendo de rodillas y volvía a alzar sus ojos azules para mirarlos. Inés no vio esa mirada última: dijo que había hundido el rostro en el pecho de Minaya y que le hincaba las uñas cuando oyó que algo rebotaba pesadamente contra el piso de madera. Temblando de frío abrió los ojos y vio en el espejo del tocador que estaba sola y muy pálida sobre la cama. Minaya, todavía desnudo, se inclinaba sobre el cuerpo de Manuel, tanteándole el pecho bajo el pijama. Está muerto, dijo, y cerró con llave la puerta del dormitorio. Manuel tenía la boca abierta contra el suelo y los ojos fijos en la luz de la mesa de noche. Inés, para no verlos, bajó sonámbula de la cama y extendió una mano cobarde hasta rozarle los párpados, pero Minaya la detuvo y la obligó a incorporarse zarandeándola como a un niño que no quiere despertar. Por primera vez en su vida no lo paralizaba el miedo: ahora el miedo era un impulso para la inteligencia o para el sucio coraje de simular y huir.

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