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– Al tal John Kirk lo mataron de dos tiros -siguió el Conde, mientras con una pequeña rama dibujaba algo en la tierra, delante de sus pies-. Con una ametralladora Thompson. Y Hemingway tenía una Thompson que se ha esfumado. No está en la casa y ya comprobamos que Miss Mary no se la llevó después que él se mató. Ésa era un arma que él quería mucho, porque me parece que hasta la puso en sus novelas. ¿Se acuerda de esa Thompson?

– Sí -el viejo se colocó otra vez el sombrero-, era la de matar tiburones. Yo mismo la usé unas cuantas veces.

– Anjá, Esa misma. Luego de muerto, al agente lo enterraron en la finca, pero no en cualquier lugar, sino debajo de la valla de gallos, que estaba bastante cerca de la casa. Movieron las virutas, abrieron el hueco, tiraron al tipo y su chapa de policía y lo taparon con la tierra. Después volvieron a regar las virutas para que nadie pudiera darse cuenta de que allá abajo había un cadáver… Y, si no me equivoco, esto pasó antes de que amaneciera el día 3 y llegaran a la finca los otros empleados.

La brevísima sonrisa que movió los labios del viejo sorprendió al Conde y lo hizo dudar sí iba por el camino de la verdad o si se había perdido en una de las veredas oscuras del pasado, y por eso se lanzó a tocar fondo.

– Yo creo que en el enterramiento estuvieron tres o cuatro hombres, para que fuera rápido. Y pienso también que a ese policía lo mató una de estas tres personas: Calixto Montenegro, Raúl Villarroy o su patrón, Ernest Hemingway. Pero no me extrañaría mucho si me entero de que lo mató Toribio el Tuzao… o usted, Ruperto.

Otra vez el Conde esperó alguna reacción, pero el anciano se mantuvo inmóvil, como si estuviera en un sitio en el cual no lo tocaran las palabras del ex policía, ni el calor pegajoso de la tarde, ni las agresiones de la memoria. El Conde bajó la vista y terminó el dibujo que había trazado con la rama sobre la tierra: pretendía ser algo así como un yate, con dos antenas de cucaracha sobre la cubierta, flotando en un mar proceloso.

– Entonces entró en escena el Pilar -dijo y golpeó la tierra con la rama. Ruperto bajó lentamente la vista hacia el dibujo.

– No se parece -sentenció.

– En primer grado me suspendieron en dibujo y trabajos manuales. Un desastre en toda mi vida… Ni barquitos de papel aprendí a hacer -se lamentó el Conde-. Pero el Pilar de verdad zarpó el día 3 y llevó a Calixto a México. Hemingway no fue en ese viaje, porque debía preparar su salida de Cuba al otro día. Pero usted sí, porque el yate nada más lo piloteaban uno de ustedes dos. Y alguien de la finca navegó de marinero. ¿Fue Raúl, fue Toribio? Yo pienso que Toribio, porque Raúl se quedaría ayudando a su Papa. En ese viaje, por cierto, desapareció la Thompson. Está en algún lugar del Golfo de México, ¿verdad?

Y con la rama dibujó un arco que, desde el yate, iba a dar en el mar embravecido de la imaginación. El Conde soltó la rama y miró al anciano, dispuesto a escuchar. Ruperto se mantuvo con la vista fija en la otra ribera del río.

– ¿Usted cree que lo sabe todo?

– No, Ruperto, sé unas cuantas cosas, me imagino otras, y me gustaría saber otras más. Por eso estoy aquí: porque usted sí las sabe. Si no todas, al menos algunas…

– Y si fuera así, ¿por qué tendría yo que decírselas, a ver?

El Conde buscó otro cigarro y se lo puso en los labios. Con la fosforera en la mano detuvo su acción.

– Por unas cuantas razones: primera, porque no creo que usted haya sido el asesino; segunda, porque usted es un hombre legal. Cuando pudo haber vendido el Pilar, se lo entregó al gobierno para que lo conservaran en el museo. Y ese barco valía unos cuantos miles de dólares. Con ese dinero hubiera cambiado mucho su vida. Pero no, el recuerdo de Papa era más importante para usted. Eso es raro, ya no se usa, parece tonto, pero también es hermoso, porque es un gesto increíblemente honesto. Y caemos en la tercera razón: Hemingway pudo haber matado al agente, pero puede que no haya sido él. Si él lo mató y nosotros decimos que él lo hizo, lo van a destrozar. Ahora a la gente no le gustan los tipos como él: demasiados tiros, demasiadas peleas, demasiada heroicidad. Además, aunque usted no lo crea, él le hizo mucha mierda a mucha gente. Pero quizás no fue Hemingway y entonces ese tipo prepotente al que la gente ya no quiere mucho, hizo ese día algo que vale la pena respetar: protegió a uno de sus empleados después de que éste mató a un agente del FBI y hasta escondió el cadáver en su finca. Pasara lo que pasase, eso hubiera sido un bonito gesto, ¿no cree? Y ya se ío dije, me parece que dejar que le cuelguen un muerto ajeno no sería justo y nada beneficioso…

Ruperto se llevó el mocho de tabaco a los labios y movió la espalda contra el árbol, buscando al parecer una mejor posición para su esqueleto y sus dudas. Una humedad malvada comenzaba a nacer en el fondo de sus arrugas. Y el Conde decidió jugarse la última carta y amontonó su apuesta a todo o nada. Pero antes encendió el cigarro.

– Lo que pasó la noche del 2 de octubre del 58 fue un desastre para Hemingway. No sé si usted sabe que en los últimos años decía que el FBI lo perseguía. Su mujer no le creía. Los médicos dijeron que eran imaginaciones suyas, una especie de delirio de persecución. Y para curarlo le dieron veinticinco electroshocks. ¡De pinga! -exclamó el Conde sin poder evitarlo-. Primero fueron quince y luego otros diez. Los médicos querían que se olvidara de ese delirio de persecución que lo estaba volviendo loco y lo único que consiguieron fue cocinarle el cerebro, para después embutirle un millón de pastillas… Lo mataron en vida. Hemingway no pudo volver a escribir porque con el supuesto delirio le arrancaron parte de la memoria, y sin memoria no se puede escribir. Y él era de todo, hasta un poco hijo de puta, pero más que nada era un escritor. En dos palabras: le descojonaron la vida. Y eso es muy triste, Ruperto. Que se sepa, su Papa no tenía cáncer ni ninguna enfermedad mortal: pero lo habían castrado. Él, que siempre quiso demostrar que tenía cojones, y que hasta se los enseñó a mucha gente para que se los vieran, terminó castrado de aquí -y el Conde se golpeó la sien con la mano abierta, dos, tres veces, con fuerza, con rabia, hasta provocarse dolor-: y sin esto él no podía vivir. Por eso se metió un tiro en la cabeza, Ruperto, no por otra cosa. Y ese tiro empezó a salir del cañón de la escopeta la noche del 2 de octubre del 58… Y si no fue él quien mató al agente ese, de verdad que le costó caro proteger al que lo hizo. ¿No es verdad, Ruperto?

El Conde sabía que su espada había cortado sin piedad las carnes de la memoria. Y no se asombró al comprobar que por las comisuras de los ojos de Ruperto, entre las arrugas largas y sudadas, también corrían las lágrimas. Pero el anciano las secó de un manotazo y todavía se dispuso al combate. -Papa tenía leucemia. Por eso se mató. -Nadie ha probado que tuviera leucemia. -Estaba bajando de peso. Se puso muy flaco. -Bajó hasta las ciento cincuenta y cinco libras. Parecía un cadáver.

– Por la enfermedad… ¿Se puso tan flaco? -Fueron veinticinco electroshocks, Ruperto, y miles de pastillas. De no ser por eso a lo mejor todavía estaría vivo, como usted, como Toribio. Pero lo hicieron mierda, y yo no serta muy mal pensado si creyera que el FBI estuvo detrás de esos corrientazos. Ellos lo querían fuera de combate por algo que Hemingway sabía o que ellos pensaban que sabía… Ahora todo el mundo sabe que los del FBI lo perseguían de verdad. El jefe de esa gente le tenía odio y una vez hasta insinuó que Hemingway era maricón.

– ¡Eso es mentira, cojones!

– Así que lo peor que podía pasarle ahora es que le cayera este muerto arriba… Bueno, Ruperto, ¿lo salvamos o lo hundimos?

El anciano volvió a secarse las lágrimas que le mojaban el rostro, pero con un movimiento cansado. El Conde se sintió un miserable: ¿tenía algún derecho a robarle a un anciano los mejores recuerdos de su vida? Pensó entonces que, entre otras razones, había dejado de ser policía para no verse obligado a realizar actos infames como ése.

– Papa fue para mí lo más grande del mundo -dijo Ruperto, y su voz había envejecido-. Desde que lo conocí, hasta hoy, me ha dado de comer, y eso se agradece.

– Se debe agradecer, claro.

– Yo no sé quién mató al hijo de puta ese que se metió en la finca -dijo, sin mirar a sus interlocutores: hablaba como si se dirigiera a algo distante, quizás a Dios-. Nunca lo pregunté. Pero cuando Toribio me tocó la puerta, como a las tres de la mañana, y me dijo: «Vamos, Papa me mandó a buscarte», yo también fui para la finca. Raúl y Calixto estaban abriendo el hueco y Papa tenía su linterna grande en la mano. Parecía preocupado, pero no estaba nervioso, seguro que no. Y sabía cada cosa que se debía hacer.

»-Hubo un problema, Rupert. Pero no puedo decirte más nada. ¿Entendido?

»-No hace falta, Papa.

«Tampoco le dijo nada a Toribio, pero creo que a Raúl sí se lo dijo. Raúl era como su hijo de verdad. Y yo sé que Calixto sabía lo que pasó esa noche.

»-Ayuden a sacar tierra -nos dijo entonces.

»Toribio y yo cogimos las palas. Después, entre Calixto y yo, que éramos los más fuertes, cargamos al tipo. Pesaba una barbaridad. Estaba envuelto en una colcha, a la entrada de la biblioteca. Lo sacamos como pudimos y lo tiramos en el hueco. Papa echó entonces la insignia del tipo.

»-Raúl y Toribio, tápenlo y preparen otra vez la valla. No se demoren, que está amaneciendo y Dolores y el jardinero van a llegar. Calixto y Rupert, vengan conmigo.

«Los tres volvimos a la casa. Donde levantamos al muerto había una mancha de sangre, que se estaba secando.

»-Rupert, limpia eso, yo tengo que hablar con Calixto.

»Yo me puse a limpiar la sangre y trabajo que me costó sacarla toda. Pero quedó limpio. Mientras, Papa y Calixto estaban hablando en la biblioteca, muy bajito. Yo vi cuando Papa le dio un cheque y unos papeles.

»-¿Ya terminaste, Rupert? Bueno, ven acá. Ahora mismo coge el Buick y te vas con Calixto y con Toribio. Saca el Pilar y lleva a Calixto hasta Mérida y vuelve enseguida. Y tiren esto en el mar.

»Papa cogió la Thompson y la miró un momento. Le dolía desprenderse de ella. Era el arma preferida de Gigj, el hijo suyo.

»-Veré qué historia le invento a Gigi.

– Claro, cono -exclamó el Conde-, yo vi la Thompson en una foto. El hijo de Hemingway la tenía en las manos.

– Era pequeña, fácil de manejar -ratificó Ruperto.

– Siga, por favor.

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