– Papa la envolvió en un mantel, junto con una pistola negra, creo que un 38, y le dio el bulto a Calixto.
«-Arriba, que va a amanecer.
»A mí me dio una palmada aquí, en la nuca, y a Calixto le dio la mano y le dijo algo que yo no escuché bien.
»-El hijo de puta se lo merecía, Ernesto.
«Calixto era el único de nosotros que le decía Ernesto.
»-Vas a cumplir tu sueño. Disfruta Veracruz. Yo te aviso si me enamoro de una cubana…
»Eso fue lo que le dijo Papa. Cuando salimos, ya Raúl y Toribio habían terminado, y nosotros tres nos fuimos en el Buick. Y yo hice lo que él me pidió: llevé a Calixto hasta Mérida. En el camino, Calixto tiró la Thompson y la pistola en el mar, y el mantel se quedó flotando hasta que lo perdimos de vista. Cuando regresé al otro día por la noche y fui a la finca para llevar el Buick, Raúl me dijo que Papa ya había salido para eí aeropuerto, pero que nos había dejado un recado a Toribio y a mí -Ruperto hizo una pausa y lanzó el cabo de tabaco hacia el río-. Él nos dejó dicho que nos quería como si fuéramos sus hijos y que confiaba en nosotros porque éramos hombres… Papa decía esas cosas que lo enorgullecían a uno, ¿no?
Los masai solían decir que un hombre solo no vale nada. Pero lo que mejor habían aprendido los masai en siglos de convivencia con las peligrosas sabanas de su tierra es que un hombre, sin su lanza, vale menos que nada. Aquellos africanos, cazadores ancestrales y furibundos corredores, se movían en grupos, evitaban los combates siempre que podían, y dormían abrazados a sus lanzas, muchas veces con la daga a la cintura, pues de ese modo propiciaban la protección del dios de las praderas. La estampa de hombres hablando alrededor de una hoguera, con sus lanzas en las manos y bajo un cielo negro y sin estrellas, fue como un relámpago en su mente, que sin mayores trámites pasó del sueño a la conciencia, cuando logró enfocar su mirada a través de los vidrios empañados de sus espejuelos y descubrió que el desconocido tenía en sus manos el blúmer negro de Ava Gardner y el revólver calibre 22.
El intruso se había quedado estático, mirándolo, como si no entendiera que él fuese capaz de abrir los ojos y observarlo. Era un hombre tan grande y grueso como él, casi de su misma edad, pero respiraba con dificultad, quizás por el miedo o tal vez por el peso de su enorme barriga. Se cubría con un sombrero negro, de ala estrecha, y vestía saco y corbata oscuros, con camisa blanca. No necesitaba de la chapa para que los demás adivinaran su oficio. Saber que era un policía y no un asaltante cualquiera le produjo cierto alivio, pero tuvo la insultante convicción de haber sentido miedo.
Acostado aún, él se quitó las gafas para limpiarlas con la sábana.
– Mejor no se mueva -dijo el hombre, que había logrado desenvolver el 11 y lanzó al suelo el blúmer negro-. No quiero problemas. Ningún problema, por favor.
– ¿Está seguro? -preguntó él, colocándose los espejuelos. Se incorporó en la cama y trató de parecer sereno. El hombre dio un paso atrás, con cierta dificultad-. Se mete en mi casa y dice que no quiere problemas.
– Nada más quiero mi insignia y mi pistola. Dígame dónde están y me voy.
– ¿De qué me está hablando?
– No se haga el tonto, Hemingway. Yo estaba borracho, pero no tanto… Se me perdieron por allá abajo. Y mande callar a ese maldito perro.
El hombre se estaba poniendo nervioso y él comprendió que así podía ser peligroso.
– Voy a levantarme -dijo y mostró las manos.
– Arriba, calle al animal.
Él se calzó los mocasines que estaban junto a la cama y el otro se apartó, siempre con el revólver en la mano, para dejarle paso hacia la sala. Al cruzar cerca del hombre sintió el hedor ácido del sudor y el miedo, incapaces de vencer el vaho del alcohol que transpiraba. Aunque prefirió no mirar hacia el librero del rincón, tuvo la certeza de que la Thompson seguía en su sitio, pero pensó que no era necesario acudir a ella. Abrió la ventana de la sala y le silbó a Black Dog. El perro, que también estaba nervioso, movió la cola al escucharlo.
– Está bien, Black Dog…, está bien. Ahora cállate, me has demostrado que eres un gran perro.
El animal, gruñendo aún y con las orejas alzadas, se paró en dos patas contra el borde de la ventana.
– Así está bien, calladito -agregó él y le acarició la cabeza.
Cuando se volvió, el policía lo miraba con sorna. Parecía más tranquilo y eso estaba mejor.
– Me da mi insignia y mi pistola y me voy. Yo no quiero problemas con usted…, ¿puedo?
E indicó con el revólver el pequeño bar colocado entre los dos butacones.
– Sírvase.
El hombre se acercó al mueble y entonces él descubrió que cojeaba de la pierna derecha. Con el revólver en la mano, logró descorchar la ginebra y se sirvió medio vaso. Comenzó con un trago largo.
– Me encanta la ginebra.
– ¿Nada más que la ginebra?
– También la ginebra. Pero hoy se me fue la mano con el ron. Es que se deja beber y después…
– ¿Por qué vino a mi casa?
El hombre sonrió. Tenía unos dientes grandes, mal dispuestos y manchados por el tabaco.
– Pura rutina. Venimos de vez en cuando, echamos una mirada, anotamos quiénes son sus invitados, hacemos algún informe. Hoy estaba todo tan tranquilo que me dio por brincar la cerca…
Él sintió una oleada de indignación capaz de arrastrar los restos del temor que había sentido en la cama.
– ¿Pero qué carajos…?
– No se sulfure, Hemingway. No es nada grave. Digámoslo así, para que me entienda: a usted le gustan los comunistas y a nosotros no. En Francia, en España y hasta en Estados Unidos usted tiene muchos amigos comunistas. Y aquí también. Su médico, por ejemplo. Y este país está en guerra y cuando hay guerra los comunistas pueden ser muy peligrosos. A veces no enseñan el hocico, pero siempre están al acecho, esperando su oportunidad.
– ¿Y qué tengo yo que ver con eso?
– Parece que hasta ahora nada, la verdad. Pero usted habla mucho y se sabe que algún dinero les ha dado, ¿no?
– Mi dinero es mío y yo…
– Espere, espere, yo no vine aquí a discutir sobre su dinero o sobre sus gustos políticos. Quiero mi insignia y mi pistola.
– Yo no he visto nada de eso.
– Tiene que haberlas visto. Se me perdieron entre la cerca del fondo y la piscina. Ya busqué por todos lados y no aparecen. Tiene que haber sido cuando brinqué la cerca… Mire lo que me pasó.
El policía hizo girar el torso para que él viera el desgarrón que su saco tenía en la espalda.
– Lo siento. Yo no tengo nada suyo. Ahora déme mi revólver y vayase.
El hombre bebió otro trago, colocó el vaso sobre un librero y buscó un cigarro. Lo encendió y expulsó el humo por la nariz, mientras tosía. Por efecto de la tos, los ojos del policía se humedecieron y parecía lloroso cuando volvió a hablar.
– Me va a complicar la vida, Hemingway. En diciembre me jubilo con treinta años de servicio y un plus por limitación física: un hijo de puta me hizo mierda una rodilla y mire para lo que he quedado… Y no puedo decir que perdí mi placa y mucho menos la pistola mientras entraba en su propiedad. ¿Entiende?
– De todas maneras se van a enterar. Cuando yo se lo diga a los periodistas…
– Oiga, no me rompa los cojones.
– Y usted sí me los puede romper y hasta patear, ¿verdad?
El hombre movió la cabeza, negando. Hablaba y fumaba sin quitarse el cigarro de los labios.
– Mire, Hemingway: yo soy nada, yo no existo, yo soy un número en una plantilla enorme. No me complique, por favor. Los informes sobre usted que están en los archivos no es por mi culpa. Mi trabajo es vigilarlo y punto. A usted y a otros quince americanos locos como usted que andan por esta ciudad y a los que les gustan los comunistas.
– Eso es un atropello…
– Está bien. Es un atropello. Vaya a Washington y dígaselo al jefazo, o al mismo presidente. Ellos fueron los que dieron la orden. Y no a mí, por supuesto. Entre ellos y yo hay mil jefes…
– ¿Y desde cuándo me vigilan?
– Qué sé yo…, desde el treinta y pico, creo. Yo empecé hace dos años, cuando me mandaron para la embajada de La Habana. Y me cago en la puta hora en que acepté meterme en este país de mierda, mire cómo sudo, y la humedad me acaba con la rodilla, y el ron se me va a la cabeza… ¿Con todo el dinero que usted tiene cómo cono se le ocurrió meterse aquí?
– ¿Qué ha dicho usted de mí?
– Nada que no se supiera -al fin se quitó el cigarro de los labios y bebió otro trago para terminar el vaso-, ¿Dónde puedo echar la ceniza?
Él se movió hasta el librero, bajo la ventana, y le pareció absurdo que el hombre ensuciara con sus cigarros el hermoso cristal veneciano de aquel cenicero, obsequio de su vieja amiga Marlene Díetrich. Entonces se lo lanzó al policía, pero el hombre, a pesar de su edad y su gordura, se movió con rapidez y lo atrapó en el aire.
– Gracias -dijo y sonrió, satisfecho con su destreza.
– No me respondió qué ha dicho usted de mí -insistió.
– Por favor, Hemingway… Usted debe saber que el jefe Hoover no lo quiere, ¿verdad? -el hombre parecía cansado. Él levantó la vista y observó que el reloj de la pared marcaba la una y cincuenta-. Yo he dicho lo mismo que todo el mundo sabe: quiénes vienen a la casa, qué se hace aquí cuando hay fiestas, cuántos de sus amigos son comunistas y cuántos podrían serlo. Nada más. Lo de su alcoholismo y las cosas feas de su vida privada ya estaban en el dossier cuando yo llegué a Cuba. Además, yo soy demasiado borracho para hablar mal de mis colegas -y trató de sonreír.
El primer síntoma de que su presión había subido era aquella punzada en las sienes capaz de provocarle, de inmediato, una pesadez voluminosa en la parte posterior de la cabeza, justo en la base del cráneo. Luego venía el calor en las orejas. Pero nunca lo había sentido de aquel modo tan explícito. ¿Qué cosas feas se podían decir de su vida privada?, ¿qué sabrían de él aquellos gorilas que paseaban su impunidad por la faz de la tierra?
– ¿De qué había usted?
– ¿No es mejor que me dé mí insignia y mi pistola, que yo me vaya y todos en paz? Yo creo que sí…
Él lo pensó un instante, y se decidió.
– La pistola no la vi. Su insignia estaba al lado de la piscina, bajo la pérgola.
– Claro -sonrió el hombre-, yo lo sabía. Me senté un momento a fumarme un cigarro. Me dolía la rodilla… ¿Y no estaba la maldita pistola?