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NOTA DEL AUTOR

En el otoño de 1989, mientras un huracán asolaba La Habana, el teniente Mario Conde resolvió su último caso como miembro activo de la policía de investigaciones. Decidido a convertirse en escritor, entregó la renuncia el día que cumplía los treinta y seis años y recibía la terrible noticia de que uno de sus viejos amigos había iniciado los trámites para irse definitivamente de Cuba. La historia de esa última aventura policiaca de Mario Conde aparece en la novela Paisaje de otoño, con la que se cierra el ciclo «Las Cuatro Estaciones», de la cuaL también forman parte Pasado perfecto, Vientos de cuaresma y Máscaras, escritas y publicadas entre 1990 y 1997.

Resuelto a dejar descansar al Conde por un tiempo que prometía ser dilatado, comencé a escribir una novela en la cual él no aparecía. En medio de esa otra historia, mis editores brasileños me pidieron que participara en la serie «Literatura o muerte» y, si aceptaba, debía advertirles el nombre del escritor alrededor del cual se desarrollaría el relato. Después de pensarlo muy poco, el proyecto me entusiasmó, y el escritor que de inmediato vino a mi mente fue Ernest Hemingway, con quien he tenido por años una encarnizada relación de amor-odio. Pero, al buscar el modo de enfrentar mi dilema personal con el autor de Fiesta, no se me ocurrió nada mejor que pasarle mis obsesiones al Conde -como había hecho tantas otras veces-, y convertirlo en el protagonista de la historia.

De la relación entre Hemingway y el Conde, a partir de la misteriosa aparición de un cadáver en la casa habanera del autor norteamericano, ha surgido esta novela que, en todos los sentidos, debe leerse como tal: porque es sólo una novela y muchos de los sucesos en ella narrados, aun cuando hayan sido extraídos de la más comprobable realidad y la más estricta cronología, están tamizados por la ficción y entremezclados con ella al punto de que, ahora mismo, soy incapaz de saber dónde termina un país y dónde comienza el otro. No obstante, aunque algunos personajes conservan sus verdaderos nombres, otros han sido rebautizados para evitar posibles susceptibilidades, y las figuras de la realidad se mezclan con las de la ficción en un territorio donde sólo rigen las leyes y el tiempo de la novela. De esta manera, el Hemingway de esta obra es, por supuesto, un Hemingway de ficción, pues la historia en que se ve envuelto es sólo un producto de mi imaginación, y en cuya escritura practico incluso la licencia poética y posmoderna de citar algunos pasajes de sus obras y entrevistas para construir la historia de la larga noche del 2 al 3 de octubre de 1958.

Por último, quiero agradecer la ayuda que he recibido de personas como Francisco Echevarría, Danilo Arrate, María Caridad Valdés Fernández y Belkis Cedeño, especialistas del Museo Finca Vigía y he-mingwayanos cubanos todos. También de mis indispensables lectores Alex Fleites, José Antonio Michelena, Vivían Lechuga, Stephen Clark, Elizardo Martínez y el verdadero y real John Kirk, así como mi esposa Lucía López Coll.

L.P.F.

Mantilla, verano de 2000

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