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Mientras su respiración se normalizaba, el Conde trató de ubicarse en las anotaciones de fechas y peso en libras que Hemingway llevaba en la pared del baño, justo al lado de la pesa. Las hileras, paralelas unas a otras, no respetaban la cronología, y el Conde debió buscar entre ellas la que consignaba el año 1958. Cuando la halló, comenzó a bajar por una hilera que se iniciaba en el mes de agosto y se interrumpía el 2 de octubre de 1958 con el peso de doscientas veinte libras. Las anotaciones posteriores correspondían ya a los meses finales de 1959 y los primeros del año 1960, durante la última estancia de Hemingway en su casa habanera, y en ellas el Conde advirtió la cercanía del final: ahora el escritor pesaba poco más de doscientas libras y, en las últimas anotaciones, tomadas en julio de 1960, apenas rondaban las ciento noventa. Todo el drama personal y verdadero de Hemingway estaba escrito en aquella pared, capaz de hablar de las angustias del hombre mejor que todas sus novelas, sus cartas, sus entrevistas, sus gestos. Aílí, solos él y su cuerpo, sin más testigos que el tiempo y una báscula insensible y agorera, Hemingway había escrito en cifras, más explícitas que los adjetivos, la crónica de la proximidad de la muerte.

Los pasos que se acercaban sacaron al Conde de sus cavilaciones. Con la cara más inocente del mundo asomó la cabeza desde el baño y vio al director del museo con los pasaportes en la mano.

– ¿Dónde era que él guardaba las armas de fuego? -le preguntó el Conde sin dejarlo hablar.

– Aquí, al lado del ropero tenía un escaparate con armas. Las otras estaban en el segundo piso de la torre, con muchas armas blancas y con lanzas de la tribu masai, que trajo del safari del 54.

– ¡Qué delirio tenía el cabrón con las armas! ¿Y la Thompson? ¿Estaba allá o aquí?

– Por lo general la guardaba allá, en la torre. Aquí tenía escopetas de caza, y el fusil Mannlicher, que siempre estaba colgado sobre el librero.

– Pero yo he visto esa Thompson, me la juego -y el Conde trató de exprimirse la memoria en busca del recuerdo-. Bueno, ¿cuál es del año 58? -le preguntó a Tenorio, quien colocó las libretas sobre el buró, a la sombra grotesca del gran búfalo africano.

– Éste -dijo al fin, alargándole uno de los pasaportes-. Empieza en 1957.

El Conde revisó hoja por hoja el documento, hasta hallar lo que buscaba: un cuño de salida de Cuba estampado el 4 de octubre de 1958, junto con otro de entrada en Estados Unidos, puesto en el aeropuerto de Miami, Florida, en la misma fecha.

– Sí, dejó de escribir el 2 de octubre, se pesó por última vez ese día, y salió el 4. Ahora hace falta saber qué hizo el día 3. Y Manolo nos lo va a decir.

En el buró, Manolo había separado ya la mayor parte de las carpetas.

– Éstos son propiedades y recibos de compra, pero de los años cuarenta -advirtió-. Ayúdenme con éstos.

El director y el Conde se acercaron.

– ¿Qué están buscando? -indagó Tenorio.

– Lo que les dije: el 3 de octubre de 1958… Ayúdelo usted, yo voy a salir un momento, tengo que fumar.

Conde dio dos pasos y se detuvo. Miró a Tenorio, que no se había movido de su sitio.

– De verdad, Tenorio, ¿por qué no me dijo quién era su abuelo?

La mirada de Tenorio era caliente y dura. Físicamente no se parecía a Raúl Villarroy, pero su boca y sus ojos eran idénticos a los de la niña fotografiada junto a Hemingway, su ahijada según el pie de foto y, si el Conde no recordaba mal, como le había comentado el propio Tenorio. El ex policía empezaba a imaginar las razones del nieto de Raúl para escamotear su identidad y sonrió cuando escuchó la respuesta que esperaba.

– Hemingway decía que Raúl Villarroy era su cuarto hijo. Y ése era el mayor orgullo de mi abuelo. Para él Hemingway era algo sagrado, y también lo fue para mi madre y lo es para mí.

– Y lo sagrado no se toca.

– No señor -confirmó Tenorio y, dando por terminada la explicación, se dirigió hacia donde Manolo revisaba papeles.

El Conde atravesó la sala y, antes de abandonar la casa, observó otra vez la escenografía del salón con sus escenas taurinas y sus asientos vacíos y el pequeño bar, con las botellas secas, esterilizadas por el tiempo; paseó la mirada por el comedor, con sus trofeos de caza y la mesa preparada con representantes ilustres de la vajilla marcada con el hierro de Finca Vigía; vio al fondo, en la habitación en la cual Hemingway solía escribir, los pies de la cama donde dormía sus siestas y sus borracheras. El Conde sabía que estaba llegando al fin de algo y se preparaba para despedirse de aquel lugar. Si sus presentimientos conservaban su antigua puntería, iban a pasar muchos años antes de que volviera a aquel sitio nostálgico y literario.

Con el cigarro todavía apagado en los labios bajó hacia la zona del jardín donde estaba la fuente y a cuyo alrededor los policías habían cavado unos quince metros cuadrados. Al borde del hoyo, con la espalda recostada en el tronco pelado de una pimienta africana, el Conde encendió el cigarro y forzó su memoria para imaginar lo que cuarenta años antes había existido allí: las vallas utilizadas para entrenamiento de los gallos suelen ser circulares, como las de los combates reales, aunque por lo general están delimitadas por tapias de un metro de altura, muchas veces hechas con sacos de yute o pencas de palmas, atadas a estacas de madera, para formar un círculo de unos cuatro o cinco metros de diámetro dentro del cual se efectúan las peleas. Aquélla no tenía techo, pero recibía la sombra de los mangos, la Carolina, las pimientas africanas. El gallero y los espectadores ocasionales podían pasar allí largas horas, sin la molestia del sol. Con su imaginación a toda máquina vio entonces a Toribio el Tuzao, tal como lo recordaba el día que lo encontró en una valla oficial: estaba con una camiseta sin mangas, dentro del ruedo, con un gallo en la mano, azuzando al otro animal para que se les calentara la sangre. Los gallos llevaban las espuelas cubiertas con forros de tela para evitar heridas lamentables. Al borde de la valla, tras la cortina de sacos, Hemingway, Calixto Montenegro y Raúl Villarroy miraban en silencio la operación y el rostro del escritor se excitó cuando el Tuzao al fin soltó el gallo que había mantenido entre sus manos, y los animales se lanzaron al ataque, levantando las espuelas mortales, ahora decorativas, y moviendo con sus alas las virutas de madera que cubrían la tierra… Las virutas de madera. El Conde las vio moverse, entre las patas de los gallos y lo comprendió todo: habían enterrado al hombre en el único sitio donde la tierra removida no despertaría sospechas. La fosa, una vez devuelta la tierra a su sitio, sería de nuevo cubierta con más virutas de madera.

Ya sin prisa, el Conde regresó a la casa y se sentó en los escalones de la entrada. Si algo conocía a Hemingway, sabía que Manolo saldría de la casa con un papel fechado el 3 de octubre de 1958. Por eso no se alarmó cuando escuchó la voz del teniente, mientras se acercaba con un recibo en las manos.

– Aquí está, Conde.

– ¿Cuánto le pagó?

– Cinco mil pesos…

– Demasiado dinero. Incluso para Hemingway.

– ¿Quién era Calixto Montenegro?

– Un empleado muy extraño de la finca. Hemingway lo despidió ese día, le pagó una compensación y si no me equivoco, lo montó en el Pilar y lo llevaron para México.

– ¿Y eso por qué?

– Porque creo que era el único que estaba presente cuando mataron al agente del FBI…, aunque estoy seguro de que no fue el único que vio cómo lo enterraron debajo de la valla de gallos.

– ¿Pero quién mató al tipo?

– Todavía no lo sé, aunque a lo mejor podemos averiguarlo ahora mismo. Digo, si no estás muy apurado y quieres ir conmigo hasta Cojímar.

– Buenas tardes, Ruperto.

– ¿Otra vez por aquí?

– Sí. Pero lo jodido es que ahora vengo con la policía. La cosa está mala. Mire, éste es el teniente Manuel Palacios.

– Está muy flaco para ser teniente -dijo Ruperto y sonrió.

– Eso mismo digo yo -agregó el Conde y ocupó la piedra donde se había sentado esa mañana. Ruperto seguía recostado en el árbol, frente al embarcadero del río, con su sombrero panameño bien calado. Parecía no haberse movido de aquel sitio, como si apenas hubieran interrumpido la conversación. Sólo revelaba el paso de las horas el tabaco que llevaba entre los dedos, fumado casi hasta sus últimas consecuencias, y del cual se desprendía un hedor a hierba calcinada.

– Yo sabía que tú volvías…

– ¿Me demoré mucho? -preguntó el Conde, mientras le indicaba a Manolo otra piedra cercana. El teniente la levantó y la aproximó al árbol.

– Depende. Para mí el tiempo es otra cosa. Vean -y levantó el brazo-, es como si estuviera allá, del otro lado del río.

– Entre los árboles -completó el Conde.

– Ahí mismo, entre los árboles -confirmó Ruperto-. Desde allí muchas cosas se ven distintas, ¿no?

El Conde afirmó mientras encendía su cigarro. Manolo, ya sentado sobre su piedra, buscaba algún acomodo posible para sus nalgas descarnadas, mientras observaba al anciano y trataba de imaginar la estrategia de su amigo.

– Bueno, Ruperto, desde este lado del río yo veo las cosas así: la noche del 2 de octubre del 58 mataron a un agente del FBI en Finca Vigía. El hombre se llamaba John Kirk, por si le interesa saberlo o si Tenorio no se lo dijo…

El Conde esperó alguna reacción en Ruperto, pero éste seguía observando algo para él invisible, más allá del río, entre los árboles: quizás miraba la muerte.

– Hemingway se fue de Cuba el día 4, y lo extraño es que interrumpió un trabajo muy importante. Después nunca lo pudo terminar. Salió para Estados Unidos, según él a encontrarse con su mujer que ya andaba por allá. Pero el día 3 despidió a Calixto y le pagó una compensación. Le dio cinco mil pesos. Demasiado dinero, ¿verdad?

Ruperto sintió calor. Se despojó de su bello sombrero y se pasó la mano por la frente. Tenía unas manos grandes, desproporcionadas, cruzadas de arrugas y cicatrices.

– Una compensación normal sería por el salario de dos, tres meses…, y Calixto ganaba ciento cincuenta pesos. ¿Cuánto ganaba usted?

– Doscientos. Raúl y yo éramos los que más ganábamos.

– De verdad pagaba bien -comentó Manolo. Estar en silencio, relegado al papel de observador, siempre había sido algo capaz de exasperarlo, pero el Conde le había exigido una discreción total y ahora lo miró reclamándole obediencia, como en los tiempos en que ellos fueron la pareja de policías más solicitada de la Central, y el Viejo, el mejor jefe de investigadores que jamás hubo en la isla, siempre los ponía a trabajar juntos y hasta les permitía ciertos excesos, en virtud de la eficiencia.

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