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Sentado en la cama miró otra vez hacia la oscuridad de la noche. El calor lo obligaba a dejar la ventana abierta y comprobó que apenas necesitaba dar dos pasos y extender el brazo para alcanzar la Thompson. Pero ni así se sentía seguro. Por eso se puso de pie y fue en busca de su revólver, y lo acomodó en la mesa de noche más cercana al lado de la cama donde solía dormir. Antes de dejarlo, olió la tela negra, pero su perfume femenino original ya había sido vencido por el hedor viril de la grasa y la pólvora. De cualquier forma, era un bello recuerdo de tiempos mejores.

Dejó caer la cabeza en la almohada y sus ojos encuadraron su vieja y querida carabina Mannlicher, medio oculta por la presencia magnífica de la enorme cabeza del búfalo africano abatido en la llanura de Serengeti, durante su primer safari africano, en 1934. Un calor de alivio corrió por su cuerpo al observar otra vez la prodigiosa cabeza del animal cuyo acoso y sacrificio le habían revelado la intensidad paralizante del miedo y la certeza de la capacidad salvadora de poder asumir la levedad de la muerte que le inspiraron «La breve vida feliz de Francis Macomber». Matar, mientras se corre el riesgo de morir, es uno de los aprendizajes de los cuales no puede prescindir un hombre, pensó, y lamentó que la frase, en la exacta formulación ahora lograda, no estuviera incluida en ninguno de sus relatos de caza, muerte y guerra.

Con aquella frase verdadera y hermosa en la mente y la imagen del búfalo africano en la mirada, comenzó a leer en busca del sueño. Un par de días antes había comenzado a hojear aquella novela absurda y disparatada del tal J.D. Salinger que, como único mérito en su vida, tenía el de haber regresado medio loco de la campaña de Francia, donde estuvo como sargento de infantería. La novela contaba las peripecias de un joven malhablado e impertinente, decidido a escapar de su casa, el cual, como un personaje de Twain pero colocado en una moderna ciudad del norte, empieza a descubrir el mundo desde su torcida perspectiva de desquiciado. La historia era más que previsible, desprovista de la epicidad y la grandeza que él reclamaba para la literatura, y sólo seguía leyendo en busca de las misteriosas claves que habían convertido aquel libro absurdo en un éxito de ventas y a su autor en la nueva revelación de la narrativa de su país. Estamos jodidos, se volvió a decir, aunque sin mucha pasión.

No tuvo noción del momento en que, con el libro sobre el pecho y los espejuelos en la cara, cerró los ojos y se quedó dormido. No era un sueño total, porque una luz de conciencia permaneció encendida en su mente, como la lámpara de lectura que no llegó a apagar. Vagando por aquel sitio impreciso entre el sueño y la vigilia, tuvo la sensación de que escuchaba los ladridos remotos y empecinados de Black Dog, hasta que pudo abrir los ojos y, en lugar de la cabeza del búfalo africano, encontró ante sí la imagen difusa del hombre que lo observaba.

Conocía aquella cara: la había visto demasiadas veces como para no advertir la socarronería victoriosa que cargaba mientras el ojo derecho, sin anclaje, se movía hacia el tabique nasal.

– Así que tienes algo bueno -dijo Conde, con voz de hombre dispuesto al asombro, y comenzó a caminar junto al teniente Manuel Palacios.

– ¿Cómo lo sabes?

– Mírate en un espejo -se detuvo bajo las arecas que formaban una pequeña rotonda frente a la casa y observó a Manolo.

– Creo que ya el muerto está listo para el entierro -anunció el policía mientras se metía una mano en el bolsillo-. Mira esto.

En la palma de la mano de Manolo, vio el plomo. Conservaba manchas de tierra en las estrías y era de un gris oscuro, que al Conde le resultó taciturno.

– La tierra siguió pariendo. Lo encontramos esta mañana.

– ¿Uno solo? ¿No le dieron dos tiros?

– A lo mejor el otro le atravesó el cuerpo, ¿no?, y sabe Dios adonde fue a dar…

– Sí, puede ser. Y este plomo, ¿ya saben de qué arma es?

– No estamos seguros, pero dice el cabo Fleites que debe de ser de una ametralladora Thompson. Tú sabes que el tipo es experto en balística, pero lo tienen castigado por curda.

– ¿Y ahora castigan a los expertos borrachos? ¿O son los borrachos expertos?

Manolo apenas sonrió.

– Y Hemingway tenía una Thompson. Dice Tenorio que la usó muchas veces para matar tiburones cuando iba de pesquería. Pero eso no es lo mejor: revisamos los inventarios y la Thompson no está entre las armas que se quedaron en la finca, ni estuvo entre las cosas que se llevó la viuda después que el tipo se mató. Por cierto, la dama cargó con todos los cuadros valiosos…

– Y qué tú querías, ¿que también los regalara? Dejó la casa, el barco, todas las mierdas que hay allá dentro.

– ¿Se llevó también la Thompson?

– Habría que averiguar, pero yo he visto esa Thompson. No, no se la tragó la tierra.

– Mira, no es mala idea: a lo mejor también está enterrada.

– Cuando alguien quiere que desaparezca un arma no la entierra. La tira en el mar. Y si tiene un yate…

– Vaya, el Conde tan inteligente como siempre -comentó Manolo, con sorna evidente-, Pero ya no importa un carajo dónde se metió la Thompson y creo que vas a tener que guardar en un saco tus presentimientos. Oye esto: en los archivos de la policía especial encontramos un caso de búsqueda de un agente del FBI desaparecido en Cuba en octubre de 1958. El agente, un tal John Kirk., estaba destinado a la embajada americana de La Habana y hacía aquí un trabajo de rutina, nada importante. Al menos eso dijeron sus jefes cuando el hombre se perdió, y debe de ser verdad, porque tenía casi sesenta años y era cojo. El caso es que nunca más se supo de él, porque cuando triunfó la revolución nadie se ocupó de seguir buscándolo.

– ¿Por casualidad el cojo John Kirk se perdió el 2 de octubre del 58?

El Conde sabía dar aquellas estocadas y disfrutaba sus malignos resultados: toda la seguridad policiaca de su antiguo subordinado comenzó a derrumbarse mientras su mirada se torcía: Manolo observaba fijo al Conde, con la boca semiabierta, mientras el ojo derecho navegaba a la deriva.

– ¡Pero qué cono tú…!

– Eso te pasa por dártelas de caliente conmigo -sonrió el Conde, satisfecho-. Mira, Manolo, ahora me hace falta que me ayudes, porque estoy seguro de que te voy a decir otras cosas interesantes. Llama al director del museo, me hace falta mirar otra vez dentro de la casa. Pero dile que yo pongo una condición: no puede hablar si no le preguntamos, ¿ok?

Manolo, con asombro y admiración, lo siguió con la vista mientras el Conde subía los escalones que conducían a la plataforma y, de espaldas a la casa, se ponía a observar los jardines de la finca, en especial el sitio donde habían aparecido un cadáver, una bala de Thompson, una chapa del FBI y una historia que iba adquiriendo una temperatura peligrosa.

Cuando el teniente regresó, lo acompañaba el director del museo, a quien ya debía haberle transmitido la exigencia del Conde de mantenerse callado. Juan Tenorio no parecía estar contento con su situación y miró al presunto jefe de la operación, que, según sus conocimientos, no era jefe de nada.

– ¿Exactamente dónde estaba la valla de gallos? -le preguntó el Conde y el director reaccionó.

– Bueno, sí, allí mismo, por donde apareció el muerto.

– ¿Y por qué no lo habían dicho?

– Bueno -repitió Tenorio, también despojado de su seguridad-, no me imaginé…

– Hay que ser más imaginativo, compañero -lo sermoneó el Conde con tono doctrinal, aplicando a su escala la técnica hemingwayana de hacer evidentes los defectos de sus acólitos, para perdonárselos después-. Está bien, ya no importa. Ahora vamos adentro.

El director se adelantó, pero se detuvo al escuchar a Conde.

– Y por cierto, Tenorio, hablando de imaginación…, ¿cuál es su segundo apellido?

El mulato se volvió lentamente, sin duda tocado por el flechazo inesperado del Conde.

– Villarroy… -dijo.

– Nieto de Raúl Villarroy, el hombre de confianza de Hemingway. Tampoco nos lo dijo…, ¿por qué, Tenorio?

– Porque nadie me lo preguntó -soltó su respuesta y reemprendió la marcha hacia la casa y abrió la puerta.

– ¿Qué quieres buscar, Conde? -le susurró Manolo, extraviado en las elucubraciones y preguntas con respuestas inesperadas que iba haciendo su antiguo jefe y compañero de investigaciones.

– Quiero saber qué pasó en esta casa el 2 y el 3 de octubre de 1958.

Mientras el director abría las ventanas, el Conde avanzó hacia la estancia de la biblioteca, seguido por Manolo.

– Mira esto -señaló hacia la segunda hilera del estante más cercano a la puerta. Entre La trampa de Enrique Serpa y una biografía de Mozart, se destacaba el lomo grueso del libro, rotulado con letras rojas: The FBI Story-. Le interesaba el tema, parece que lo leyó más de una vez. Y mira de quién es el prólogo: de su amiguito Hoover, el mismo que lo mandó a vigilar -y volviéndose hacia el director-: Tenorio, necesito ver los pasaportes de Hemingway y los papeles que tengan que ver con la casa. Recibos, facturas, impuestos…

– Enseguida. Los papeles están aquí mismo -y se adelantó hacia un gavetero de madera.

– Manolo, ponte a buscar cualquier cosa que esté fechada entre el 2 y el 4 de octubre del 58. Si quieres dile al cabo Fleites que te ayude.

– Él no puede.

– ¿Qué le pasó?

– Se puso contento por lo de la bala y está en el bar de allá abajo dándose rones.

– ¿Y dónde está ese bar que yo no lo vi?

El director dio dos viajes y sobre el largo buró semicircular que estaba al fondo de la biblioteca quedaron dispuestas dos montañas de papeles guardados en carpetas de cartón y sobres de Manila. El Conde respiró el olor amable del papel viejo.

– Tengan cuidado, por favor. Son papeles muy importantes…

– Anjá -dijo el Conde-. ¿Y los pasaportes?

– Los tengo en mi oficina, voy a buscarlos.

Tenorio salió, y Manolo, chasqueando la lengua, se fue a sentar detrás del buró.

– Siempre me jodes, Conde. Al final yo soy quien se tiene que meter de cabeza a buscar en los papeles y…

El Conde no terminó de escucharlo. Observando libros, paredes, objetos, como movido por una curiosidad científica, salió lentamente de la biblioteca. A través de una ventana de la sala comprobó que el director caminaba hacia las oficinas del museo ubicadas en el antiguo garaje y, de prisa, torció hacia la habitación particular de Hemingway. Al fondo, junto al baño, estaba el ropero del escritor, donde colgaban sus pantalones y chaquetas para la caza en África y Estados Unidos, su chaleco de pesca, un grueso capote militar y hasta un viejo traje de torero, de oro y luces, seguramente obsequiado por alguno de los famosos matadores a los que tanto admiró. En el suelo, en el orden perfecto de la vida irreal, estaban sus botas de caza, de pesca, de corresponsal de guerra en los frentes europeos. Aquello olía a tela inerte, a insecticida barato y a olvido. El Conde cerró los ojos y aguzó el olfato, preparado para dar el zarpazo: algo rezumaba piel y sangre en aquel baúl de recuerdos y casi automáticamente estiró una mano hacia una caja de zapatos colocada junto al ropero. Los pañuelos, manchados por el tiempo, le mostraron su faz pecosa desde el interior de la caja. Delicadamente, con temblor en las manos, el Conde levantó por el borde las telas dobladas y su corazón palpitó cuando sus ojos chocaron con la oscuridad: allí, dormido mas no muerto, reposaba el blúmer de encajes de Ava Gardner. Con absoluta conciencia de sus actos de violador de arcanos, el ex policía sacó el blúmer y, luego de mirarlo un instante a trasluz y de sentir todo lo que una vez tuvo dentro, lo guardó en uno de sus bolsillos, devolvió la caja a su sitio, salió del ropero y entró en el baño contiguo.

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