En pleno verano, con los estudiantes de vacaciones, la biblioteca respiraba un aire apacible capaz de calmar las ansiedades del Conde. Además, zambullirse entre libros, dispuesto a buscar lo que quizás nadie había buscado en las obras y la vida de Hemingway, le provocaba una agradable sensación, exclusiva de los bibliófilos incurables. En momentos así el Conde disfrutaba con la idea de que los libros podían hablar, cobraban vida y autonomía. Entonces comprendía que su amor por aquellos objetos, gracias a los cuales ahora vivía y de los que a lo largo de los años había obtenido una felicidad diferente a todas las otras modalidades posibles de la felicidad, era una de las cosas más importantes de su vida, en la cual cada vez quedaban menos cosas importantes, y las empezó a contar: la amistad, el café, el cigarro, el ron, hacer el amor de vez en cuando -ay, Támara, ay, Ava Gardner- y la literatura. Y los libros, claro, sumó al final.
En el mostrador de los pedidos comprobó que había llegado la orden de la dirección de atenderlo en todas sus solicitudes y con la mayor rapidez. Algo parecía funcionar en la isla, pero sólo algo: con sorpresa el Conde descubrió que aun cuando en las fichas de la biblioteca aparecía casi toda la narrativa y el periodismo de Hemingway, apenas existía literatura sobre su vida. No obstante, fichó toda la bibliografía secundaria consignada en inglés y español y pidió que se la trajeran en bloque. Al fin y al cabo su búsqueda tenía un objetivo específico: el mes de octubre de 1958.
Con tres biografías y cuatro estudios críticos delante, el Conde encendió un cigarro, respiró hasta llenarse los pulmones, y se lanzó como un buzo. Empezó por las biografías, buscando en los capítulos finales. Una saltaba del Nobel a la publicación en Life de El verano peligroso, en 1960, sin detenerse en lo que el escritor hizo en Cuba durante el año 1958. Otra, que incluía muchas fotos, sólo mencionaba la estancia habanera de aquel año. Sin embargo, el Conde se detuvo por varios minutos en las imágenes reproducidas en el tomo, muchas de ellas desconocidas para él, pues mostraban un Hemingway familiar, alejado de los grandes escenarios de la vida: viejas fotos en las cuales aparecía con sus hermanas o con su madre, que insistía en vestirlo como una niña; imágenes de su cotidianidad en Finca Vigía, durante almuerzos, encuentros con sus hijos, gestos de cariño hacia Mary Welsh, los gatos de la casa o la imagen de un perro llamado Black Dog, que miraba a la cámara con ojos inteligentes; recuerdos de sus tiempos de felicidad con Hadley y con Pauline, sus dos primeras esposas, madres de sus tres hijos; retratos del viejo patriarca, barbudo y encanecido, al parecer muy cansado, tan semejante al Santa Claus sucio que un día el Conde vio pasar junto a él, en la ensenada de Cojímar, e imágenes de algunos de sus allegados, entre ellos Toribio el Tuzao, Ruperto y el difunto Raúl Villarroy, sonriente entre el escritor y la niña de unos doce años, con largas trenzas, hija de Raúl y ahijada del Papa, según la nota al pie. En aquellas fotos Hemingway resultaba más humano, más persona de lo que nunca había sido para Mario Conde. Pero fue la tercera biografía la que puso sal en la herida: según su autor, a principios de octubre de 1958 Hemingway había interrumpido la redacción de El Jardín del Edén, aquel viejo e insatisfactorio relato iniciado en los años cuarenta y que ahora trabajaba como novela, y el día 4 abordó un avión rumbo a Estados Unidos, para reunirse allá con su esposa y concretar la compra de los terrenos de Ketchum, donde se levantaría su última casa. Las campanas del presentimiento empezaban a doblar.
Dos de los estudios críticos, editados antes de 1986, cuando se produjo la publicación definitiva de El jardín del Edén, apenas mencionaban la existencia de aquel manuscrito todavía desconocido. El tercero hablaba del libro, pero sólo decía que había sido comenzado en París, en 1946, y continuado en La Ha bana, en 1958, cuando el escritor había pospuesto la revisión y ampliación de Muerte en la tarde en espera de asistir a una nueva temporada de toros en España. Según el autor del ensayo, aquéllos parecían haber sido días difíciles para Hemingway, pues sus enfermedades comenzaban a asediarlo y la escritura se le convertía en un ejercicio difícil, casi agónico. Pero fue el otro estudio el que hizo temblar al Conde: al revisar los manuscritos sacados de Cuba por Mary Hemingway, el crítico había descubierto que la última página escrita de aquella novela, que su autor dejaría inédita, estaba fechada en La Habana, el 2 de octubre de 1958, con una anotación ya casi invisible, hecha a mano por el escritor. Las campanas volvían a doblar.
Cuando recobró conciencia de sí mismo y observó el reloj, comprobó que eran las dos y cinco de la tarde. A paso doble llevó los libros al mostrador, dio las gracias a la bibliotecaria y corrió hacia la salida. Un joven vestido de civil limpiaba el parabrisas de un auto que brillaba bajo la luz impertinente del mediodía, mientras la antena de la radio de microondas apuntaba al cielo.
– Yo soy Mario Conde -le dijo.
– Ya me iba -comentó el joven.
– Andando.
Después el Conde sabría que el policía imberbe vestido de civil era el chofer oficial del teniente investigador Manuel Palacios y que Manolo lo había escogido porque era su réplica automovilística, clonada quizás en algún laboratorio especial: aquel loco no sólo era capaz de darle brillo al auto bajo el sol despiadado de las dos de la tarde, sino que podía cubrir el trayecto entre la Biblioteca Nacional y Finca Vigía en apenas veinte minutos, cada uno de los cuales al Conde le resultó horas de agonía y días de vida perdidos.
– ¿Estamos apurados? -se atrevió a preguntarle cuando a golpe de claxon y gritos el chofer se abrió paso en la rotonda de la Fuente Luminosa.
– No sé, pero por si acaso… -dijo y hundió el pie en el acelerador.
Cuando abandonó el auto en el parqueo de Finca Vigía, el Conde sintió cómo le temblaban las piernas y una enorme resequedad le quemaba la boca. Por unos segundos se recostó al automóvil, esperando que sus músculos se distendieran y su corazón recobrara su ritmo. Entonces miró al chofer-policía. Había odio, mucho odio en su mirada.
– Me cago en tu madre -le dijo, con una voz que le salió del alma, y avanzó hacia las oficinas del museo.
Decidió regresar a la casa por el camino asfaltado para los vehículos. Sabía que era tres veces más largo que el sendero de las casuarinas, pero el ascenso resultaba menos arduo. Además, no tenía prisa. Entre el vino y aquella chapa policial le habían espantado el sueño y ya presentía que dormiría poco y mal, como solía ocurrirle en los últimos tiempos. Black Dog, a su lado, reprodujo en todo el trayecto el paso del hombre, sin ladrar ni alejarse hacia los árboles.
Cuando subía la última pendiente, bordeando los garajes y el bungalow de los invitados, descubrió que, al salir, había dejado abierta la puerta lateral de la sala. ¿O la había cerrado?
Venció los seis escalones de la plataforma de cemento que rodeaba la casa y luego los otros seis que subían hasta la puerta principal. Metió la llave y, desde el umbral, echó una mirada al interior. Las lámparas seguían encendidas; el reloj, la botella y la copa sobre la alfombra de fibras filipinas; la pintura de Miró en la gran pared del comedor y el Juan Gris en su sitio de la sala; la soledad como única presencia visible, moviéndose libremente entre el recuerdo de las noches de abundante alcohol y charla vividas en aquella misma habitación, jornadas muchas veces inauguradas con la descarga de pólvora y algarabía de los dos pequeños cañones de bronce, consagrados a saludar a los huéspedes más especiales. Black Dog, en el vano de la puerta, husmeó también hacia el interior de la casa, pero cuando hizo el intento de entrar, él le habló.
– Quieto, Black Dog… Está bien por hoy -el animal se detuvo y levantó la mirada hacia su dueño-. Ahí tienes tu alfombra. Cuida bien la casa, porque eres un gran perro -y le acarició la cabeza, tirándole suavemente de las orejas.
Cerró la puerta principal y luego la que conducía a la terraza cubierta con la pérgola. No se explicaba cómo había podido olvidar cerrarla al salir de recorrido. Recriminándose, se acercó al pequeño bar de madera y sirvió dos dedos de ginebra, y los bebió de un golpe, como si tragara un brebaje indeseable, destinado a embotar sus nervios. Apagó varias de las lámparas, pero dejó encendida la más cercana a su habitación para beneficiarse con su resplandor. En ausencia de Miss Mary prefería dormir en su propio cuarto de trabajo para alejar de su mente la sensación de abandono que le provocaba una cama amplia, ocupada sólo a medias. Cuando entró en su cuarto se desprendió de la Thompson y la acomodó junto al viejo bastón de madera de güira, recostándola al librero de la entrada donde había colocado las diversas ediciones de sus obras. Como había decidido devolver la ametralladora a su lugar en la torre, quería tenerla a la vista para no volver a olvidarla.
Más de la mitad de su lecho estaba cubierto con periódicos, revistas, cartas. Tomó la sobrecama por los extremos e hizo un gran bulto que dejó caer entre la cama y la ventana abierta hacia la piscina. Como si fuera al patíbulo, entró en el baño, orinó una espuma pesada y turbia, y se desnudó, dejando caer la camisa y la bermuda entre el bidet y la taza, luego de colocar su revólver del 22 y el calibre 45 sobre el borde del lavabo. Del gancho de madera descolgó el pijama de listas, pero sólo se puso el pantalón. Demasiado calor para la camisa. Como cada noche, se subió sobre la báscula y anotó el resultado en la pared más cercana: 2-oct.-58: 220. Era el mismo peso de todo ese año, comprobó satisfecho.
Regresó al cuarto y buscó en la gaveta del buró el blúmer negro de Ava Gardner y envolvió el revólver del 22, para acomodarlo en el fondo del primer cajón, entre estuches de balas y un par de puñales de combate. El 45 estorbaría en la gaveta y, luego de pensarlo un instante, fue hasta su ropero y lo dejó caer en el bolsillo de un abrigo. Avanzó al fin hacia la cama, pero se detuvo un instante frente a su fiel Royal portátil, del modelo Arrow. A su lado, presas bajo una piedra de cobre, estaban las últimas páginas escritas de aquella maldita novela que no acababa de cuajar. Con uno de sus lápices afilados anotó la fecha en la última cuartilla revisada:
2-oct.-58 .
Miró la cama, sin decidirse a ocuparla. La sensación agradable de la soledad había desaparecido y una desazón gélida y ubicua le recorría el cuerpo. Toda su vida la había pasado rodeado de gentes a las cuales, de uno u otro modo, había convertido en sus adoradores. Las multitudes eran su medio natural y únicamente había renunciado a ellas en las cuatro actividades que debía hacer solo o, cuando más, con un acompañante: cazar, pescar, amar y escribir, aunque en los años de París había logrado escribir algunos de sus mejores cuentos en cafés, rodeado de gentes, y más de una pesquería de altura se había convertido en una fiesta despreocupada entre las islas del Golfo. Pero el resto de sus acciones podían y debían ser parte del tumulto en el cual se había transformado su existencia desde que, siendo un adolescente, descubrió cuánto le gustaba ser el centro, figurar como líder, dar órdenes en función de jefe. Con una banda de buscadores de exotismo y oficiando de profeta, había asistido a los sanfermines de Pamplona, donde le mostró a Dos Passos el blindaje de sus cojones, cuando se colocó frente a un magnífico toro y se atrevió a tocarle la testa. Con hombres que también lo admiraban participó en las ofensivas republicanas de la guerra de España, recorrió los frentes de lucha para realizar la película La tierra española y se hartó de vino, whisky y ginebra en el hotel Florida, escuchando cómo las bombas caían sobre Madrid. Con su grupo de truhanes navegó durante casi todo un año entre los cayos de la costa norte cubana, apenas armados pero bien pertrechados de ron y hielo, mientras se empeñaban en la caza improbable de submarinos alemanes. Con una partida de fogueados guerrilleros franceses y dos cantimploras repletas de whisky y ginebra avanzó hacia las líneas nazis luego del desembarco de Normandía y protagonizó con aquellos maquis curtidos la heroica liberación del hotel Ritz, donde volvió a hartarse de vino, más whisky y más ginebra… La insidiosa Martha Gelhorn, empecinada en contar todo de su vida, hasta sus intimidades, y calificarlo de trabajador pero frío y repetitivo en la cama, decía que aquella necesidad de compañía era una muestra de su homosexualismo latente. La muy puta: ella, capaz de exigir a gritos que le dieran por el culo y le mordieran los pezones hasta hacerla gritar de placer y dolor.