– A veces sí.
– ¿Alguna vez le dijo que tenía problemas con el FBI?
– Que yo recuerde, no. Bueno, sí… Se encabronó con ellos cuando nos suspendieron la busca de los submarinos alemanes en el 42. Fue una orden que vino de arriba. Pero después, no.
– ¿Y qué más pasó aquel día?
– Salimos mar afuera, apagamos los motores en la corriente, donde a él le gustaba pescar, y Papa se sentó en la popa y se puso a mirar el mar. Ahí fue cuando me dijo que estaba jodido y que tenía miedo. Y yo me asusté un poco, porque Papa no era hombre de miedos. De verdad que no. Como a la hora me pidió volver a Cojímar y me di cuenta de que tenía los ojos colorados. Ahí sí yo me asusté mucho. Nunca me imaginé que un hombre como él pudiera llorar.
»-No te preocupes, es que me emocioné. Estaba recordando lo bien que lo hemos pasado aquí, pescando y bebiendo. Hace treinta años Joe Rusell me descubrió este lugar.
«Cuando llegamos a Cojímar pasó lo que tú viste: fondeamos, él se bajó, y nos abrazamos -recordó Ruperto.
»-Cuídate mucho, Rupert.
»-Vuelve pronto, Papa. Ese mar está lleno de pescados…
– ¿A usted le extrañó que él se matara? -el Conde preguntó, mirando a los ojos del viejo pescador.
– No mucho. Ya él no era él, y creo que no le gustaba la persona que era.
El Conde sonrió con la conclusión de Ruperto. Le parecía la más inteligente y precisa que había escuchado o leído sobre el final del escritor. Y comprendió que aun cuando cada día conocía un poco más a Hemingway y sus angustias, los senderos posibles hacia la verdad perseguida permanecían bloqueados. La gratitud de Ruperto era invencible, como la del Tuzao, que hábilmente escondía su amor al patrón tras la afirmación de que era un hijo de puta: pero un hijo de puta que le pagaba bien, le había enseñado a leer y le había dejado una fortuna en gallos de pelea. ¿Eran como ésos los favores que le debían aquellos dos hombres?
– Bonito sombrero -comentó el Conde.
– Me lo mandó Miss Mary con unos americanos que vinieron a entrevistarme. Es un panameño legítimo, mire.
Y le mostró la marca, escondida en el interior del
sombrero.
– Alguien me dijo que usted cobraba las entrevistas…
– ¿Sabe qué pasa? Son tantos los que vienen a jo-der que tengo que cobrar las entrevistas.
– Buen negocio ese. Mejor que pescar.
– Y fácil: porque hasta mentiras les digo. Los americanos se creen cualquier cosa.
– ¿Hemingway también?
– No, Papa no. A él yo no podía decirle una mentira.
– ¿Era buena gente?
– Pa' mí fue como Dios…
– Dice el Tuzao que era un hijo de puta.
– ¿Y le dijo que él se robaba los huevos de las gallinas finas de Papa y se los vendía a otros galleros?
Cuando Raúl lo descubrió y se lo dijo a Papa, se cayeron a piñazos y Papa lo botó de la finca. Después Toribio le juró que no se robaba un huevo más, y él lo perdonó.
El Conde sonrió: estaba entre tigres adiestrados, pero tigres al fin y al cabo. Cada cual arreglaba su propio mundo del modo más amable que podía y ocultaba sus deudas. Al menos la de Toribio había salido a la luz. ¿O habría más?
– Raúl hacía cualquier cosa por Hemingway, ¿verdad?
– Sí, cualquier cosa.
– Me hubiera gustado hablar con Raúl… ¿Y Hemingway botó a algún empleado de la finca?
– Sí, a un jardinero que siempre se empeñaba en cortarle las matas y a alguno más… Es que él no resistía que le podaran los árboles. Pero al fin y al cabo, ¿qué es lo que usted quiere saber con tanta preguntadera? -Algo que usted nunca me va a decir. -Si quiere que hable mal de Papa, está jodido. Mire, cuando yo trabajé con él, vivía mejor que los otros pescadores, y después que él se murió, gracias a él, todavía vivo bien y hasta uso un jipi panameño. Lo último que puede ser un hombre es malagradecido, ¿sabe?
– Claro que lo sé. Pero es que va a pasar algo grave con Hemingway… En la finca apareció un cadáver. Los huesos de un hombre al que mataron hace cuarenta años. Le dieron dos balazos. Y la policía piensa que fue él. Para colmo, donde estaba el muerto apareció una chapa vieja del FBI. Si se dice que fue Hemingway, lo van a cubrir de mierda. De pies a cabeza.
Ruperto se mantuvo en silencio. Debía de estar procesando la noticia alarmante proporcionada por su extraño interlocutor. Pero su falta de reacción evidente le advirtió al Conde que tal vez ya Ruperto manejaba aquella información.
– ¿Y usted qué cosa es?, ¿qué cosa es lo que quiere?
– Como bien se dice, yo soy un comemierda vestido de paisano. Antes fui policía, aunque no menos comemierda. Y ahora trato de ser escritor, aunque no dejo de ser el mismo comemierda y me gano la vida vendiendo libros viejos. Su Papa fue muy importante para mí, hace años, cuando empecé a escribir. Pero después se me destiñó. Me fui enterando de las cosas que le hizo a otras gentes, fui entendiendo el personaje que había montado, y dejó de gustarme. Pero si puedo evitar que le cuelguen una historia que no es suya, voy a hacerlo. No me hace ninguna gracia que jodan a alguien por gusto y creo que a usted tampoco le gustaría. Usted es un hombre inteligente y sabe que un muerto es algo que pesa mucho.
– Sí -dijo Ruperto, y por primera vez se sacó el tabaco de la boca. Lanzó un escupitajo viscoso y marrón que rodó sobre la tierra seca.
– De la gente de confianza en la finca, ¿quién más queda vivo?
– Que yo sepa, Toribio y yo. Ah, y el gallego Ferrer, el médico amigo de él, pero ése vive en España. Volvió cuando se murió Franco.
– ¿Y Calixto, el custodio?
– También debe estar muerto. Él era más viejo que yo… Pero desde que se fue de la finca no volví a saber de él.
El Conde encendió un cigarro y miró hacia el mar. Aun debajo del almendro empezaba a sentirse el calor de un día que amenazaba ser infernal.
– ¿Calixto se fue o Hemingway lo botó?
– No, él se fue.
– ¿Y por qué se fue?
– Eso sí que no lo sé.
– Pero sí sabe la historia de Calixto, ¿verdad?
– Lo que decía la gente. Que tenía un muerto arriba.
– ¿Y Hemingway confiaba en él?
– Pienso que sí. Ellos habían sido amigos antes del lío de Calixto con el muerto.
– ¿Y nadie sabe dónde fue a dar Calixto cuando se fue de la finca? Seguro que ganaba un buen sueldo.
– Una vez oí decir que se había ido para México. A él le gustaban mucho las cosas de México.
El Conde asimiló cuidadosamente aquella información. De ser cierta podía significar muchas cosas.
– ¿Tan lejos? ¿No estaría huyendo de algo?
– Eso yo tampoco lo sé…
– ¿Pero seguro sí sabe cuándo se fije?
Ruperto meditó unos instantes. Sólo de verlo pensar el Conde supo que el viejo conocía la fecha, pero hacía otros cálculos más complicados, tal vez más peligrosos. Al fin habló.
– Si no me acuerdo mal, fue a principios de octubre del 58. Lo sé porque unos días después Papa se fue para Estados Unidos a reunirse con Miss Mary, que
andaba por allá…
– ¿Y qué más recuerda de esa historia? -Más nada. ¿De qué más me voy a acordar? -protestó, y el Conde lo sintió a la defensiva.
– Ruperto -dijo el Conde y se detuvo. Fumó y pensó un instante sus palabras-. ¿No hay nada más que pueda decirme y me ayude a saber quién es el muerto de Finca Vigía y quién lo mató?
El viejo, otra vez con el tabaco en la boca, lo miró a los ojos.
– No.
– Lástima -dijo mientras se ponía de píe y sentía cómo el óxido de la vida atenazaba sus rodillas-. Está bien, no me diga nada. Pero yo sé que usted sabe cosas. Comemierda y todo como me ve, yo sé que usted sabe cosas y no sé por qué tengo la impresión de que alguien le había dicho lo del muerto que apareció en la finca y de paso le aconsejó que no hablara mucho… Oiga, Ruperto, de verdad que me encanta ese sombrero.
El Conde conocía el proceso: los prejuicios eran como espinas en las manos y las certezas, en cambio, llegaban con un erizamiento en el estómago, punzante y molesto. Pero ambos funcionaban como semillas y, sólo si caían en terreno fértil, podían crecer y convertirse en dolorosos presentimientos. Y ahora el Conde tenía la certeza de que entre el escritor Ernest Hemingway y su viejo conocido Calixto Montenegro, ex contrabandista de alcohol, homicida cumplido y empleado de la Finca Vigía entre 1946 y octubre de 1958, existía algún vínculo oculto, de alguna manera diferente al nexo de dependencia agradecida que el escritor había logrado crear con el resto de sus peones. Y, mientras avanzaba hacia el centro de Cojímar, con la silueta de un vaso de ron en la mirilla, aquella certeza creció y lo sorprendió el dolor: era una herida caliente y agresiva, y aunque llevara ocho años sin sentirla, el Conde la disfrutó en toda su plenitud. Porque al fin lo tenía allí, hundido en el pecho, como una puntilla afilada para rematar toros, y era uno de los más sabrosos presentimientos que jamás hubiera sufrido, pues tenía un origen estrictamente literario.
Con dos estocadas a fondo cumplió el destino manifiesto del trago doble de ron y antes de buscar una guagua con rumbo a La Habana, logró el milagro de encontrar un teléfono público en un estanquillo de periódicos. Más milagroso fue que del primer intento consiguiera comunicar con la Central y que la telefonista lo pusiera con el teniente Palacios.
– ¿Qué hubo, Conde? Estaba saliendo.
– Menos mal que te agarré. Me hace falta que antes de irte hagas una llamada.
– A ver, ¿qué te duele?
– Ahora sí tengo un presentimiento, Manolo.
– IV1 cara)o -soltó el otro, pues ya conocía las entretelas del tema.
– Y es de los buenos, creo que de los mejores… Mira, llama a ia Biblioteca Nacional y diles que me den todos los libros que yo pida y que lo hagan rápido. Tú sabes cómo se demoran esos cabrones y lo misteriosos que son con algunos libros…
– ¿Y qué estás buscando? Digo, si se puede saber…
– Una fecha. Pero luego te cuento.
– Pues mira que yo también tengo cosas que contarte. Ahora voy para una reunión, pero a eso de las dos voy a estar en Finca Vigía. ¿Nos vemos allá?
– Oye, que yo no tengo un motor en el culo.
– Agarra, para que veas si te quiero de verdad o no: a la una y media tienes un carro con chofer en la puerta de la biblioteca -afirmó el teniente-. Hay cosas nuevas, así que nos vemos en la finca. Ah, cono, y no te vayas a robar ningún libro de la biblioteca -y colgó.