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– ¿Qué tú piensas de mí, Calixto?

El hombre lo miró un instante.

– No te entiendo, Ernesto.

– ¿Yo soy un americano prepotente?

– ¿Quién dijo esa barbaridad?

Le indignaba que lo hubieran acusado de vivir en Cuba porque resultaba más barato y porque él era como todos los americanos, superficiales y prepotentes, que iban por el mundo comprando con sus dólares lo que estuviera en venta. Pero las últimas cuentas sacadas por Miss Mary demostraban cómo había gastado en la isla casi un millón de dólares en unos veinte años, y él sabía que buena parte de aquel dinero se había ido en pagarle a los treinta y dos cubanos que dependían de él para vivir. En más de una ocasión, para joder a los insidiosos, declaró a la prensa que se sentía como un cubano, que en verdad él era un cubano más, un cubano sato, dijo, tan sato como Black Dog y sus otros perros, y remató su juego cuando decidió entregarle a la Virgen de la Candad del Cobre su medalla de Premio Nobel: ella era la patrona de Cuba y de los pescadores de Cojímar, y nadie mejor para conservar una medalla que tanto le debía a unos hombres simples pero capaces de regalarle la historia de un pescador que llevaba ochenta y cuatro días luchando en la corriente del Golfo sin capturar un pez, porque estaba definitiva y rematadamente salao.

Aunque en verdad hubiera preferido vivir en España, más cerca del vino, de los toros y de los arroyos poblados de truchas, pero el fin nefasto de la Guerra Civil lo había lanzado a la isla, porque sí de algo estaba seguro era de que no quería vivir ni bajo una dictadura católico-fascista ni en su propio país, dominado por un conservadurismo cuasi fascista. Cuba resultó una alternativa satisfactoria y le agradecía a la isla haber escrito allí varios de sus libros, y haberle dado historias y personajes para ellos. Pero nada más: el resto era una convención, una transacción, y le molestaba ahora, sólo ahora, haber dicho bajo la euforia de los tragos mentiras tales como que se sentía cubano o que era cubano.

– ¿Sabes lo que más lamento?

– ¿Qué cosa?

– Llevar tantos años viviendo en Cuba y no haberme enamorado nunca de una cubana.

– No sabes lo que te has perdido -dijo Calixto, categórico y sonrió-. O de lo que te has salvado.

– ¿Y a ti te gusta ser cubano, Calixto?

Calixto lo miró, sonrió otra vez y se tornó serio.

– Hoy no te entiendo un carajo, Ernesto.

– No me hagas caso. Hoy no estoy pensando bien.

– No te preocupes, puede ser una mala racha.

– Es que esto me tiene preocupado -y volvió a mostrar la chapa del FBI. Todavía la conservaba en la mano.

– No tienes que preocuparte. Yo estoy aquí. Y Raúl me dijo que más tarde se daba una vuelta…

– Sí, tú y Raúl están aquí. Pero dime algo: ¿es fácil o difícil matar a un hombre?

Calixto se ponía nervioso. Al parecer prefería no hablar de aquel viejo asunto.

– Para mí fue fácil, demasiado fácil. Habíamos bebido como unos locos, el tipo se pasó, sacó un cuchillo y yo le di un tiro. Así de fácil.

– Otra gente dice que es difícil.

– ¿Y tú qué piensas? ¿Cómo fue con los que mataste?

– ¿Quién te dijo que yo maté a alguien?

– No sé, la gente, o tú mismo… Como has estado en tantas guerras. En las guerras la gente se mata.

– Es verdad -y acarició la Thompson -, pero yo no. He matado mucho, pienso que demasiado, pero nunca a una persona. Aunque creo que soy capaz de hacerlo… Entonces, si alguien viene a joderme, tú serías capaz…

– No me hables de eso, Ernesto.

– ¿Por qué?

– Porque tú no te mereces que nadie te joda… y porque tú eres mi amigo y yo voy a defenderte, ¿no? Pero no debe ser bueno morirse en la cárcel.

– No, no debe ser bueno. Olvídate de lo que hablamos.

– Cuando salí de la cárcel me juré dos cosas: que no me volvía a tomar un trago y que no regresaba vivo a una celda.

– ¿De verdad no has vuelto a tomar?

– Nunca.

– Pero antes era mejor. Cuando tomabas ron hacías unas historias maravillosas.

– El dueño de las historias aquí eres tú, no yo.

Él lo miró y otra vez se asombró de la oscuridad impoluta del pelo de Calixto.

– Ése es el problema: tengo que contar historias, pero ya no puedo. Siempre tuve una bolsa llena de buenas historias y ahora ando con un saco vacío. Reescribo cosas viejas porque no se me ocurre nada. Estoy jodido, horriblemente jodido. Yo creía que la vejez era otra cosa. ¿Tú te sientes viejo?

– A veces sí, muy viejo -confesó Calixto-. Pero lo que hago entonces es que me pongo a oír música mexicana y me acuerdo que siempre pensé que cuando fuera viejo volvería a Veracruz y viviría allí. Eso me ayuda.

– ¿Por qué Veracruz?

– Fue el primer lugar fuera de Cuba que visité. Acá yo oía música mexicana, allá los mexicanos oyen música cubana, y las mujeres son hermosas y se come bien. Pero ya sé que no voy a volver a Veracruz, y me moriré aquí, de viejo, sin tomar un trago más.

– Nunca me habías hablado de Veracruz.

– Nunca habíamos hablado de la vejez.

– Sí, es verdad -admitió él-, Pero siempre hay tiempo para volver a Veracruz… Bueno, mejor me voy a dormir.

– ¿Estás durmiendo bien?

– Una mierda. Pero mañana quiero escribir. Aunque no se me ocurra nada, tengo que escribir. Me voy. Escribir es mi Veracruz.

Le sonrió a Calixto y se estrecharon las manos. Luego empleó la ametralladora para auxiliarse. Se puso de pie y miró hacia el interior de la finca. No corría brisa y el silencio era compacto.

– Déjame el hierro, Ernesto.

Calixto también se había puesto de pie, sirviéndose de un pedazo de madera. Él se volvió.

– No -le dijo.

– ¿Y si vienen los tipos de la policía?

– Hablamos con ellos. Nadie va a ir a la cárcel y tú menos que nadie.

– Voy a registrar la finca.

– Yo creo que no hace falta. El que dejó esto ya se fue.

– Por si acaso -insistió Calixto.

– Está bien… Pero dame acá ese revólver que te dio mi mujer.

– Pero Ernesto…

– Sin peros -dijo, casi molesto-. Aquí nadie va a ir a la cárcel, y tú menos que nadie. Dame, te dije…

Calixto dudó un instante y le entregó el arma, tomándola por el cañón.

– Ernesto… -inició una protesta mientras él se colocaba el revólver en la cintura de la bermuda.

– Te veo mañana. Vamos, Black Dog.

Lentamente, con su paso de viejo, comenzó el ascenso de la breve pendiente que llevaba a la casa. Black Dog íba a su lado, imitando su modo de andar. Calixto lo vio alejarse y regresó al portón. Encendió la radio, pero ahora no tenía cabeza para escuchar y disfrutar boleros de Agustín Lara ni las rancheras de José Alfredo Jiménez. Apagó el aparato y observó la noche apacible de la finca. Sentía en su cintura la ausencia del peso del 45.

– Sí, era yo, y claro que me acuerdo. Ésa fue la última vez que vi a Papa.

La mañana todavía era fresca, aunque no corría una gota de brisa. Un muchacho del barrio le había dicho que Ruperto andaba por el embarcadero del río y, luego de preguntarle a dos pescadores, lo halló debajo de un almendro, sentado sobre una piedra, la espalda apoyada en el tronco del árbol y el tabaco enorme e intacto en la boca, con la vista clavada en el bosquecito que se alzaba en la orilla opuesta del río. Si tenía quince años menos que el Tuzao, andaba cerca de los noventa. Sin embargo, parecía mucho más joven, o menos viejo, rectificó el Conde su juicio inicial: un viejo fuerte de ochenta y tantos años, cubierto con un sombrero de jipijapa, obviamente caro y traído de algún lugar lejano.

Después de saludarlo, el Conde le había dicho que necesitaba hablar con él.

– ¿Usted quiere entrevistarme? -preguntó el anciano, displicente, sin quitarse el tabaco de la boca.

– No, nada más hablar un poco.

– ¿Seguro? -el recelo vino en auxilio de la displicencia.

– Seguro. Mire, vengo desarmado… Yo quiero saber si algo que yo creo que me pasó hace muchos años pudo ocurrir de verdad o si son imaginaciones mías -y le contó su recuerdo del día en que había visto a Hemingway bajar del Pilar en la caleta de Cojímar, y despedirse de un hombre que debía de ser el mismo Ruperto.

– Él llegó a mi casa por el mediodía, sin avisar, y desde que lo vi supe que venía extraño, pero conociéndolo como lo conocía, ni le pregunté. Nada más nos saludamos y él me dijo que recogiera, íbamos a salir al mar.

»-¿Cargo con los cordeles y las carnadas? -le pregunté.

»-No, Rupert, vamos a dar una vuelta.

»Él siempre me decía Rupert y yo le decía Papa.

El viejo levantó el brazo e indicó:

– Allí estaba fondeado el Pilar.

El Conde siguió la dirección de la mano y vio el mar, el río, unos pocos botes de pesca bastante maltratados por el tiempo.

– ¿Cuándo pasó eso, Ruperto?

– El 24 de julio del año 60. Me acuerdo porque al otro día se montó en el avión y no volvió más.

– ¿El sabía que no iba a volver?

– Yo creo que sí. Por lo que me dijo.

»-Estoy jodido, muchacho, y creo que no tiene remedio -dijo Hemingway-. Y tengo miedo de lo que viene.

»-¿Qué es lo que pasa, Papa?

»-Los médicos no quieren, pero me voy a España. Tengo que ver unas corridas de toros para terminar mi libro. Después me van a ingresar en un hospital. Luego no sé qué va a pasar…

»-Pero ir a un hospital no es el fin.

»-Depende, Rupert. Para mí creo que sí.

»-¿Y tú te sientes mal?

»-No jodas, Rupert, ¿tú estás ciego? No ves que me estoy poniendo flaco, que me he vuelto un viejo en unos cuantos años.

»-Es que los dos somos unos viejos.

»-Pero yo más -y sonrió. Pero era una sonrisa triste.

»-No hay que hacerle demasiado caso a los médicos. Ferrer es gallego, y todos los gallegos son unos burros. Por eso casi todos son pescadores -los dos nos reímos, ahora con ganas-. Y cuando te cures, ¿vienes otra vez?

»-Sí, claro que sí. Pero si no me curo, voy a dejar dicho que este barco es tuyo. Alguien te dará la propiedad. La única condición es que no lo vendas mientras tengas un peso para comer. Si las cosas se ponen tan malas, pues véndelo entonces.

»-Yo no quiero nada, Papa.

»-Pero yo sí. Quiero que este barco no lo pilotee más nadie que tú.

»-Si es así me quedo con él.

«-Gracias, Rupert.

– ¿Él siempre le hablaba de sus cosas? -preguntó el Conde.

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