Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Andrés Juan Gaitán y Antonio Castro del Castillo cambian de posición en sus sillas por el torrente de blasfemias, pero es Juan de Mañozca quien lo interrumpe y ordena que demuestre su formación católica santiguándose y pronunciando las oraciones de la ley de Nuestro Señor Jesucristo.

Francisco enmudece de golpe: ¿qué prueba le están pidiendo? ¿La calidad de su aprendizaje se reduce ahora a un examen para analfabetos? ¿Se burlan? ¿No creen en la veracidad de su relato? De pronto conecta otra idea: quieren enterarse si un judío pleno es capaz de llevar a cabo un rito católico sin repugnancia.

– No perjudica a la ley de Dios que me santigüe ni que pronuncie las oraciones -se persigna, dice las oraciones y recita los diez mandamientos.

Los inquisidores miran y escuchan con rostros neutros. El secretario sigue escribiendo velozmente; ya se le quebró la tercera pluma.

– Continúe -ordena Mañozca.

Francisco queda sin conocer el motivo de la prueba elemental, pasa su lengua por los labios y completa la historia de su vida. Se la ofrece generosamente, para quedar igualados: ellos católicos y él judío. Mientras ocultaba su identidad se cercenaba como hombre; ahora que la exhibe, su espalda se endereza: en los intersticios de su cuerpo y su alma ha ingresado una balsámica liviandad. Les relata a los inquisidores que se ha casado con Isabel Otañez, natural de Sevilla, cristiana vieja -enfatiza, para que no insinúen siquiera molestarla-; tiene una hija con ella y está esperando un segundo hijo. Describe el sufrimiento que ha ocasionado esta separación y ruega a los ilustrísimos inquisidores que le hagan llegar noticias y que no confisquen todos sus bienes para que subsista dignamente. Ella es cristiana devota y no tiene por qué sufrir a causa de una fe que ni siquiera conoce.

– ¿Con quiénes compartió el secreto de su judaísmo? -pregunta Gaitán.

Es la infaltable cuestión; su padre lo dijo tantas veces: "Piden nombres, exigen nombres; no les basta ver al reo bañado en lágrimas y arrepentido; cada uno debe traer por lo menos otro.» No le sorprende la pregunta ni el tono; se la volverán a formular con porfía y usarán todos los recursos de la voz. Pero él ya ha preparado y fijado la respuesta que usará siempre, despierto o dormido, en la sala de audiencia o la cámara de torturas; dirá (dice) que sólo habló de judaísmo con su padre y su hermana Isabel. Su padre ya ha muerto y su hermana lo ha denunciado.

– ¿Con quién más? -insiste el inquisidor.

– Nadie más. Si no hubiera hablado con mi hermana, hoy no estaría aquí.

121

Lo trasladan a otro agujero de las cárceles secretas. Aunque lo sigue tensando el miedo, está relativamente satisfecho por la conducta que observó durante la primera audiencia. Su cuerpo se parece al de una aplastada mula que súbitamente se liberó de la carga: se ha mostrado a cara descubierta ante los hombres más temidos del Virreinato. Les ha refregado que ama sus raíces. Ha hecho resonar en la augusta sala el nombre de Dios único y ha desafiado -desde su debilidad física- la arrogancia del Tribunal. Pocas veces alguien les habrá demostrado que no cuentan con todo el poder. Esto no debería transformarse en soberbia -corrige el posible desliz- porque «yo soy apenas un minúsculo, un indigno siervo del Eterno». Pero es obvio que los inquisidores, acostumbrados a recibir prisioneros asustados que se defienden con la mentira, deberán estudiar su caso y, quizá, aproximarse a cierta comprensión. Quizá el resplandor de ángel que existe en cada ser humano (y hasta en el más pérfido) consiga descubrirles el derecho que le asiste.

Mientras su mente gira en círculos no observa hacia dónde lo llevan. ¿Importa? Su mirada se ha replegado y apenas registra que las baldosas pasan a ser cubos de adobe y por último tierra apisonada. En los corredores resuenan pasos, hierros, gemidos y aumenta la oscuridad. Los alguaciles tienen la orden de saltear la celda de recepción y hundirlo en una mazmorra. Ya ha pasado por las verificaciones que exige la legalidad del Santo Oficio: no es un reo inclasificado, sino un judío cabal con sangre y espíritu infectos. Le corresponde un espacio chico y húmedo, un ergástulo sofocante en el cual se macerarán sus pensamientos demoníacos. No pueden cambiarle la sangre pero sí lavarle el espíritu.

Lo encierran y refuerzan la puerta con travesaños, llave y tranca. Todo ha sido dispuesto para que Francisco Maldonado da Silva acepte que sus insubordinaciones no lo han conducido a otra parte que este pozo y reconozca que a partir de su entrada en las cárceles secretas ha perdido definitivamente todos sus derechos.

Los inquisidores se pasan unos a otros -servidores mediante- los pliegos que redactó apresuradamente el secretario durante la audiencia. Es una inevitable y pobre síntesis que no ha registrado algunas frases infames ni reproduce el tono altivo con el que el reo las ha pronunciado. Pero consigna pruebas suficientes para aplicarle una condena severísima. Tiene en su favor, empero, la coherencia y coincidencia con los documentos que se labraron en Chile tras cada interrogatorio. También armonizan con la denuncia que había elevado hace casi un año el comisario de Santiago de Chile cuando las hermanas del reo -Isabel y Felipa Maldonado- testificaron con horror las confesiones que él había hecho a una de ellas. Esta situación facilitaba la indagación, pero no brindaba pistas sobre el grado de arrepentimiento que se produciría en el cautivo. Su historia, cultura y aparente coraje pueden servir tanto a la luz como a las tinieblas, pueden ayudado a recuperar la verdadera fe o extraviarlo más en sus sofismas. Quizá se avenga a una reconciliación voluntaria, con lágrimas sinceras. Quizá sólo a una reconciliación forzosa, bajo la luz que brinda el suplicio, como fue el caso de su padre Diego Núñez da Silva. El delito de judaísmo tiene cuatro salidas: dos son compatibles con la vida (reconciliación voluntaria o forzosa). Las otras dos terminan en la muerte y se diferencian entre sí porque el judío que se arrepiente antes de que lo devore la hoguera puede acogerse a la clemencia de un fallecimiento más rápido mediante la horca o el garrote vil.

Andrés Juan Gaitán instala un pisapapeles sobre los pliegos y apoya su nuca en el alto respaldo de su sillón. Le molesta que Mañozca y Castro del Castillo hayan aceptado que el reo jurase a su modo. Se le ha permitido, indirectamente, agraviar la cruz y se le ha concedido un derecho que aumentará su confusión. A esta gente hay que recordarle que el Todopoderoso está de un solo lado y que la verdad no es compatible con sustitutos. ¿Quién es este médico criollo para imponer sus deseos al Tribunal? El Tribunal, al satisfacerlo, le ha regalado un trozo de su propia fuerza, le ha transferido innecesariamente una atribución. ¿Por qué?, ¿para qué? Mañozca y Castro del Castillo tienen pocos años de oficio inquisitorial y aún no han aprendido a reconocer en estos insolentes a moscas con forma humana. Como las moscas, sólo merecen que se las aplaste. Son indignos, ingratos e irracionales. Este médico criollo ha recibido el bautismo y la confirmación, ha sido hospedado en conventos, instruido en la Universidad y ha llevado al lecho a una cristiana vieja, para finalmente arrojar todo como basura y proclamar su sangre abominable con orgullo y su apostasía como mérito. Es el colmo del extravío, Incluso tiene la desfachatez de considerarse único responsable de sus actos. Gaitán cree que esto es verdad, que el hombre es un solitario, que no ha cultivado su judaísmo sino con su padre muerto y hablado del tema con su hermana devota. Pero en vez de aceptar su nimiedad extrema y achicarrarse ante la majestad del Santo Oficio, en vez de temblar, sudar y caer de rodillas, ese infeliz impugna la fe verdadera con su juramento por el Dios de Israel. Es una muestra cabal de su rebelión y de que pretende socavar el orden del universo.

Gaitán está cansado. Debe leer informes, contrastar testimonios, evaluar confesiones, juzgar, condenar. Ya es suficiente para él: desde hace dos años ha comenzado a pedir licencia para regresar a España porque el Virreinato del Perú y sus miserias lo han hartado. Pero su solicitud no será satisfecha con celeridad. Lo sabe. En España harán una evaluación de los servicios que él presta a la fe con severidad incorruptible y preferirán que prosiga varios años más; lamentablemente.

122

Le han liberado las muñecas y los tobillos porque está preso en una mazmorra inexpugnable, La celda es angosta, provista de un poyo donde tendieron el colchón y una arqueta en la que han depositado las pertenencias que lo acompañaron desde Chile. Francisco mira durante horas la ventana alta por la que fluye la luz de un patio interno. Se aburre con el lento desovillarse de las horas bajo la perpetua nubosidad de Lima y se pregunta reiteradamente si conseguirá trasponer las pruebas a que lo va a someter el Santo Oficio, una de las cuales consiste en mantenerlo inactivo entre esas cuatro paredes. Los sirvientes negros que le traen la ración de comida arrojan algunas frases como migajas; son seres despreciados que se alivian despreciando a quienes están peor; entre las deshilvanadas expresiones le dejan enterarse de que no puede leer ni escribir, no puede comunicarse con otros prisioneros y menos con el exterior. Puede, en cambio, solicitar algunas comodidades que a veces son atendidas («a veces»): abrigos, comidas, un mueble, más velas. Esos beneficios se pagan con el dinero que le han confiscado; si su dinero se acaba, se acaban los beneficios.

¿Cuánto tiempo lo mantendrán ahí, solo e incomunicado? El desafío del aislamiento es muy arduo. Incrementa la ansiedad y desencadena el alud de la desesperación. Habla consigo mismo hasta el borde de la locura porque su corazón reclama cada día y cada hora conectarse urgentemente, confiar ideas, descargar sentimientos. Ya le ha pasado en la celda de Concepción, de Santiago y en la bodega de la nave: llega un momento en que no se aguanta más. Cuando esto sucede aparece un pórtico brumoso; al otro lado sólo hay vacío: es la pérdida de la esperanza. Esto busca la Inquisición.

Cuatro jornadas después de la primera audiencia le ordenan ponerse el sayal para la segunda. Cierran los grilletes en sus extremidades ulceradas como si estuviera en condiciones físicas de huir y lo conducen al augusto salón. Igual que la otra vez, lo acompañan el alcaide y dos negros. Se da cuenta de que su prisión actual está en el fondo de la lóbrega fortaleza porque debe recorrer largos túneles, ascender y descender peldaños, cruzar muchas puertas hasta que penetra en el ámbito temible donde el techo de madera machimbrada ofrece una disonancia sarcástica. Ahí están las tres altas sillas forradas de verde, el escritorio de seis patas, los dos candelabros y el crucifijo ante el cual se negó a prestar juramento. Entra el cadavérico secretario cuyos ojos de vidrio apuntan hacia el pequeño escritorio en el cual deposita su escribanía; después se sienta, une las manos en oración y mira hacia el verdinegro blasón del Santo Oficio. Gira una de las puertas laterales y brotan en fila los tres inquisidores. La audiencia es ceremonia y no permite alteraciones al libreto: la secuencia es rígida, siempre igual. Los jueces caminan a pasos cortos, escalan la tarima, las sillas abaciales se corren, quedan parados como alabardas, hacen la señal de la cruz, rezan en voz baja.

85
{"b":"88176","o":1}