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Libro tercero: Levítico

La ciudad de los reyes

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Lorenzo Valdés y Francisco Maldonado da Silva ingresaron a Lima por el Sur y se toparon con la guardia de caballería montada sobre altos corceles con chapetones de metal dorado sobre los relucientes arneses. Levantaban globos de tierra en su avance hacia la plaza de Armas. El colorido desfile con las alabardas verticales y el estandarte desplegado provocaba la atención de las gentes que, no por habituadas, dejaban de admirar su lujo y apostura. Las calesas de dos ruedas, tiradas por una mula, se apartaban hacia las calles adyacentes o se introducían en portal cuando advertían la proximidad de la tropa. La guardia de caballería iba en busca del virrey Montesclaros para escoltar su paseo y nada podía estorbarla. Recorrió la ruidosa calle de los Espaderos; Francisco y Lorenzo la siguieron. Fraguas y martillos enderezaban hojas de acero y moldeaban empuñaduras artísticas que se exponían sobre panoplias con forma de escudo. Infanzones e hidalgos que gozaban la evaluación de esta mercadería se corrieron de mala gana para dejar paso a la guardia del virrey. Los enjaezados corceles torcieron al callejón de los Petateros. Aquí se elevaban pirámides de cofres, arcones, arquetas y petacas. La guardia penetró luego en la espaciosa calle de los mercaderes, atiborrada de tiendas con géneros, especias, vinos, zapatos, botas de cordobán, tinturas, joyas, menaje, aceite, cirios, monturas, sombreros. Los esclavos corrieron apresuradamente los tablones de exhibición para que no los voltease la espuela de un soldado. Lorenzo aprovechó el caos para meter en su bolsillo un mazo de naipes.

La guardia iluminó la colosal plaza de Armas. Al frente se alzaba el palacio Virreinal cuyas líneas sobrias disimulaban el lujo interior. A un lado estaba la catedral, en el sitio de la primitiva iglesia que mandó construir el fundador de Lima. Al otro lado el Cabildo. Eran el poder político, religioso y municipal tocándose, empujándose. El mismo despliegue que en Ibatín, Santiago, Córdoba y Salta.

La grandiosa plaza deslumbró a Lorenzo y a Francisco. No sólo servía para efectuar procesiones y corridas de toros como en las otras ciudades, sino para los Autos de Fe. «Aquí fue reconciliado mi padre.»

– ¡Quisiera ser contratado por la guardia de caballería! -suspiró Lorenzo mientras palpaba los hurtados naipes.

«No quisiera llegar al Callao», pensó Francisco.

Tras ellos, la rueda de una calesa mordió el borde de la acequia que corría por el centro de la calle, y volcó. El carruaje siguiente intentó esquivada, pero enganchó su estribo de bronce y quedó cruzada. En seguida se produjo un amontonamiento de carruajes y berlinas. Dos oficiales se abrieron paso con las armas en alto. De las ventanas asomaron rostros enojados y algunos puños. Numerosos hidalgos corrieron para observar de cerca el desarrollo del incidente. A Francisco le sorprendió la elegancia de los hidalgos. Muchos de ellos vestían calzones rematados en la rodilla con una charretera de tres dedos de ancho. Usaban zapatos de doble suela para protegerse mejor de la humedad. De un ojal del chaleco pendía una cadena de oro con un escarbadientes también de oro.

Francisco preguntó por el convento de Santo Domingo. Allí debía encontrar a fray Manuel Montes, tal como le había indicado en Córdoba el comisario Bartolomé Delgado.

Entraron con el recogimiento que exige un lugar sagrado y encontraron un interior fastuoso. El altar relucía y en su extremo opuesto se elevaba el coro de cedro tallado. Francisco se persignó y rezó. Caminó en puntas de pie hacia una puerta lateral y movió la tranca sin hacer ruido. Entonces lo asaltó la maravilla, una selva de luces: donde imaginó estaría el patio brillaban zafiros y rubíes sobre paneles de oro. Parpadeó encandilado. En el centro del claustro se levantaban palmeras entre macizos de flores azules, amarillas y rojas. Avanzó con miedo de romper un hechizo, se acercó a la pared y acarició la fresca superficie. Los azulejos estaban fechados en Sevilla. Recién los habían traído y colocado.

Lorenzo Valdés se abalanzó sobre el tesoro y hurgó con las uñas: tal vez pudiera extraer algunas de las gemas que parecían disimularse bajo la capa vidriada. Decepcionado, exigió a su amigo que volvieran a la plaza Mayor: era más divertido.

– Ya encontrarás a tu fraile.

No apareció ningún sacerdote y Francisco prefirió seguirlo hacia la calle que los envolvió con ruidos.

Cruzaron el flamante puente de piedra, llegaron a la Alameda refrescada con árboles y fuentes y contemplaron el majestuoso paseo del virrey Montesclaros con su corte de nobles, pajes e hidalgos que competían por estar cerca suyo y dirigirle algunas palabras. Después bajaron hasta el río Rímac y bebieron junto a sus cabalgaduras. El virrey, de regreso al palacio, se detuvo junto a los torreones del puente para leer su nombre y sus títulos grabados sobre la piedra. Luego su mirada descendió hacia unos aguateros, las negras lavanderas y los dos amigos junto al Rímac.

Lorenzo Valdés lo advirtió. En voz baja proclamó su alegría:

– ¡Me ha visto! ¡El virrey se ha fijado en mí!

Ya se sintió parte de la milicia real. Su futuro de gloria estaba asegurado.

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Le angustiaba llegar al Callao, aunque su extenso viaje tenía ese puerto como meta: allí estaba su padre; le angustiaba encontrarse con Manuel Montes, pero había prometido hacerlo; no quería pasar ante el palacio del Santo Oficio, aunque la curiosidad lo devoraba. Se dispuso a afrontar tres desafíos. Lorenzo Valdés le regaló una de sus mulas: las dos restantes y el hermoso caballo le alcanzaban para presentarse con dignidad ante el jefe de la milicia. La mirada del virrey ya era su certificado de admisión: iría a extirpar idolatrías, luchar contra incursiones piratas o domesticar indios alzados. Empezaba su carrera militar. Francisco prometió reencontrarlo y, arrastrando la mula, fue hacia el edificio de sus pesadillas: el palacio de la Inquisición.

Caminó por la arteria que seguramente habían recorrido su padre y su hermano cuando fueron llevados a la cárcel. Era una calle activa donde no quedaban rastros de cautivos. Sobre el lomo de su mula estaban bien atadas las alforjas con el instrumental, el estuche y la Biblia. Al dar vuelta la esquina el jumento se detuvo. Francisco sintió el mismo choque. La fachada imponente lo frenó. Bajo la elevada imagen religiosa centellaba el apotegma Domine Exurge et judica Causa Tuam (Levántate Señor y defiende tu causa). Un par de columnas salomónicas hacían guardia de honor a las hojas de la puerta monumental. Por ahí entraban y salían los dignatarios y su temible poder. Un ala negra batió la puerta, que se entreabrió para permitirle penetrar raudamente. La hoja volvió a cerrarse. En torno a Francisco el aire se había tensado: había entrado el inquisidor Gaitán. Francisco llevó la mano al equipaje y se asustó: había desaparecido el instrumental y el estuche. Palpó de nuevo, aflojó una correa, metió la mano. Allí estaban, sin embargo su frente se cubrió de gotas. El palacio se extendía bordeado por una larguísima y siniestra muralla que separaba al Santo Oficio de la ciudad.

Oprimido, retornó al convento. Cruzó la bella iglesia y entró en el claustro. Los azulejos ardían. Fray Manuel Montes lo recibió con lacónica amabilidad. ¿Lo estaba esperando? Su tez evocaba una máscara de muerto. Los ojos escondidos en la profundidad de las órbitas parecían cubiertos por una película también blanquecina. Había algo de momia en su conformación. Era un hombre seco. ¿Por qué fray Bartolomé le ordenó presentarse ante un clérigo tan desagradable?

Fray Manuel, sin formular preguntas -ya conocía lo necesario-, guió a su joven huésped hasta una celda vacía de gente y de cosas: ni jergón, ni estera, ni banco, ni mesa. Era un tugurio estrecho con una ventanilla en lo alto. Quedaba en los fondos.

El fraile entró primero y se quedó mirando el piso de tierra apisonada como si contase las baldosas que no existían. Después, con una lentitud que aumentaba la opresión, recorrió cada una de las cuatro paredes cuyo adobe se encogía de vergüenza. ¿Qué buscaba? Finalmente examinó el techo de cañas bajo las cuales se cruzaban unas vigas.

– Dormirás aquí -dijo sin emoción; su voz era fúnebre como su rostro-. Dentro de tres días, irás al Callao -hizo una pausa y lo miró de frente por primera vez-. Dentro de media hora cenarás en el refectorio.

Francisco depositó sus bultos sobre el piso y fue a lavarse. ¿Por qué debía aguardar tres días aún para reunirse con su padre? Descubrió el pasillo que conducía al hospital del convento. Tenía buena reputación, según oyó decir en Chuquisaca y el Cuzco. Su padre había deseado instalar uno en Potosí, para los indios, pero no obtuvo respaldo. Éste, en cambio, se destinaba a los frailes y, especialmente, a los prelados y hombres importantes de Lima. Tal vez aquí podría aprender medicina. Se deslizó tímidamente por el pasillo. Desembocaba en un traspatio alrededor del cual se alineaban las habitaciones de los pacientes. Vio la botica: un cuarto tapizado de botellas, frascos, vasijas, cacharros y tubos. Sobre una mesa se tocaban un balancín con alto ástil y un reloj de arena. Al costado viboreaban las serpentinas del atanor.

Sintió que alguien respiraba a su lado. ¿Una alucinación? Un negro vestido con el hábito de la orden lo miraba con ojos mansos. ¿Podía un fraile dominico ser negro? ¿Tan distintas eran las normas en Lima? La alucinación habló con amabilidad. Preguntó si podía servirle en algo.

– N… no. Estaba recorriendo. Pernoctaré en una celda, por indicación de fray Manuel Montes.

– Está bien, hijo.

No era negro, sino mulato. Y vestía el hábito de los terciarios, el nivel inferior de la orden, con gastada túnica blanca, escapulario y manto negros, pero sin la capucha de los sacerdotes. Su raíz africana impedía convertirlo en un fraile regular, seguramente.

– ¿Necesitas algún remedio? -insistió el mulato.

– No, de veras. Sólo deseaba conocer el hospital. Nunca vi uno.

– Oh, es muy simple. Creo que todos los hospitales son iguales. Yo soy el barbero de éste.

– ¿Sí? También quiero ser barbero, o cirujano, o médico.

– ¡Enhorabuena! Necesitamos médicos y cirujanos piadosos. Hay muchos charlatanes, ¿sabes? Y producen gran daño -sus ojos emitían un fuerte brillo-. ¿Estudias?

– Quiero empezar.

– Enhorabuena, hijo. Enhorabuena.

– Fray Manuel Montes me ordenó concurrir al refectorio. Discúlpeme, voy a prepararme.

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