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– Está bien. Debes hacerlo.

Francisco regresó a su celda y extrajo la ropa que había lavado en el camino. Se cambió y fue a cenar.

Buscó a fray Montes y al mulato. Otro fraile le indicó dónde ubicarse como si le hubiesen reservado lugar. ¿Toda la orden estaba enterada de su presencia? Decenas de ojos confluían en él. ¿Qué importancia tenía?, ¿por qué lo miraban con tanta seriedad?, ¿acaso ya acusaban de algún crimen?

Conocía el ritual del refectorio. Lo había incorporado en el convento dominico de Córdoba. Pero esta sala lucía más suntuosa. Aquí los bancos eran de madera labrada y el piso estaba embaldosado. Había también más clérigos. Grandes antorchas iluminaban la sala. Los religiosos permanecían de pie junto a las mesas con la capucha sobre el rostro y las manos escondidas bajo el escapulario. Un fraile pronunció el Benedicte . Otro cantó el Edente pauperes . Todos tomaron asiento.

Mientras un fraile leía en latín desde un púlpito, los sirvientes se desplazaban en silencio con las bandejas llenas. Traían cazos con humeante mondongo. Las cucharas de los comensales empezaron a moverse después de la bendición y una plegaria especial por el restablecimiento del prior de la orden, padre Lucas Albarracín.

La palabra de Dios descendía monótonamente y era interferida por el sorber gozoso de las bocas hambrientas. Alimento del espíritu y del cuerpo simultáneo y disonante. Francisco oteaba a los lados y advertía que los frailes seguían espiándolo.

Identificó a fray Montes. No al mulato, quien ingresó después con una bandeja. Era miembro de la orden, pero también oficiaba de sirviente. Su porción africana no lo dejaba ascender en la jerarquía sacerdotal y tampoco desprenderse de la maldición que Noé descargó en el principio de los tiempos sobre su tiznado hijo Cam. Lo llamaban -con mezcla de afecto e ironía- «hermano Martín».

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Después del servicio de completas -narraría Francisco- retorné al cubo desolado que me asignó fray Manuel. Conseguí una vela, corrí hacia un ángulo mi equipaje y me tendí junto a la pared. Su húmeda rugosidad aminoraba mi desamparo. Sentí el adobe del muro como el lomo de la mula: resistente y confiable. Su grosor de un metro ¿me separaba de otra celda?, ¿dormía allí algún criado, probablemente? Me pregunté a qué se debía el misterioso aislamiento en que fray Montes prefería mantenerme durante la noche. No quería que nada me acompañase, sino los contornos de esta cueva. Me pregunté por qué me retenía en esta ciudad otro poco aún, como si no fuesen bastantes los años que viví lejos de mi padre o los meses que me llevó viajar hasta aquí. Dijo que sería mi confesor y entonces también me pregunté si debía tomarlo como gesto de cariño o de vigilancia.

Me pareció oír los ronquidos del criado que dormía al otro lado del muro. La oscuridad era levemente clareada por el alto y estrecho ventanuco. Unos sapos croaban cerca del aljibe. Aumentaron los ronquidos. No eran de una, sino de varias personas. El muro adelgazó: se había transformado en una lámina que transmitía y agrandaba los ruidos. Ya no sonaban rítmicos ni apacibles, sino en torrente. Evoqué las crecidas del río del Tejar. Eran ratas que corrían por las cañas, las vigas, el muro, el piso, mis piernas, mi cuello. Desencadenaron un estrépito de alud. Necesitaban explorar el territorio que yo les había invadido.

Me moví despacio. No convenía declararles la guerra y sí convencerlas de que me aceptaran como vecino. Alternaban las caricias de sus cuerpos aterciopelados que disparaban por mi pecho, con los fugaces pellizcos de sus uñitas. De vez en cuando se detenían y, al girar bruscamente, me abofeteaban con su larga cola. Dejé que me recorrieran e identificaran. Tras unas horas de actividad me venció el sopor.

Las demás noches fueron más tranquilas.

Fray Manuel me confesó antes de mi partida hacia el mar. Quería saber qué había tocado.

– Ratas -dije; y me asusté por la irónica insolencia de mi respuesta.

El cadavérico fraile permaneció en silencio. Sus largas pausas me hacían doler. Después formuló un pedido, extrañamente gentil:

– Reza por la salud de nuestro prior.

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Francisco atravesó la población portuaria del Callao sin detenerse, pero mirando con ansiedad: cualquier espalda podría ser la de su padre. Los carruajes transportaban cestas desbordantes de pescado cuyas escamas plateadas enardecían la codicia de los aventureros. Junto al muelle se bamboleaban varios galeones con el velamen enrollado. Viviendas chatas se arracimaban junto al puerto y en la plaza aparecieron los cañones encargados de la defensa.

Nunca estuvo tan cerca del mar. El aire fresco y salobre le exaltó. Esa superficie azul que se extendía hasta la recta línea del horizonte era de una majestad sobrecogedora. No muy lejos se elevaba el lomo de una isla. Entre esa isla y la costa se desplazaban chalupas y botes de pescadores. Había llegado al punto donde embarcaban y desembarcan desde virreyes hasta negros angoleños, desde el sebo de las velas hasta los metales preciosos de las minas. Por aquí van y vienen riquezas y ambiciones. Es el portón magno que une el Virreinato del Perú con el resto del mundo. Oficiales armados controlaban la documentación de la incesante mercadería. Caminó hacia el Sur. Quería tocar el agua. Las olas se desenrollaban como alfombras sobre la arena. Bandadas de aves descendían a la resaca. Ingresó en la playa; sus pies se hundieron en la blanda superficie. Era una sensación inédita. Se dirigió al ondulado festón de espuma e introdujo un pie en el agua fría. Tocaba algo que posiblemente besó las costas de España, China, Tierra Santa, Angola. Se arremangó el pantalón de brin, avanzó más y se mojó la cara. Lamió gotas saladas. Un pescador le hizo señas desde su inestable embarcación como si lo saludase en nombre de los fabulosos habitantes submarinos. Giró y tuvo acceso a un paisaje diferente: la chata Callao, legendario puerto por donde fluían la plata y el oro, era un conjunto de poliedros cenicientos pegados a un vasto muelle en una punta y a la iglesia mayor en la otra. Ahí tendría que estar su padre; así lo ordenó la Inquisición y así lo dijo Manuel Montes. Pero no se atrevía a preguntar por él, tan fuertes eran sus ganas de verlo y su temor a una sorpresa. Era un reconciliado . Y los reconciliados, aunque se acogiesen al perdón, cargaban el estigma de un crimen que nada ni nadie podía borrar. Seguramente vestía el sambenito, ese escapulario infamante que llegaba hasta las rodillas y vociferaba su condición repudiable. Quienes eran humillados con esta prenda terrible debían usarla a perpetuidad para que los fieles los discriminaran. Y tras su muerte el sambenito sería colgado junto a la puerta de la iglesia con su nombre en letras gigantescas para que su descendencia también sufra la debida mortificación.

Retornó al muelle, cruzó el caleidoscopio de embarques y se detuvo junto a un par de cañones. Sus órbitas contraídas recorrieron a la multitud en movimiento. ¿Por qué lo buscaba en la calle si su lugar de trabajo era el hospital? Francisco tenía conciencia de su voluntario rodeo: temía descubrirlo.

Sentado en un rincón de la explanada, un mendigo desgranaba sus mendrugos bajo una corona de moscas. Su ropa estaba cubierta por el espantable sambenito. Los sucios cabellos blancos caían desordenadamente sobre su rostro punteado de verrugas. ¿Eso era lo que quedaba de su padre? Se acercó lentamente al escombro. Estaba aislado por una frontera invisible que sólo cruzaban las moscas. Francisco se detuvo a un par de metros. El mendigo lo miró con indiferencia. No podía ser su padre: no eran los ojos, ni la nariz, ni los labios, ni las orejas, ni los pómulos que recordaba. Dio media vuelta. «Debo prepararme -reflexionó-: tal vez lo hayan devastado como a este infeliz.»

Arrastró a su mula. Se internó en la callejuela del Este. Los excrementos lo obligaron a cruzar varias veces las acequias. Divisó la iglesia y el convento. Allí, tras la ondulada tapia, funcionaba el hospital del Callao. Su pulso aumentó la velocidad. Tuvo que repetir el nombre de su padre al sirviente que hacía inexplicable guardia ante la puerta. El sirviente se dirigió a un hombre de espalda doblada, quien vino al encuentro de la visita. Se inclinaba mucho hacia izquierda y derecha, como si le fallasen los pies. A medida que la luz exterior clarificaba su imagen, Francisco pudo reconocerlo. Parecía que los años hubiesen prensado su estatura, encanecido los cabellos y la barba, arrugado su piel, afilado sus pómulos. Se miraron con perplejidad.

Tembló su labio al musitar: «Francisco.» Para convencerse, necesitó repetir el nombre: «Francisco.» Francisco le besó el rostro con la mirada, pero su mirada veía también el pintarrajeado sambenito que hada escarnio de su dignidad. Se tomaron de las manos. Francisco percibió que eran las de antes, pero huesudas, débiles. Permanecieron como dos árboles en el centro de una tormenta que aullaba recuerdos, preguntas, júbilo y pavor. Cada uno sintió chicotazos de una emoción fuera de dique. Aguantaron con estoicismo el borbotón de palabras y llanto que pujaban por derramarse. Diego Núñez da Silva dio un paso y abrazó a su hijo. Rompió la cautela que se había prometido mantener para no mancharlo con su sambenito. Después lo invitó a sentarse en el poyo de piedra.

Se siguieron mirando a hurtadillas. El padre, mareado de sensaciones, gozaba la apostura de su hijo: su breve barba cobriza, los ojos profundos e inteligentes, sus hombros viriles. Era la réplica de sus años mozos. Le querría preguntar por Francisquito, el niño curioso, travieso y osado que quedó atrás, que escuchaba con embeleso sus historias y sacaba de quicio al maestro Isidro Miranda.

Francisco observó a través de la refracción que producían las lágrimas las secuelas del sufrimiento en su padre. ¿Qué restaba de aquel hombre poderoso y culto? Sólo las cicatrices del tormento y la degradación.

Permanecieron en silencio.

Las gargantas apretadas. Las palabras nada podían expresar en ese momento.

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El virrey del Perú movió la cabeza y su barbero le infligió un rasguño en la mejilla. Pidió encrespadas disculpas y con un algodón detuvo la sangre. Después repasó con la navaja el corte de las patillas y puso esmero en la barbita afinada que descendía desde el labio inferior como una cinta. Usó tijeras, peine y clara de huevo perfumada para estirar los largos bigotes, imprimiendo a sus extremos un optimista giro hacia arriba.

Su ayudante de cámara le presentó la ropa. Su Excelencia lo miraba de soslayo sin moverse para que el barbero no reincidiera. Aprobó con señas los guantes de gamuza, los zapatos de pana, el chaleco de terciopelo y la camisa de seda. Usaría, como siempre en estas recorridas, el sombrero de alta copa, la golilla forrada con tafetán y una reluciente capa azabache. Luego regresaría al palacio para agregarse los atributos de su investidura: recibiría al Inquisidor Andrés Juan Gaitán, que parecía malhumorado. Este hombre era como una astilla bajo la uña. «Actuaré con prudencia», pensó.

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