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Delante suyo, sobre una tarima, se yerguen tres sillones abaciales forrados de terciopelo verde. Una larga mesa de caoba (¿ahí apoyarán sus manos los jueces?) tiene seis patas torneadas en forma de monstruos marinos (¿qué significan en un sitio donde ningún detalle puede ser arbitrario?). En los extremos de la ancha mesa alumbran sendos candelabros como escolta del crucifijo que destella en el centro. Francisco ve a un costado de la tarima el milagroso Cristo de tamaño casi natural, sombrío, cuyos ojos observan directamente los tobillos del reo; su padre le dijo que era milagroso porque su cabeza se mueve para refutar las mentiras de los cautivos o apoyar las acusaciones del fiscal. Le empieza a recorrer un temblor: sobre la pared derecha hay dos puertas cerradas y supone que por ahí emergen los jueces o se va a la cámara del secreto o la cámara de las torturas.

La tensión levanta sus párpados: urge reconocer los objetos para establecer algún contacto y controlar el miedo. ¿Qué ocultan las cortinas negras del frente? El negro expresa el luto de la Iglesia por las persecuciones que sufre a causa de las malditas herejías y el verde simboliza la esperanza en el arrepentimiento de los pecadores. Los objetos son piezas del armamento que le será disparado contra su cabeza. Se encoge al identificar el blasón del Santo Oficio, desafiante bandera que proclama al dueño del lugar y recuerda a los prisioneros su abominable condición. Lo mira embelesado: consta de una cruz verde sobre campo negro (el negro y verde se repiten); a la derecha de la cruz se extiende una rama de olivo que promete clemencia a los que se arrepienten; a la izquierda han bordado la gruesa espada que hará justicia con los pertinaces; debajo de la cruz y su guardia de olivo y acero arde una zarza como prueba de la inextinguible sabiduría de la Iglesia, así como del fuego que consumirá a quienes se obstinen en la rebelión. Al conjunto lo rodea una frase en latín extraída del Salmo 73: Exurge, Domine, et judica causa tuam , la misma que ha leído con aprensión la primera vez que vio el palacio inquisitorial cuando llegó a Lima con dieciocho años de edad y un nudo de conflictos en el alma. No puede retirar los ojos del estandarte: es la monstruosa oreja que escucha a los innumerables acusados y después sale a presidir los Autos de Fe. Último Francisco aumenta su vértigo al descubrir el famoso techo del que se habla en todo el Virreinato: es un conjunto colorido de 33000 piezas machimbradas, sin un solo clavo, talladas en la noble madera de Nicaragua traída especialmente por mar.

Desde las esquinas de la sala un alguacil lo vigila y se cerciora de que los tenaces grilletes le inmovilizan las extremidades. Cruje la primera puerta de la derecha e ingresa un hombre pálido con gafas. Es una aparición tenebrosa: no habla, no mira, parece no registrar la presencia de Francisco; se desplaza igual que los muñecos articulados, lentamente, rígidamente. Se detiene junto a la mesa desnuda del costado y, con la parsimonia de un sacerdote junto al altar, la llena de objetos: pluma, tintero, hojas de papel, secantes y un gran libro encuadernado en piel. Después ordena los materiales: el tintero y las plumas a la derecha, los secantes a la izquierda, el gran libro al centro y las hojas apretadas bajo el libro, como si temiese que una ráfaga las pudiera arrancar. Entonces se sienta, sus manos en oración y queda mirando al verdinegro blasón del Santo Oficio. Permanece quieto como un cadáver.

Al rato vuelve a crujir la puerta lateral y aparecen tres solemnes jueces en fila. El aire se tensa y adquiere olor de muerte. Se desplazan con majestad, a pasos cortos. Desfilan hacia la tarima donde los sillones de alto respaldo se han corrido para hacerles más cómodo el ingreso. Es una procesión sin imágenes ni multitud de fieles, sólo a cargo de tres figuras envueltas en túnicas negras.

El notario se incorpora e inclina la cabeza. La firme mano del alcaide oprime el brazo de Francisco y ahora lo fuerza a levantarse; el ruido de la cadena profana la macabra pompa. Los jueces se paran junto a cada silla, se santiguan y rezan. Luego, al unísono, se sientan. El alcaide de tironea nuevamente el brazo de Francisco. El notario gira por primera vez su cabeza hacia la izquierda y sus gafas con infinitos círculos golpean el rostro del alcaide, quien se turba, suelta a Francisco y sale. También salen los alguaciles. En el salón de audiencias sólo permanecen los tres inquisidores, el secretario y el reo. Va a comenzar el juicio.

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A Francisco le molesta la fina trepidación que corre bajo y su piel. Ha pensado en este momento, imaginado preguntas y ensayado frases, pero su mente se ha blanqueado. Tan sólo presume que lo tratarán con el mismo despecho que a su padre; le pedirán decir la verdad y cada palabra será registrada prolijamente para usarla en su contra todas las veces que hiciera falta hasta quebrarle la resistencia. De pronto recuerda que su padre le pidió no repetir su trayectoria. Es una inoportuna interferencia, no debería pensar en su padre, sino en cómo desempeñarse ante los gélidos inquisidores. Pero se agranda el indeseable reproche: ha desobedecido el consejo y ahora debe rendir cuentas ante el Tribunal. Pero, a diferencia de su padre, Francisco reconoce que la denuncia en su contra se produjo porque él mismo la buscó cargando a su hermana Isabel con una información que ella no estaba en condiciones de sostener, que él mismo había decidido cancelar su doble identidad y que por esa razón no había aprovechado a huir durante el viaje. Aún queda por ver si será capaz de resistir la severidad del Santo Oficio y demostrarle que no tiene por qué arrepentirse de ser quien es y defender la creencia que lo anima. Sabe, desde luego, que no es más que un mortal y el Santo Oficio desborda experiencias y metodologías para doblegar a los obstinados.

Uno de los jueces limpia sus gafas en la manga del hábito y las calza sobre la montura de su nariz, alisa las finas cintas del bigote y ordena al secretario que anuncie la apertura de la audiencia. Francisco escucha que es día viernes, 23 de julio de 1627. Y que el Tribunal está integrado por los ilustrísimos doctores Juan de Mañozca, Andrés Juan Gaitán y Antonio Castro del Castillo.

Andrés Juan Gaitán -el mismo que elogió al virrey Montesclaros durante su visita a la Universidad- clava sus ojos en los de Francisco y dice con voz monocorde:

– Francisco Maldonado da Silva: usted va a prestar solemne juramento de decir la verdad.

Francisco le devuelve la mirada. Las pupilas brillantes del clérigo y las del desvalido infractor se tocan como un fugaz cruce de acero. Dos ideologías opuestas se miden. El recalcitrante partidario de la uniformidad sin melladuras y el tierno (pero también obstinado) defensor de la libertad de conciencia. El inquisidor odia (ignora que teme) al infractor; el reo teme (ignora que odia) al inquisidor. Ambos van a luchar en el ambiguo rodeo de la verdad.

– Coloque su mano sobre este crucifijo -le ordena.

Las cabezas de los inquisidores, vistas desde el lugar de Francisco, parecen apoyadas sobre la mesa y coronadas por el alto respaldo de las sillas tapizadas de verde. Son tres cabezas sin cuerpo, cenicientas y hoscas. Francisco no se mueve en apariencia, pero el molesto temblor fino le tortura cada dedo.

– Señor -dice tras una inspiración honda-, yo soy judío.

– Es el cargo por el cual lo juzgamos.

– Entonces no puedo jurar en nombre de la cruz.

El notario, que venía describiendo el curso de la audiencia, tira su cabeza hacia atrás y quiebra la pluma.

– Es el procedimiento -replica fastidiado el inquisidor-. Debe atenerse al procedimiento.

– Lo sé.

– Hágalo, entonces.

– No tiene sentido. Le pido que me comprenda.

– ¿Usted nos enseña qué tiene o no sentido? -el atrevimiento de este individuo le crispa la cara-. ¿Pretende pasar por loco?

– No señor. Pero mi juramento sólo tendrá valor si lo hago por mi creencia, por mi ley.

– Para nosotros no rige ni su ley ni su creencia.

– Pero rigen para mí. Soy judío y sólo puedo jurar por Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra.

El secretario anota precipitadamente; su letra se agranda e incurre en trazos desparejos. El techo machimbrado cruje: sus miles de piezas articuladas con maestría jamás han escuchado una réplica semejante. Los inquisidores se ponen una coraza de quietud: este miserable no debe imaginarse siquiera que los ha tocado.

– ¿Pretende imponernos su ley? -la voz de Gaitán se esfuerza por mantener una angosta serenidad-. Esta actitud le perjudicará.

– Si juro por la cruz habré cometido mi primera mentira.

Gaitán se dirige a los otros inquisidores. Hablan voz baja y les cuesta armonizar sus puntos de vista. El reo los observa, pero se conceden su tiempo para no equivocarse ante el inopinado insulto. Finalmente Juan de Mañozca se dirige al secretario.

– El reo puede jurar a su modo, pero haga constar la pertinacia.

Por primera vez resuena en el salón el extraño juramento y rechinan las maderas de Nicaragua. Después Francisco Maldonado da Silva responde al interrogatorio. Ha soportado demasiado la falsedad y ansía mostrarse sin la máscara de la vergüenza, la cobardía y la traición. Traición a Dios, a los demás, a sí mismo.

Los inquisidores se encuentran ante un problema inédito, mezcla de injuria y franqueza. Un caso que no elude la gravedad de las preguntas ni la amenaza de los cargos. No oculta sus pecados, no niega su condición de judío ni sus prácticas abominables, no intenta confundir a los jueces. Parece sincero. Reitera que es judío como si tuviese un morboso placer en pronunciar esa palabra llena de resonancias maléficas; repite que es judío como lo fue su padre -penitenciado por este Tribunal- y su abuelo y los ascendientes de una larga genealogía. Advierte que su madre, sin embargo, fue cristiana vieja y murió en su fe. Lo bautizaron en la remota Ibatín y lo confirmó en Córdoba el obispo Fernando Trejo y Sanabria. Reconoce su sólida formación religiosa; fue católico hasta la edad de dieciocho años, en que vino al Callao para reencontrarse con su padre. Aunque se filtraban dudas en su espíritu como consecuencia del maltrato que padeció su familia, confesaba, comulgaba, oía misa y era obediente de todos los demás actos que debe guardar un buen católico. Pero llegó el instante en que hizo eclosión una poderosa turbulencia: la lectura del Scrutinio Scripturarum que escribió el converso Pablo de Santamaría le produjo náusea: la controversia artificial del joven Pablo con el senil judío Saulo no le mostró el triunfo de la Iglesia sino su abuso. Entonces pidió a su padre una intensa enseñanza del judaísmo.

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