Reinaba un pesado silencio. Los cuatro hijos de Diego Maldonado da Silva estaban transidos. La luz de las velas pintaba de grana sus mejillas.
El padre acercó la reliquia a los ojos de Diego, de Felipa, de Isabel y de Francisco.
– Observen de nuevo la llamita de la empuñadura. ¿No les parece enigmática? ¿Imaginan qué significan las tres puntas? ¿No?… Miren: parecen tres pétalos erguidos sobre una gruesa barra horizontal. O tres avecillas sobre una rama.
Esperó las conjeturas de sus hijos, pero la perplejidad no los dejaba emitir opinión.
– Alguna vez lo sabrán -aproximó el signo a sus labios y lo besó. Los príncipes y nuestros antepasados confiaban retornar a esa casa. Por eso guardamos la llave.
Francisco balbució una pregunta:
– ¿Podremos retornar?
– No sé, hijo, no sé. Cuando yo era pequeño soñaba convertirme en uno de esos legendarios príncipes y abrir el majestuoso pórtico.
La pequeña Alba Elena se despierta sobresaltada y empieza a llorar. Su madre la alza. Francisco Maldonado da Silva intenta acercarse a ellas pero las manos de los oficiales, inflexibles como argollas, le aprisionan los brazos. Su atónita esposa, con la criatura rodeándole el cuello, avanza hacia el grupo de pesadilla iluminado por la lámpara del teniente Juan Minaya.
– No te asustes -alcanza a decir Francisco.
– ¡Cállese! -ordena el teniente.
Francisco tironea para liberarse. Los oficiales aprietan.
– No fugaré -exclama con inesperada autoridad y los mira a los ojos.
Las argollas se pasman. Una sorpresiva duda invade los cuerpos marciales. Recuerdan, súbitamente, que enfrentan a un médico honrado por las autoridades y cuyo suegro ha sido gobernador de Chile.
Los toscos dedos, poco a poco, empiezan a aflojar. Francisco se desprende, recupera su apostura y camina hasta su amada Isabel Otañez y su hijita. Les seca las lágrimas. Las abraza y besa. Nunca más las volverá a ver.
Poco antes de que la familia se trasladase a Córdoba, Francisco fue testigo de otra tajante revelación.
Su hermano Diego lo invitó a pescar. Primero irían en busca del amigo Lucas Graneros, después marcharían jun tos hacia el río del Tejar. El padre de Lucas tenía una fábrica de carretas que abastecía a toda la Gobernación. Había formado una empresa colosal. Tuvo la perspicacia de canalizar el inmenso patrimonio imaginable entre las faldas del noroeste y el puerto de Buenos Aires. Se enriqueció más rápido que muchos buscadores de oro. Poseía ciento veinte esclavos negros, además de indios y mestizos que movían con destreza el escoplo y la garlopa.
Graneros edificó su vivienda en el Sur, en el barrio de los artesanos. Allí, apenas despuntaba el alba se encendían las forjas y empezaba el bullicio de los talleres. Cualquiera conocía al platero Gaspar Pérez que cincelaba valiosas piezas para altares y vitrinas. También al zapatero Andrés, que confeccionaba botines rústicos, sandalias de fraile y calzados finos con hebilla de cobre. El talabartero Juan Quisna reparaba arneses, pulía petacas y cosía monturas. El sastre Alonso Montero confeccionaba jubones, chaquetas con guardas, hábitos de dignatarios religiosos y trajes de funcionarios reales. El sombrerero Melchor Fernández moldeaba los gruesos fieltros que cubrirían las cabezas de un capitán, un feudatario o un corregidor. Casi todos eran hombres con mezcla de sangre indígena, pero ansiosos por asimilarse a la raza de los conquistadores. Vestían como los españoles y se empeñaban en hablar sólo el español. El gusto por los vencedores les aumentaba al mismo tiempo el disgusto por los vencidos. Seguramente no dormían en paz.
Esa mañana prometía ser muy calurosa. Francisco llevaba la honda que le fabricó el rengo Luis con una vejiga de buey. La usaba compulsivamente, tirando a cualquier blanco: una fruta silvestre, la flor de un arbusto, un guijarro distante. Llegó a ser infalible con esas flechas centelleantes que son los lagartos. Al primero que le dio en la cabeza lo enterró con honores; incluso armó una cruz con dos ramitas para identificar su sepulcro, «Quien mata lagartos con una honda no sólo es ágil, sino astuto», sentenció su padre.
El barrio de los artesanos exhalaba olor picante, mezcla de metales, cueros, tinturas y lanas. Tras los talleres se enfrentaron con un par de altos nogales que marcaban el acceso a la fábrica de Graneros. Era un terreno enorme, tan dilatado que lo bautizaron «país». Junto a la tapia se extendía un alero bajo el cual se alineaban las mesas de carpintero, cajas con herramientas y artículos de cobre y latón. Varias carretas estaban terminadas y otras parecían la osamenta de un animal prehistórico. Curiosamente, el compacto ensamblaje se hacía sin ningún clavo. La estructura de esos vehículos era tan firme que podían cargar dos toneladas por lo menos, Las ruedas eran un prodigio con más de dos metros de diámetro; tan sólo dos sostenían la pesada carga y estaban unidas por un solo eje. El centro de la rueda era una maza sólida hecha con el corazón de un tronco grueso.
Don Graneros regaló a su hijo un trompo para su cumpleaños.
– Así de grande -redondeó las manos-: como una pera.
Lo construyeron con madera liviana, fue torneado artísticamente y le incorporaron una punta de metal. Después lo pintaron con colores estridentes.
– ¿Podría llevarme este pedazo de madera? -preguntó Francisco.
– Desde luego -respondió Lucas mientras revisaba su talega con carnadas-. ¿Para qué la necesitas?
– Para hacerme un trompo igual al tuyo.
Lucas rió. Alzó el leño y fue hacia un grupo de hombres. La conversación resultó tan breve que cuando los hermanos se acercaron ya pudo anunciarles que al día siguiente le entregarían el trompo.
– ¡Con punta de metal y bien pintado! Pegó un salto triunfal.
– Por ahora te prestaré el mío -ofreció Lucas. Francisco lo recibió alborozado.
Lucas puso sobre su hombro la bolsa llena de carnadas y se encaminaron hacia el río. Dejaron atrás el barrio de los artesanos con su algarabía de fraguas. Entraron en el camino real parcialmente sombreado por los robles. Llegaron a la explanada atestada de mercaderes, esclavos en actividad perpetua y tropillas de mulas listas para recibir nuevas cargas. Del ancho mesón cuyas paredes conservaban extraños restos de pintura roja salía un grupo de forasteros; a la pulpería cubierta por la fronda de un algarrobo ingresaba otro. Junto al pórtico abierto de la empalizada se destacaba el cuadrado de la pequeña y luminosa ermita de los vicepatronos. Cruzaron el límite. Al frente latía la jungla profunda y subyugante.
Doblaron hacia el río, cuyas aguas resonaban entre los murallones de vegetación, y treparon el pedernal que tanto Diego como Lucas consideraban el mejor sitio para arrojar las líneas.
Mientras acondicionaban los aparejos, Francisco se puso a jugar con el hermoso trompo de Lucas. El pedernal tenía varias planchas horizontales como escalones. Enrolló el hilo en torno a la reluciente madera, ató su extremo a si índice y lo lanzó hacia adelante y abajo. La punta metálica arrancó chispas a la piedra. El objeto giró locamente y sus guardas de colores se transformaron en brumosas cintas. El trompo se acercó al borde del escalón y, sin dejar de dar vueltas, descendió al nivel siguiente. Después se inclinó hacia los costados, indeciso, y elevó la punta metálica como la pata de un animal herido. Francisco lo levantó, volvió a enrollar el hilo y se dispuso a hacerlo bajar varios escalones. Calculó la distancia, llevó el brazo muy atrás, levantó la pierna opuesta y lo arrojó en forma rasante. El golpe fue certero: el trompo avanzó rápidamente hacia el borde del escalón, saltó al siguiente, continuó rodando, progresó hacia el nuevo, volvió a saltar, siguió rodando y Francisco empezó a gritar y estimularlo con palmas.
– ¡Tres escalones! ¡Vamos, vamos! ¡El cuarto!
– ¡Cuarto! -exclamó Lucas.
El trompo consiguió pasar el nuevo límite. Su hermano también se entusiasmó. Dejó los anzuelos y se acercó con gestos de admiración. El trompo daba muestras de cansancio. Pellizcó el borde, pero inclinó demasiado el costado y cayó con la punta metálica hacia arriba.
– Lástima.
– Demasiado bien -estimó Lucas.
– ¡Se despeña! -gritó Diego.
En efecto, rodaba lentamente hacia el declive lateral que terminaba en el río. En un instante lo perderían. Diego brincó para atajado y resbaló sobre un penacho de hierba. Su pie se encegueció y resbaló nuevamente hasta quedar aprisionado en un agujero. Se desplomó lanzando una maldición.
Lucas y Francisco se abalanzaron en su ayuda, tarde. La grieta era honda y tenía un borde filoso. No le pudieron sacar la extremidad. Con cuidado hicieron rotar el cuerpo para acomodarlo a la forma del socavón hasta que se destrabó el pie. Lo extrajeron lentamente. Apareció el tobillo cubierto de sangre; parecía que le colgaba un trozo. A pesar del dolor, tuvo la lucidez de pedirle a Lucas que lo vendara.
– Con tu camisa. Con lo que sea. ¡Rápido!
Después lo cargaron: Lucas de los hombros y Francisco de las rodillas. Pidieron auxilio a un grupo de negros, quienes prestaron su burra. Entre todos montaron a Diego, que se abrazó al cuello del animal. Enfilaron hacia su casa, seguidos por el cortejo de negros que debían recuperar la burra. Lo llevaron directamente a su cama. Aldonza se alarmó. Aunque Diego disimulaba el dolor e insistía en que no era grave, la camisa que ligaba su tobillo ya exhibía un manchón rojo. Luis trajo una palangana con agua tibia, desató el precario vendaje y lavó la herida. Acomodó el colgajo de piel y enrolló rápidamente la zona afectada con una venda limpia. Puso tres almohadas bajo la pierna para que el tobillo quedase más elevado que el cuerpo. Después salió corriendo en busca del licenciado.
Lucas permaneció junto a su amigo hasta que llegó don Diego.
Francisco atribuyó el accidente al trompo. El médico echó una mirada abarcadora sobre el cuerpo yacente y formuló unas preguntas mientras le palpaba la extremidad afectada. Pidió más agua tibia y que los demás se hicieran a un lado para no interferir el acceso de luz. El esclavo levantó la pierna de Diego y el médico desenrolló el vendaje hasta casi las últimas vueltas. El muchacho empezó a quejarse de dolor porque la tela ya se había pegado con la sangre. Luis vertió chorritos de agua mientras don Diego maniobraba hasta liberar completamente el tobillo. Eligió una pinza y extrajo los imperceptibles cuerpos extraños que se empecinaban en quedar adheridos. Después aproximó los bordes y extendió el azulino colgajo de piel. Diego apretaba los dientes. Su padre cubrió la carne viva con un polvo lactescente que combinaba corteza de sauce con limaduras de cinc.