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– Algún día los leerás a todos -sonreía don Diego ante la voracidad de Francisco.

– Te aconsejo leer un poco cada día -conciliaba fray Isidro-. Para no cansarte, camina despacio y con buen talante. Cada vez que te concentres en una hoja, alégrate. Alégrate porque has entablado relación con otro ser que tiene algo importante para decir.

Entre los numerosos libros disponibles se destacaba el Teatro de los dioses de la gentilidad del franciscano Baltazar de Vitoria. ¿Tenía algún parentesco con quien fue el primer y muy escandaloso obispo del Tucumán? Imposible saberlo. La obra era un deslumbrante catálogo de divinidades paganas. Hervía de anécdotas de personajes fabulosos y explicaciones insólitas. Mostraba las ridículas creencias que existieron antes de la revelación. Y aunque eran mentiras del principio al fin, tenían extraordinaria belleza. Fray Antonio Luque, enterado del hecho, se opuso a que Francisco leyera ese libro.

– Lo confundirá en materia de religión.

Su padre, en cambio, opinaba que le fortalecía el raciocinio.

– Lo ayudará a no confundirse, precisamente.

El pequeño leía en forma salteada. Héroes, dioses, filicidios, engaños, metamorfosis y prodigios alternaban con argumentos verosímiles. Aprendió a respetar los disparates: también son poderosos.

Cuando sus progresos en latín le permitieron traducir algunos versos, jugó con la Antología de poetas latinos que compuso Octaviano de la Mirándola. Su padre comentó a fray Antonio Luque que los poemas de Horacio incluidos en esa Antología exhalaban un lirismo fantasioso y que sus sentencias penetraban como la buena lluvia. El severo familiar no contestó porque no le interesaba el lirismo sino la fe. La moral de Horacio -proseguía don Diego- es grata al sentimiento cristiano. La moral -explicó Luque secamente- no necesita ser grata, sino acatada.

Entre la sección médica y la general estaban ubicados los seis volúmenes de la Historia naturalis de Plinio. Fascinante: condensaban los treinta y siete libros que escribió ese romano genial. A Francisco le llevó años leerlo íntegramente. Plinio fue un gordo que engulló el conocimiento global de su época. Estudió sin límites, empezando por el origen del universo y sus contenidos; hasta sabía que la Tierra era redonda. Diego Núñez da Silva le rendía una desenfrenada admiración. Ese hombre había estudiado la friolera de dos mil libros pertenecientes a ciento cuarenta autores romanos y trescientos veintiséis griegos -contaba-. Era tan ardiente su vocación de saber que no caminaba para no perder tiempo: siempre lo acompañaban escribas a quienes dictaba sus observaciones. Su recopilación fue inteligente y, a pesar de su erudición incomparable, tuvo la modestia de citar las fuentes que utilizó. Algunas de sus observaciones son impresionantes: asegura que los animales sienten su propia naturaleza, obran según ella y así resuelven sus dificultades; pero el hombre, en cambio, nada sabe de sí mismo si no lo aprende: lo único que sabe por sí solo es llorar. Por lo tanto, la obligación de cada ser humano es aprender y enterarse -agregó don Diego-. A partir de entonces, cada vez que Francisco lloraba se decía: «Estoy procediendo como un animal; veamos ahora cómo procede el hombre.»

Plinio dedicó muchas páginas a los seres fabulosos. Le regocijaba describir hombres cuyos pies apuntaban hacia atrás o seres desprovistos de boca que se alimentaban inhalando perfumes; caballos alados; unicornios; personas con dedos tan descomunales que podían cubrirse con ellos la cabeza como si fueran un sombrero.

– ¿Es verdad todo lo que ha escrito Plinio? -preguntó Francisco.

– No estoy seguro si era incluso verdad para él-contestó su padre acariciándose la recortada barba con reflejos dorados-. Pero lo escribió porque era verdad para alguien. Se impuso la tarea de recopilar, no de censurar.

– Entonces, ¿cómo sabemos si es cierto?

Meneó la leonina cabeza.

– Es el gran dilema de los pensadores -suspiró-. O de quienes aman el pensamiento.

7

En la legendaria Ibatín también ocurrió el episodio del estuche.

Junto al mueble de cedro en el que se alineaban los libros de medicina había un arcón donde Núñez da Silva guardaba su mejor traje y algunas camisas de hilo. En la base, oculto por la pila de telas, la curiosidad de Francisco descubrió un estuche rectangular forrado en brocato púrpura al que un cordón daba varias vueltas y cerraba con un nudo.

– ¿Qué es? -fue con el extraño objeto hasta donde estaba su madre.

– ¿De dónde lo sacaste?

– Del arcón. Del cuarto de papá.

– ¿Con qué permiso? ¿No sabes que no debes espiar ni revolver sus cosas?

– No revolví -se asustó el niño-. Dejé la ropa como estaba. Pero encontré esto.

– Devuélvelo a su sitio -ordenó Aldonza con dulce severidad-. Y no te metas en ese cuarto en ausencia de tu padre.

– Está bien -vaciló, hizo girar el estuche entre los dedos-. Pero… ¿Qué es?

– Un recuerdo de familia.

– ¿Qué recuerdo?

– Sólo sé que es un recuerdo de familia. Una esposa no debe hacer preguntas a su marido si al marido no le agrada contestar.

– Entonces… debe ser algo feo.

– ¿Por qué?

– Papá siempre contesta. Yo le voy a preguntar qué es.

– Por ahora ve a poner ese estuche en el mismo lugar de donde lo sacaste, Y cuando regrese tu padre, trata de no molestarlo con preguntas innecesarias.

– Quiero saber qué es este recuerdo de familia.

Diego Núñez da Silva había partido esa mañana hacia los confines de una hacienda para atender indios enfermos. El feudatario había venido a buscarlo personalmente. Estaba nervioso: temía el comienzo de una epidemia, aunque no sabía con precisión de qué se trataba.

– ¿Qué es una epidemia? -le preguntó Francisquito.

– La propagación rápida de una enfermedad.

– ¿Y cómo se la cura?

– No diría que se cura: se frena -señaló la petaca con instrumentos a Luis, para que la alzara, mientras con la otra mano pedía al encomendero que se mantuviese tranquilo.

– ¿Se la frena? ¿Como a un caballo?

– No exactamente: se la aísla. Se la encierra con una especie de muro.

– ¿Construir un muro alrededor de los indios con epidemia?

Núñez da Silva rió:

– Sólo en sentido figurado. Primero habré de enterarme si es cierto lo que llegó a oídos del capataz.

Esa noche, apenas regresó Francisco le descerrajó la pregunta:

– ¿Qué contiene el estuche rojo guardado en el arcón?

– Déjalo desensillar -protestó Aldonza.

– ¿Es epidemia? -intervino Diego.

El padre revolvió los cabellos de Francisco y se dirigió al hijo mayor:

– No, felizmente. Creo que al capataz le nació esa sospecha por miedo. Es un hombre demasiado cruel. Exige tanto a los indios que viene soñando con la epidemia que ellos le desencadenarán como represalia.

Los ojos de Francisco seguían clavados en su padre aguardando la respuesta.

– Te hablaré sobre el contenido del estuche -contestó al rato-. Pero antes habré de lavarme; ¿de acuerdo?

El pequeño no podía disimular su alegría. Corrió a seleccionar algunas frutas, las enjuagó y ordenó sobre una bandeja de cobre. Los higos maduros, negros y blancos, alternaban con las granadas lustrosas. Su padre tenía predilección por ellas.

Don Diego ingresó al comedor con ropa nueva. Exhalaba la frescura de su baño. El cabello y barba húmedos lucían más oscuros y brillantes. Traía el misterioso estuche, que depositó sobre la mesa. Francisco se instaló a su lado. También se acercaron Diego, Isabel y Felipa. Aldonza, en cambio, se alejó; parecía no interesarle el asunto. En realidad la inquietaba; pero no se atrevía a expresar su malestar de otra forma que con el silencio.

– Es un recuerdo de familia -advirtió el padre-. No se decepcionen.

Deshizo el nudo en que terminaban las vueltas del hilo. Acarició el brocato gastado que no llevaba inscripción alguna. Levantó la mirada en busca de más luz y pidió que le acercaran el candelabro. Las llamas próximas y fuertes arrancaron brillo a la vieja tela.

– No tiene valor material. El espiritual es inestimable. Abrió la tapa. Todos pudieron ver.

– Una llave.

– Sí, una llave. Una simple llave de hierro -carraspeó, elevó las cejas y dijo-: En la empuñadura tiene una grabación; ¿la alcanzan a ver?

Se acercaron. El padre ajustó la posición del candelabro. Distinguieron un dibujo.

– Es una llama de tres puntas -explicó-. Puede ser la llama de una antorcha. Eso parece. Un símbolo, ¿no? Tampoco la grabación es excepcional. Entonces -volvió a carraspear-, ¿por qué guardo este objeto en un estuche y lo considero valioso?

Francisco acercó su cabeza hasta casi tocar la llave con su nariz, pero no descifraba el enigma. Don Diego se la entregó.

– Tócala. Es de hierro puro. No tiene plata ni oro. Me la entregó mi padre, en Lisboa. A él se la dio su propio padre. Proviene de España, de una hermosa casa de España.

Francisco la levantó con delicadeza y la sostuvo con ambas manos como hacen en la misa con el cáliz sagrado. La luminosidad oscilante del candelabro reverberaba en su rugosa superficie. Parecía emitir un fulgor propio: la llamita grabada en la herrumbada empuñadura se encendió también.

– Pertenece a la cerradura del pórtico majestuoso que atravesaron muchos príncipes. En esa residencia había un salón bellísimo donde se efectuaban reuniones en torno a documentos preciosos que ahí se escribían y copiaban. Fíjense en la textura de la llave. Fue labrada por un herrero de reconocida santidad. Utilizó limaduras de metal que nunca habían pertenecido a un arma, que jamás hirieron a un hombre. La tenue pátina amarillenta que ahora la recubre es como la túnica que protege algo nunca mancillado. La tuvieron en sus manos grandes príncipes, recuerden, de cuya dignidad y sabiduría apenas podemos ser una imperfecta imitación. Cuando esos príncipes, por razones ajenas a su voluntad, no pudieron seguir concurriendo al espléndido recinto y nuestros antepasados tuvieron que abandonar la residencia, cerraron el macizo pórtico y decidieron custodiar la llave. Sí, esta sencilla y, al mismo tiempo, preciosa llave, que simboliza los documentos, el recinto, la entera asamblea de dignatarios, el magnífico hogar de nuestros ancestros españoles. Mi bisabuelo ató la llave a su cinto. No se desprendió de ella jamás. Cuando lo visitó el ángel de la muerte, ni siquiera la debilidad de su agonía ablandó la mano que se cerraba con obstinación sobre la empuñadura labrada. Su hijo, es decir, mi abuelo, tuvo que arrancársela, llorando, como si cometiera un sacrilegio. Entonces confeccionó un estuche y lo forró amorosamente con brocato para que no se repitiera la penosa historia de forzar a un muerto. Mi abuelo recomendó a mi padre que cuidara esta pieza como si fuese un tesoro. Mi padre a mí. Y yo a vosotros.

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