– El camino derecho -se burló Francisco extendiendo los índices.
– Si fray Bartolomé pide, entonces continuaremos -decidió Aldonza.
A la tarde siguiente se sentaron en torno a la mesa. Traslucían decaimiento. Era difícil interesarse. Fray Isidro pasaba de un tema a otro con la esperanza de mejorar el ánimo de sus alumnos, pero no lo consiguió. Entonces propuso leer una historia edificante de El conde Lucanor .
– Tráenos ese libro -pidió a Felipa.
– No hay más libros en esta casa -dijo Aldonza.
– Cómo…
– No existen ya para nosotros.
El fraile se rascó las muñecas bajo las mangas.
– ¿No lo sabía? -se extrañó Felipa-. ¿No se lo dijo fray Bartolomé?
– ¿No se lo dijo el «santo comisario»? -ironizó Diego.
– Si alguien me da algo por ellos -dijo Aldonza con rabia-, los vendo. Los vendo toditos. Al instante.
Pero, ¿quién iba a gastar dinero en esos inservibles y peligrosos volúmenes? Estaban encerrados con candado y destinados a pudrirse por haber traído la desgracia a esta familia.
Francisco opinaba diferente. Su tristeza lo empujaba a visitar el arcón. Era un reencuentro con su padre. Se sentaba en el piso a contemplado. Adentro latía la vida. Lo expresaba el tenue resplandor que emitía la madera pintada. Seres mitológicos formados por letras se comunicaban entre sí en el interior como las articulaciones y los músculos de un cuerpo. Seguramente que el gordo Plinio -conjeturaba- relataba parte de su Historia naturales al sensible Horacio y el inspirado rey David cantaba sus salmos al arcipreste de Hita. Su madre no podía entender eso, a fray Isidro lo hubiera escandalizado y Diego se habría reído.
Fray Urueña desgrana una oración. Francisco lo mira ternura: lástima que pronto deberá partir y él quedará nuevamente solo en la oprimente celda, mordido por los grillos de acero. Acaban de evocar los pocos meses que lleva de residencia en la ciudad. Había viajado hacia el Sur desde Santiago de Chile con su esposa Isabel Otañez y su hijita Alba Elena. Fue un trayecto parecido al que realizó su familia desde el oasis de Ibatín hasta la luminosa Córdoba cuando él ni había cumplido los nueve años de edad. Su padre entonces (como él hace poco) presintió el largo brazo del Santo Oficio rozándole la nuca.
– El Santo Oficio vela por nuestro bien -insiste el fraile-. Yo quiero ayudarlo a usted. Hablaremos todo el tiempo que sea preciso.
Francisco no contesta. Le brillan los ojos.
– Usted es un hombre erudito. No puede engañarse. Algo enturbia su corazón. Lo vengo a ayudar; de veras.
Francisco mueve las manos. Resuenan las cadenas herrumbradas.
– Dígame qué le pasa -lo alienta el dominico-. Trataré de comprenderlo.
Para el cautivo esas palabras son una caricia. El primer gesto afectuoso desde que lo arrancaron de su casa. Pero decide esperar unos minutos aún antes de hablar. Sabe que ha empezado una intrincada guerra.
Una sombra se proyectó sobre la mesa de algarrobo. Los cinco estudiantes y el maestro se sobresaltaron ante la súbita aparición de fray Bartolomé. La clase continuó bajo su vigilancia.
A su término. Aldonza ofreció chocolate y pastel de higos al comisario. Diego se excusó, levantó sus útiles y partió. Más tarde lo hicieron sus hermanas Isabel y Felipa. El comisario no pareció incomodarse, acariciaba a su gato y mantenía la sonrisa. Francisco prefirió quedarse para escuchar la conversación de su madre con ambos hombres. Se deslizó al piso y simuló concentrarse en un mapa.
– ¿Siguen bien guardados? -preguntó fray Bartolomé entre los ruidosos sorbos de su chocolate.
– Guardados como usted me indicó.
– Son libros peligrosos… -reflexionó con la boca llena de pastel-. Muchos.
– Mi marido decía -comentó Aldonza tímida- que eran pocos. Que eran una insignificancia en relación a las bibliotecas de Lima, Madrid y Roma.
– ¡Bueno, bueno! -rió mientras le saltaban las migas de sus labio-. Esas comparaciones son deducción por el absurdo. Aquí no estamos en Madrid ni en Roma. Vivimos en una tierra miserable llena de infieles y de pecado. Nadie posee una biblioteca. Es una excentricidad.
Lo mismo había dicho el pequeño y duro fray Antonio Luque en Ibatín. Aldonza bajó los ojos.
– Es una colección que evoca a otras colecciones -fray Bartolomé sacudió las migas de la sotana y elevó las cejas-. Es cierto. Pese a todo… -se interrumpió, mordió otro pedazo y bebió en seguida el chocolate para mojarlo dentro de su boca.
– Pese a todo… -fray Isidro le recordó el hilo del pensamiento interrupto.
– Ah -se sacudió nuevamente las migas-. Decía que, pese a todo, es una colección valiosa.
Aldonza parpadeó. Francisco levantó la cabeza del colorido mapa y giró hacia la mole albinegra.
– ¿Valiosa?
– Si hija.
– La vendo ya, padre. Usted sabe que la vendo.
Llamó al gato dándose unas palmadas sobre la rodilla. El felino abrió sus ojos estridentes, encorvó su lomo y de un brinco se instaló sobre el regazo del fraile.
– No hay que precipitarse -acarició el abundante pelo del animal.
– No quiero esa biblioteca más en casa -protestó Aldonza-. Temo que nos haga daño, que nos acarree más desgracias. Tiene veneno, usted lo dijo.
– Si la vendes… podrías envenenar a quien la compre -estiró la gorda cola del felino.
Aldonza mordió sus labios. Un mechón de cabello resbaló a su mejilla: lo escondió rápidamente bajo el pañolón negro.
– Necesitamos dinero, padre -su voz imploraba-. Tengo que alimentar a mi familia. Estoy sola con cuatro hijos. Por eso sugería venderla. Además, ¿quién la necesita aquí?
– Ya encontraremos la forma -vació el tazón de chocolate, lamió su borde interno y lo depositó sobre la mesa.
– Yo no veo esa forma, no la imagino -Aldonza secó la transpiración de su frente con el dorso de la mano.
– Por ahora no menciones los libros. ¿Están guardados en un arcón?
– Sí, sí.
El fraile le acercó su cabezota y susurró:
– Hay que mantenerlos ocultos hasta que momento.
Aldonza no entendía qué momento. Él agregó:
– El momento de venderlos, o entregarlos, o canjearlos, o donarlos. Sin que afecte a nadie.
– Más nos valdría tener unas monedas -se lamentó ella.
– ¿Cuántas?… ¿Quién te dará cinco, quién diez, quién veinte? ¿Sabes negociar? Yo te ayudaré a negociar.
Se dirigió intempestivamente a fray Isidro:
– ¿Está usted de acuerdo?
El fraile se sorprendió y sus ojos de terror, como ocurría en esos momentos, se desprendieron de la cabeza y giraron en el aire.
– ¡Claro que sí!
La mujer levantó el tazón vacío y lo llevó a la cocina.
Necesitaba realizar algún movimiento: este comisario era desconcertante. En la cocina se pellizcó los brazos para castigar su falta de compostura hasta que el dolor espiritual se convirtió en lágrimas baratas de dolor físico. Era más fácil controlar el dolor físico. Retornó algo mejorada.
Fray Bartolomé esperó que volviera a sentarse y unió las cejas para transmitirle una profunda revelación.
– Aldonza: he venido para reconfortar tu alma.
Ella se encogió.
– Siempre fui una devota católica.
– No lo dudo. Pero el Señor ha decidido ponerte prueba. Elige hombres y mujeres para que den testimonio. Y cada uno de los elegidos debe sentirse halagado. No olvides que eres cristiana vieja, tu sangre está libre de antepasados impuros -rastrilló con la mirada a fray Isidro, quien, instantáneamente, simuló concentrarse en, su crucifijo de madera-. Y bien, querida hija… Dios ama y exige a los justos, a los mejores.
Ella apoyó los codos sobre la mesa y el mentón sobre los puños. Su rostro emanaba congoja. Fray Bartolomé insistió:
– ¿No comprendes? Es fácil: sólo los mejores pueden extremar la fidelidad y la obediencia; sólo los mejores, con su sufrimiento, aumentan la gloria del Señor. Los pecadores e indignos desconocen el sufrimiento, incluso cometen la blasfemia de escamotearlo. Dios te ha elegido, querido Aldonza. Y entonces te ha ocurrido… lo que sabemos.
Ella empezó a lagrimear. Fray Bartolomé emitió un largo suspiro, calzó sus manazas sobre las rodillas y se puso de pie. El gato resbaló al suelo y caminó insolentemente sobre el mapa de Francisco, quien tuvo ganas de arrancarle los pelos del bigote. Fray Isidro y Aldonza también se incorporaron. Los religiosos partieron juntos y la casa volvió a caer en el vacío.
Francisco procura tocar la mano del bondadoso fray Urueña, pero las cadenas convierten a su intención en un desmesurado esfuerzo.
– ¿Qué desea decir? -lo estimula el clérigo.
– Un sacerdote está preparado para guardar secretos, verdad?
– Así es, hijo.
– Si alguien se lo pide, ¿está más obligado aún?
– El secreto de la confesión es inviolable -recita.
– Antes de confiarme -dice Francisco lentamente-, le pregunto si usted guardará el secreto que le vaya transmitir.
El clérigo mueve la cruz entre sus dedos.
– Soy sacerdote y estoy obligado a cumplir con los mandatos del Señor.
Francisco vuelve a suspirar. En el fondo de su atribulada alma no le cree. Pero la guerra exige seguir adelante. Estira las piernas engrilladas y sube las manos a su pecho. Levanta la cabeza y empieza a descorrer el velo.
Fray Urueña abre la boca y grande, muy grande, los ojos.
Los libros permanecieron seis meses en el baúl, inviolados. Seis meses, Francisco los contó en el almanaque de la iglesia.
Una mañana llegó el sirviente de fray Bartolomé para anunciar que esa tarde les rendiría una visita. Jamás anunciaba sus visitas. Pero esta vez lo hizo porque iría acompañado por un bachiller recién llegado de Lima. En la casa brotó un haz de optimismo. Por fin tendrían noticias de don Diego. Era indudable que traía algo, si no, ¿para qué un bachiller se correría hasta la vivienda desfondada de esta familia impura?
Fray Bartolomé, con su gato rondando la sotana, trazó un gesto y el esperado bachiller atravesó el zaguán. Se detuvo un instante para contemplar el patio, la parra, el aljibe y cerciorarse sobre la ubicación de la sala de recibo que habitualmente está a la derecha. Cubría su cabeza con un sombrero de Segovia, usaba calzas de paño fino y le colgaba una amplia capa azabache. Sin saludar ni enterarse de quiénes lo miraban con expectación, fue a la sala y se sentó. Sus ojos recorrieron con aburrimiento las paredes ondulantes donde antes colgaron espejos e imágenes. No se incorporó para saludar a Aldonza: se limitó a mover la cabeza. Ella, consternada, ofreció servirle algo, pero el bachiller pidió secamente que le mostrara los libros.