Le ordenaron montar. Don Diego miró el interior de la casa a través de la puerta abierta: Aldonza y sus hijas permanecían inmóviles junto al aljibe. Dijo que quería despedirse de ellas. Los soldados no lo escuchaban, no querían escucharlo. La rabia subió a la cabeza de Francisco. Bartolomé reclamó serenidad:
– Aguarden.
Caminó hacia el interior y habló con las mujeres. Seguramente les explicó que podían despedirse de un hereje porque los unía el lazo de sangre. Lo escucharon con asombro, bajaron la cabeza y caminaron avergonzadamente tras de él. A Francisco se le presentó entonces una imagen absurda: ese doloroso trío de mujeres vestidas de negro, pálidas, impotentes, eran las tres Marías de In Pasión. Se desplazaban con intenso sufrimiento hacia Cristo detenido, escarnecido y rodeado de soldados. Cristo era su padre a quien estas mujeres amaban y, sin embargo, no podían ayudar. Los soldados no entendían y permitieron con burlas que el reo las abrazara. Después se estrechó con Diego, su maduro hijo mayor. Miró a Francisquito, lo alzó y apretó muy fuerte. Partieron. Núñez da Silva al centro y un oficial de cada lado. Esta marcha al paso tenía mucho de exhibición. Recorrerían las principales calles. La noticia ya había agitado cada recoveco. Córdoba entera salió a los zaguanes, las puertas, la calzada. Era importante que se verificase la dureza del Santo Oficio. Su largo brazo también llegaba a Córdoba. Las figuras se empequeñecieron en la distancia. Doblaron una esquina. Su desaparición trastornó a Francisco, que saltó a uno de los caballos sujetos al palenque de su casa y lo hizo disparar. Fue tan raudo que no alcanzaron a detenerlo. Recorrió al galope las calles, la gente se apartó despavorida y los alcanzó en pocos minutos. Su padre, atónito, detuvo la cabalgadura. Los oficiales empuñaron sus armas.
– ¡Papá, papá!
El caballo deshizo la ordenada formación.
– ¡Fuera! -le gritaron.
Con los brazos extendidos pretendió alcanzar a su padre, pero le golpearon las piernas, manotearon una rienda, un estribo, y casi lo consiguieron derribar. Finalmente logró ponerse a su lado. Se apretaron las muñecas, se miraron con desesperada intensidad.
Con un golpe de adarga los dividieron.
– ¡Fuera de aquí!
Rodearon al médico como antes.
– Voy contigo. Voy contigo -imploraba el muchacho. Se re ordenó la formación. Su padre giraba para mirarlo mientras continuaban avanzando. Francisco los seguía a poca distancia.
Llegaron al límite de la ciudad. El jefe del grupo dio una vuelta y enfrentó al muchacho con el ceño contraído. Le habló en cortante.
– Se acabó. Ahora regresas a tu casa.
Bajó los ojos. Permaneció callado. Pero no dio señales de obediencia. Su padre intervino:
– Vuelve, Francisquito. Vuelve… Cuida a tu madre y a tus hermanos.
Le recorrió un estremecimiento. Su padre hablaba en serio. Era voz irrefutable. Había dejado de llorar. Estaba entero, como siempre. Francisco alzó la mirada y lo vio levantando la mano derecha, suavemente, en señal de saludo. Después espoleó su mula y se alejó al trote. Los soldados apuraron sus cabalgaduras tras de él. Parecía el jefe que conducía; no un prisionero.
Francisco regresó al paso. ¿Qué le harían? ¿Qué le harían en Lima? ¿Qué le harían antes de llegar a Lima? Se decía que los prisioneros eran maltratados en el viaje para que allí no ofrecieran resistencia.
Desmontó en medio del gentío que bloqueaba la puerta de su casa. Le regañaron por haber salido al galope. El dueño del caballo le quiso arrancar una oreja, pero se liberó a puntapiés. Lo insultaron. Entonces torció hacia lo de Lorenzo. Su amigo parecía lejano. ¿Qué le pasaba? Se acercó y él empezó a apartarse.
– ¡Lorenzo!
No le contestó. ¿Por qué lo esquivaba? ¿Tenía vergüenza de su propio padre, el capitán? ¿Se sentía culpable por el penoso destino de don Diego?
– ¡Lorenzo!
Se detuvo.
– Tu padre… -empezó Francisco.
Lorenzo le echó una mirada desconocida hasta entonces. Contenía desdén. Era horrible. Su mancha facial brillaba como un carbón encendido. Se acercó y lo escupió:
– ¡Judío!
Francisco quedó paralizado. No podía ordenar esa realidad fragmentada y monstruosa: el padre de Lorenzo arrestaba al suyo y ahora Lorenzo, encima, lo insultaba. Las lenguas fuego que le subían y bajaban desde hacía horas le envolvieron por completo. Sintió un furor de tigre hambriento y se arrojó sobre su desconcertante amigo. Lo derribó y empezó a darle puñetazos y codazos a ciegas. Lorenzo devolvió cabezazos y mordiscos. Rodaron, se apretaron y empujaron. Entre los jadeos se insultaban. Ambos percibieron la sangre en sus labios y empezaron a desprenderse. Se miraron con asombro. Estaban maltrechos. Se incorporaron lentamente, sin bajar la guardia. Era posible otro ataque, pero no se produjo. Se alejaron de a poco, en silencio, cansados, abrumados.
Cubriéndose la cara lastimada con el brazo, Francisco hizo un rodeo y penetró en su casa por los fondos. Separó los arbustos y se introdujo en el escondite. «Aquí debería haberse refugiado papá.» Se tendió en su fresca penumbra. El olor a tierra era confortable. Pero se seguía sintiendo oprimido. Dio vueltas como en la cama cuando no podía conciliar el sueño. Se sentó. Al rato decidió salir. Desde el corral lo observaron dos mulas. Recién tomó conciencia de que no podía caminar por el intenso dolor de una rodilla.
Diego lo miró de arriba abajo.
– ¡Francisquito!
Su ropa desgarrada, los moretones de la frente y la sangre en su mejilla impresionaban. Su hermano se acercó protectoramente. Volvió a lagrimear. Tenía vergüenza y desconsuelo. No podía explicarle. Una garra de cuervo le rompía la garganta. Diego le pasó las manos debajo de sus axilas y lo levantó. Lo apoyó sobre su pecho.
Fray Urueña se sienta e invita a Francisco a que lo imite.
Francisco no puede creer en sus ojos. Es una aparición angelical.
El fraile evita mirarlo. Acaricia la cruz que le cuelga al pecho. Le duele ver el estropicio en que se ha transformado el amable y culto doctor.
– He venido a consolarlo -murmura con dulzura, con vergüenza. Fray Urueña solía visitarlo en su casa. A veces quedaba a comer. Contaba anécdotas sobre médicos, cirujanos y (en voz baja) sobre ciertos curas. Francisco le corregía el latín y el fraile simulaba enojarse, después prometía mejorarlo y a la vez siguiente repetía el error. Juntos recorrieron los bellos alrededores del grandioso río Bío-Eío.
– ¿Cómo está mi mujer? ¿Y mi hija?
El clérigo no levanta los ojos. Dice simplemente:
– Están bien.
– ¿Las han… las han asustado? ¿Las han…?
– No. Están bien.
– ¿Qué harán conmigo?
Por primera vez se tocan sus pupilas. Fray Urueña parece sincero:
– No me está permitido suministrar información.
Permanecen en silencio. En el corredor se oyen los ruidos apagados de los oficiales que hacen guardia: están atentos a la probable (¿probable?) agresión del prisionero engrillado.
En la casa se expandió el clima de duelo. Por más que Aldonza era cristiana vieja y lo podía atestiguar con holgura, se había unido en matrimonio a un cristiano nuevo que ahora iba a ser juzgado por el Santo Oficio. Sus cuatro hijos portaban sangre abyecta.
La vivienda fue rápidamente desmantelada. Fray Bartolomé dirigió con minuciosidad el despojo. Todo reo de la Inquisición insumía gastos -explicó-: viaje, alimentación, vestimenta, y en Lima debía pagarse el mantenimiento de la cárcel, la fabricación y reparación de los instrumentos de tortura, el salario de los verdugos y el costo de los cirios. ¿De dónde saldrían los recursos? De los mismos reos, lógicamente. Eran los generadores del Mal y quienes obligaban a que el Santo Oficio trabajase sin descanso. Por eso se les confiscaban los bienes. El dinero sobrante sería restituido al final del juicio. «El Santo Oficio de la Inquisición no se estableció para acumular riquezas, sino para cuidar la pureza de la fe.»
En el primer día el comisario se hizo de los restos de dinero. En el segundo día escogió las piezas de plata y cerámica de la vajilla (inclusive las que pertenecieron al malhadado Trelles) y sólo perdonó jarras, fuentes y platos de barro y latón. En el tercer día seleccionó las imágenes religiosas, varias fundas, cojines y las sillas con apoyabrazos. Después dejó tranquila a la familia durante una semana porque no conseguía compradores de lo ya confiscado. Reapareció para ver los libros pero, curiosamente, no vino a llevárselos, sino a ordenarle a Aldonza que los ocultara en un arcón y lo cerrase con candado.
– Ah -recomendó-, previamente envuélvelos con una frazada para que no se filtre su pestilencia.
Asociaba los libros con el destino del licenciado Núñez da Silva: «introdujeron las ideas perversas en su espíritu. Le trastornaron la lógica. Sus páginas no transmiten la palabra del Señor, sino las trampas del demonio».
Aldonza lo escuchaba con atención. Era la autoridad que le había arrancado el marido y tal vez se lo podía restituir; era quien determinaría el destino de sus hijos. La magnitud del daño infligido expresaba la magnitud de su poder. Aldonza había sido enseñada a inclinarse ante el poder. Se inclinaba, pues, ante las palabras del fraile comisario que, los últimos días, empezó a reiterar su propósito de brindar ayuda. Extendía los índices y pontificaba:
– Así, derecho, es el camino de la fe.
Revolvía los gordos dedos en el aire:
– Así, retorcidas e inestables, las divagaciones de la herejía.
Aldonza creía que su buena conducta sería apreciada por el comisario y que éste informaría al Tribunal de Lima para que el juicio fuera misericordioso con su marido. Por eso, en vez de una, usó dos frazadas para envolver los libros. Les tenía odio y, sin embargo, los tocaba con amor. Cada uno de ellos había acompañado durante muchas horas a su marido. «No destilarán más pestilencia», murmuraba. Cerró el cofre con un golpe rudo.
– Nadie los leerá. Nunca me gustaron.
Fray Isidro propuso reanudar las lecciones. Diego se resistió. Los demás dudaron.
– Hablé sobre esto con fray Bartolomé -explicó-. Está de acuerdo.
Diego se levantó intempestivamente. No disimuló una mueca de repugnancia.
– Dice -continuó el fraile como si no lo hubiera advertido- que ayudarán a mantener el camino de la fe. Él supervisará las lecciones. Diariamente repasaremos el catecismo.