»La gente pronto empezó a mirarme con extrañeza. Mi piel estaba adquiriendo un color ceniciento.
»Yo estaba avergonzado y muy nervioso. Incluso llegué a tomar más nitrato de plata, hasta que la piel pasó de ser gris a ser azul, un efecto secundario del veneno.
El Hombre Azul hizo una pausa. Habló en una voz más baja.
– Me echaron de la fábrica. El capataz dijo que asustaba a los demás obreros. Sin trabajo, ¿cómo me las iba a arreglar para comer? ¿Dónde iba a vivir?
»Encontré una taberna, un sitio oscuro donde me podía ocultar bajo un sombrero y un abrigo. Una noche, un grupo de feriantes estaba al fondo. Fumaban puros. Se reían. Uno de ellos, un tipo más bien bajo con una pata de palo, no dejaba de mirarme. Finalmente se me acercó.
»Al terminar la noche, había llegado a un acuerdo con ellos para aparecer en su espectáculo. Y empezó mi vida como mercancía.
Eddie se fijó en el aspecto resignado de la cara del Hombre Azul. Muchas veces se había preguntado de dónde venían los que se exponían en el espectáculo de monstruos. Suponía que detrás de cada uno de ellos había una historia triste.
– Los de la feria me pusieron nombres, Edward. A veces yo era el Hombre Azul del Polo Norte, otras el Hombre Azul de Argelia y otras el Hombre Azul de Nueva Zelanda. Yo jamás había estado en ninguno de aquellos sitios, claro, pero me complacía que me consideraran exótico, aunque sólo fuera en un cartel escrito. El «espectáculo» era sencillo. Yo me sentaba en el escenario, medio desnudo, mientras pasaba la gente y el presentador les contaba lo patético que yo era. Por medio de eso, conseguía embolsarme unas cuantas monedas. El director dijo una vez que yo era el «mejor monstruo» de su espectáculo y, por triste que suene, aquello me enorgulleció. Cuando uno es un paria, hasta que le tiren una piedra puede ser bien recibido.
»Un invierno vine a este parque de atracciones. El Ruby Pier. Estaban montando un espectáculo que se llamaba Los Hombres Extraños. Me gustó la idea de estar en un sitio fijo y escapar de los traqueteos de las carretas de caballos y de la vida en un espectáculo ambulante.
»Este sitio se convirtió en mi casa. Vivía en la habitación de encima de una tienda de salchichas. Por las noches jugaba a las cartas con otros que trabajaban en el espectáculo, con los hojalateros y, a veces, hasta con tu padre. Por la mañana llevaba camisas de manga larga y me envolvía la cabeza con una toalla, así podía pasear por esta playa sin asustar a la gente. Puede que no parezca mucho, pero para mí era una libertad que había conocido raramente.
Se interrumpió. Miró a Eddie.
– ¿Entiendes por qué estamos aquí? Éste no es tu cielo. Es el mío.
Considérese una historia vista desde dos ángulos diferentes.
Por una parte, un lluvioso domingo de julio, a finales de la década de 1920. Eddie y sus amigos se están lanzando una pelota de béisbol que a Eddie le regalaron por su cumpleaños casi un año antes. En un momento dado la pelota pasa volando por encima de la cabeza de Eddie y alcanza la calle. Él, que lleva unos pantalones rojos y un gorro de lana, sale corriendo tras ella y se encuentra con que viene un automóvil, un Ford A. El coche chirría, vira y casi le atropella. Eddie tiembla, respira con dificultad, recoge la pelota y corre de vuelta con sus amigos. El partido termina enseguida y los niños corren al salón de juegos a jugar con el Buscador del Erie, que tiene un mecanismo en forma de garra que agarra pequeños juguetes.
Ahora considérese la misma historia desde un ángulo distinto. Un hombre está al volante de un Ford A, que ha pedido prestado a un amigo para hacer prácticas de conducción. La calzada está mojada por la lluvia de la mañana. De pronto, una pelota de béisbol bota atravesando la calle y un niño sale corriendo detrás de ella. El conductor pisa a fondo el freno y se agarra al volante. El coche patina, los neumáticos chirrían.
El hombre se las arregla para recuperar el control y el Ford A sigue su marcha. El chico ha desaparecido del espejo retrovisor, pero el hombre todavía se siente alterado; piensa en lo cerca que ha estado de una tragedia. La descarga de adrenalina ha obligado a su corazón a funcionar muy deprisa, pero ese corazón no es fuerte y el esfuerzo lo agota. Entonces el hombre siente un mareo y la cabeza le cae momentáneamente hacia delante. Su automóvil casi choca con otro. El segundo conductor toca la bocina, el hombre gira el volante y vuelve a virar pisando el pedal del freno. Patina por una avenida y luego dobla por una calleja. Su vehículo rueda hasta que choca contra la parte de atrás de un camión aparcado. Hay un pequeño sonido de choque. Los faros se hacen añicos. El impacto impulsa al hombre contra el volante. La frente le sangra. Se baja del Modelo A, comprueba los daños, luego se derrumba en el pavimento mojado. El brazo le duele. Siente una opresión en el pecho. Es un domingo por la mañana. La calleja está desierta. Se queda allí, sin que nadie se fije en él, caído junto al costado del coche. La sangre ya no fluye desde sus arterias coronarias al corazón. Pasa una hora. Le encuentra un policía. Un reconocimiento médico determina que está muerto. El motivo de la muerte se registra como «ataque al corazón». No hay parientes conocidos.
He aquí una historia vista desde dos ángulos diferentes. Es el mismo día, el mismo momento, pero desde uno de los ángulos la historia termina felizmente, en un salón de juegos, con el niño de los pantalones rojos metiendo monedas en el Buscador del Erie; y desde el otro ángulo termina mal, en el depósito de cadáveres de una ciudad, donde uno de los empleados llama a otro y los dos se extrañan de la piel azul del que acaban de traer.
– ¿Lo ves? -susurró el Hombre Azul después de terminar la historia desde su punto de vista-. ¿Niño?
Eddie sintió un escalofrío.
– No puede ser -susurró.
EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY
Tiene ocho años. Está sentado en el borde de un sofá a cuadros, con los brazos cruzados, enfadado. Tiene a su madre a los pies, atándole los cordones de los zapatos. Su padre está ante el espejo arreglándose la corbata.
– No quiero ir -dice Eddie.
– Ya lo sé -dice su madre, sin levantar la vista-, pero tenemos que ir. A veces uno tiene que hacer cosas cuando pasan cosas tristes.
– Pero es mi cumpleaños.
Eddie mira enfurruñado desde el otro lado de la habitación la grúa montada en el rincón; está hecha con vigas metálicas de juguete y tres pequeñas ruedas de goma. Eddie había estado haciendo un camión. Es bueno montando cosas. Había esperado enseñárselo a sus amigos en la fiesta de su cumpleaños. En lugar de eso, tienen que ir a un sitio y vestirse de punta en blanco. Eso no está nada bien, piensa.
Su hermano Joe, vestido con pantalones de lana y una pajarita, entra con un guante de béisbol en la mano izquierda. Le da un golpe. Se burla de Eddie.
– Ésos eran mis zapatos viejos -dice Joe-. Los nuevos que tengo son mejores.
Eddie arruga el ceño. Aborrece tener que ponerse las cosas viejas de Joe.
– Deja de quejarte -dice su madre.
– Me hacen daño -protesta Eddie.
– ¡Ya está bien! -grita su padre. Atraviesa a Eddie con la mirada. Eddie se calla.
En el cementerio, Eddie apenas reconoce a los del parque de atracciones. Los hombres que normalmente visten lamé dorado y turbantes rojos, ahora llevan trajes negros, como su padre. Parece que todas las mujeres llevan el mismo vestido negro; algunas se tapan la cara con velos.
Eddie mira a un hombre que echa tierra con una pala en un agujero. El hombre dice algo sobre unas cenizas. Eddie se agarra a la mano de su madre y bizquea mirando el sol. Debería estar triste, lo sabe, pero en secreto está contando números, a partir del uno; espera que cuando llegue a mil volverá el día de su cumpleaños.