Eddie despertó dentro de una taza de té.
Formaba parte de alguna atracción de un antiguo parque; una taza de té grande, hecha de madera oscura, brillante, con un asiento tapizado y una puerta con bisagras de acero. Los brazos y las piernas de Eddie colgaban por encima de los bordes. El cielo continuaba cambiando de color, de un marrón de piel de zapato a un escarlata intenso.
Instintivamente buscó el bastón. Los últimos años lo dejaba junto a la cama porque había mañanas en que ya no tenía fuerzas para levantarse sin él. Eso le molestaba, pues antes solía dar palmadas en los hombros a sus amigos cuando los saludaba.
Pero ahora no estaba el bastón, conque Eddie suspiró y trató de levantarse. Sorprendentemente la espalda no le dolió. No sintió punzadas en la pierna. Hizo un esfuerzo mayor y saltó sin problemas por encima del borde de la taza de té. Cayó suavemente en el suelo, donde le sorprendieron tres rápidos pensamientos.
Primero, se sentía maravillosamente bien.
Segundo, estaba completamente solo.
Tercero, todavía estaba en el Ruby Pier.
Pero ahora era un Ruby Pier diferente. Había tiendas de lona, grandes espacios con césped y tan pocos obstáculos que se podía ver la musgosa rompiente de agua en el borde del océano. Los colores de las atracciones eran el rojo del cuartel de bomberos y el crema -nada de azules o granates-, y cada atracción tenía su propio despacho de entradas de madera. La taza de té donde había despertado formaba parte de una antigua atracción que se llamaba Girómetro. Su cartel era de contrachapado, igual que los demás carteles que colgaban bajos, encima de las fachadas de los puestos que se alineaban en el paseo.
¡Cigarros El Tiempo! ¡Eso es fumar!
¡Sopa de pescado, 10 centavos!
¡El Látigo, la sensación de la temporada!
Eddie parpadeó muy sorprendido. Aquello era el Ruby Pier de su infancia, unos setenta y cinco años atrás, sólo que todo estaba nuevo y recién limpio. Más allá estaba el Rizar el Rizo, que había sido desmontado hacía décadas, y algo más lejos, las casetas de baño y las piscinas de agua salada que habían sido demolidas en la década de 1950. Destacándose en el cielo, estaba la noria original -con su pintura blanca intacta- y, tras ella, las calles de su antiguo barrio y los tejados de las apiñadas casas de ladrillos, con cuerdas para tender la ropa entre las ventanas.
Eddie intentó gritar, pero sólo le salió un sonido ronco. Articuló un «¡Hola!», pero de su garganta no salió nada.
Se agarró brazos y piernas. Aparte de su falta de voz, se sentía increíblemente bien. Anduvo en círculo. Dio un salto. Ningún dolor. En los últimos diez años había olvidado lo que era andar sin una mueca de dolor o sentarse sin tener que hacer esfuerzos para acomodar la parte baja de la espalda. Por fuera, él tenía el mismo aspecto que el de aquella mañana: un viejo rechoncho, con el pecho abombado, que llevaba gorra, pantalones cortos y el jersey marrón de su trabajo. Pero se sentía flexible . Tan flexible, en realidad, que se podía tocar los tobillos y levantar una pierna hasta su barriga. Exploró su cuerpo como un niño pequeño, fascinado por la nueva mecánica, un hombre de goma haciendo un estiramiento de hombre de goma.
Luego corrió.
¡Ja, ja! ¡Corría! Eddie no había corrido de verdad desde hacía más de sesenta años. Desde la guerra, no había corrido, pero ahora estaba corriendo. Empezó con unos cuantos pasos cautelosos, luego aceleró, a toda velocidad, más rápido, más rápido, corriendo como el chico que era en su juventud. Corrió por la pasarela de madera y pasó por delante de un puesto de cebo vivo para pescadores (cinco centavos) y de otro donde alquilaban trajes de baño (tres centavos). Pasó por delante de un tobogán que se llamaba los Dibujos Deslizantes. Corrió por el paseo del Ruby Pier, debajo de magníficos edificios de estilo árabe con agujas, minaretes y cúpulas bulbosas. Pasó corriendo junto al Carrusel Parisiense, con sus caballos de madera tallada, cristales de espejo y música de organillo; todo brillante y nuevo. Sólo una hora antes, o eso parecía, él había estado rascando el óxido de sus piezas en el taller.
Bajó corriendo hasta el corazón de la antigua avenida central, donde en otro tiempo trabajaban los que adivinaban el peso o el porvenir y bailaban los gitanos. Recogió la barbilla y extendió los brazos como un planeador, y cada pocos pasos daba un salto, al igual que hacen los niños, esperando que su carrera se convierta en vuelo. A cualquiera le podría haber parecido ridículo ver a aquel empleado de mantenimiento con el pelo blanco, completamente solo, haciendo el avión. Pero el niño que corre está dentro de todos los hombres, sin importar la edad que tengan.
Y entonces Eddie dejó de correr. Había oído algo. Una voz metálica, como si procediera de un megáfono.
– Pasen y vean, señoras y caballeros. Jamás habrán contemplado nada tan espantoso.
Eddie estaba parado junto a un despacho de entradas vacío delante de un enorme teatro. En el cartel de arriba se leía:
Los hombres más extraños del mundo.
¡El gran espectáculo del Ruby Pier!
¡El humo sagrado! ¡Son gordos! ¡Son delgados!
¡Vean al hombre salvaje!
El espectáculo. La casa de los monstruos. La gran sensación. Eddie recordó que la habían cerrado hacía por lo menos cincuenta años, en la época en que la televisión se hizo popular y la gente no necesitaba ese tipo de espectáculos para avivar su imaginación.
– Pasen y vean a este salvaje. Tiene un defecto de nacimiento, de lo más extraño…
Eddie atisbo por la entrada. Allí dentro había visto a algunas personas muy raras. Estaba Jolly Jane, que pesaba más de doscientos cuarenta kilos y que necesitaba que dos hombres la empujasen para subir por las escaleras. Estaban las siamesas, que compartían la columna vertebral y tocaban instrumentos musicales. Y también los tragasables, las mujeres barbudas y una pareja de hermanos indios cuya piel se había vuelto de goma de tanto untársela y frotársela con aceite, y les colgaba de brazos y piernas.
Eddie, de niño, había sentido pena por las personas que exhibían allí. Las obligaban a sentarse en cabinas o a subirse en estrados, a veces entre rejas, mientras los visitantes pasaban entre ellas, burlándose y señalándolas. El que los anunciaba hacía publicidad de los monstruos, y era la voz de ese hombre la que Eddie oía ahora.
– ¡Sólo un terrible giro del destino podía dejar a un hombre en una situación tan penosa! Lo hemos traído desde el otro extremo del mundo para que ustedes lo puedan ver…
Eddie entró en la sala en penumbra. La voz se hizo más potente.
– Este trágico desdichado ha sido víctima de la perversa naturaleza…
Llegaba desde el otro extremo de un estrado.
– Sólo aquí, en Los Hombres Más Extraños del Mundo, pueden ustedes estar tan cerca…
Eddie se acercó al telón.
– Deleiten su vista con la más extraor…
La voz del que lo anunciaba desapareció. Y Eddie retrocedió incrédulo.
Allí, sentado en una silla, solo sobre el estrado, había un hombre de edad madura con unos hombros estrechos y caídos, desnudo de cintura para arriba. La tripa le asomaba por encima del cinturón. Tenía el pelo muy corto, los labios finos y la cara aguileña y ojerosa. Eddie lo habría olvidado hacía mucho de no ser por un rasgo especial.
Su piel era azul.
– Hola, Edward -dijo-. Te he estado esperando.