Finalmente, después de muchas conversaciones, Margue-rite hizo entrar a Eddie por otra puerta. Estaban de vuelta en la pequeña habitación redonda. Ella se sentó en el taburete y puso los dedos juntos. Se volvió hacia el espejo y Eddie vio su reflejo. El de ella, pero no el suyo.
– La novia espera aquí -dijo Marguerite pasándose las manos por el pelo y mirando en su imagen despreocupadamente-. Éste es el momento en que piensas en lo que estás haciendo. A quién eliges. A quién querrás. Si es lo adecuado, Eddie, puede ser un momento maravilloso.
Ella se volvió hacia él.
– Tuviste que vivir sin amor durante muchos años, ¿verdad?
Eddie no dijo nada.
– Consideraste que te lo habían arrebatado, que te dejé demasiado pronto.
Él se fue agachando poco a poco. Tenía el vestido de color lavanda de ella extendido a su alrededor.
– Es que tú me dejaste demasiado pronto -dijo.
– Y estabas enfadado conmigo.
– No.
Los ojos de ella brillaron.
– De acuerdo. Sí.
– Había un motivo para todo -dijo ella.
– ¿Qué motivo? -dijo él-. ¿Cómo podría haber un motivo? Tú moriste. Tenías cuarenta y siete años. Eras la mejor persona que conocía cualquiera de nosotros, y moriste y lo perdiste todo. Y yo lo perdí todo. Perdí a la única mujer a la que he querido.
Ella le agarró las manos.
– No, no la perdiste. Yo estaba allí. Y tú me amabas de todos modos.
»El amor perdido sigue siendo amor, Eddie. Adquiere una forma diferente, eso es todo. No puedes ver la sonrisa de esa persona o llevarle comida o acariciarle el pelo o dar vueltas con ella en una pista de baile, pero cuando esos sentidos se debilitan, se fortalecen otros. La memoria. La memoria se convierte en tu compañera. Uno la alimenta, y se aferra a ella, y baila con ella.
»La vida tiene un fin -dijo ella-, el amor no.
Eddie pensó en los años de después de enterrar a su mujer. Era como mirar por encima de una cerca. Era consciente de que había otro tipo de vida allí fuera, pero sabía que nunca formaría parte de ella.
– Nunca quise a nadie más -dijo él sosegadamente.
– Lo sé -dijo ella.
– Todavía estaba enamorado de ti.
– Lo sé. -Marguerite asintió con la cabeza.- Lo notaba.
– ¿Aquí? -preguntó él.
– Sí, aquí -dijo ella sonriendo-. El amor perdido puede ser así de intenso.
Ella se puso de pie y abrió una puerta, y Eddie parpadeó al entrar detrás de ella. Era una habitación tenuemente iluminada, con sillas plegables y un acordeonista sentado en el rincón.
– Estaba guardando esta habitación para el final -dijo ella.
Estiró los brazos. Y por primera vez en el cielo, él inició un contacto. Se acercó a ella ignorando su pierna y olvidando todas las horribles cosas que había pensado en relación con el baile, la música y las bodas, pues se dio cuenta ahora de que eso era lo que en realidad pensaba sobre la soledad.
– Lo único que falta -susurró Marguerite cogiéndole del hombro- son los cartones del bingo.
Él sonrió y le pasó la mano por la cintura.
– ¿Puedo preguntarte una cosa? -dijo.
– Sí.
– ¿Cómo conseguiste tener el aspecto que tenías el día que me casé contigo?
– Pensé que te gustaría así.
Él pensó un momento.
– ¿Puedes cambiarlo?
– ¿Cambiarlo? -Ella pareció divertida.- ¿El qué?
– El final.
Ella dejó caer los brazos.
– Al final yo no era tan guapa.
Eddie negó con la cabeza, tratándole de decir que eso no era cierto.
– ¿Podrías?
Ella se quedó quieta un momento, luego volvió a alzar los brazos. El acordeonista tocó las conocidas notas y cuando ella tarareó al oído de él, empezaron a moverse juntos, lentamente, al unísono, como sólo un marido y su mujer pueden hacerlo.
You made me love you
I didn't want to do it,
I didn't want to do it…
You made me love you
and all the time you knew it
and all the time you knew it…
(Hiciste que te amara.
Yo no quería amar
yo no quería amar…
Hiciste que te amara.
y tú siempre lo supiste
y tú siempre lo supiste…)
Cuando Eddie echó la cabeza hacia atrás, ella tenía otra vez cuarenta y siete años, la red de arrugas en torno a los ojos, el pelo menos espeso, la piel más flácida por debajo de la barbilla. Marguerite sonrió y él sonrió, y ella fue, para él, tan hermosa como siempre, y cerró los ojos y dijo por primera vez lo que había estado sintiendo desde el momento en que la volvió a ver:
– No quiero seguir. Quiero quedarme aquí.
Cuando abrió los ojos, sus brazos aún rodeaban la forma del cuerpo de ella, pero Marguerite había desaparecido, al igual que todo lo demás.
VIERNES, 15.15 HORAS
Domínguez apretó el botón del ascensor y la puerta se cerró con estrépito. Un ventanuco interior se alineó con un ventanuco exterior. El aparato se elevó con una sacudida y por el cristal estropeado vio que desaparecía el vestíbulo.
– No me puedo creer que este ascensor todavía funcione -dijo Domínguez-. Debe de ser, por lo menos, del siglo pasado.
El hombre a su lado, el abogado que se ocupaba de la herencia, asintió ligeramente, simulando interés. Se quitó el sombrero -había poca ventilación y estaba sudando- y observó los números que se encendían en el panel de latón. Aquélla era la tercera cita del día. Una más y podría irse a casa a cenar.
– Eddie no tenía muchas cosas -dijo Domínguez.
– Ejem -dijo el hombre secándose la frente con un pañuelo-. Entonces no nos llevará mucho.
El ascensor se detuvo bruscamente, la puerta se abrió con estrépito y se dirigieron hacia el 6B. El pasillo todavía tenía los azulejos a cuadros blancos y negros de la década de 1960 y olía a comida: ajo y patatas fritas. El conserje les había dado la llave, junto con una fecha límite. El próximo miércoles. Necesitaba que el piso estuviera vacío para un nuevo inquilino.
– Vaya… -dijo Domínguez después de abrir la puerta y entrar en la cocina-. Todo está perfectamente ordenado, y eso que era un viejo. -El fregadero estaba limpio. Las encimeras fregadas. Bien lo sabe Dios, pensó, su casa nunca estaba tan limpia.
– ¿Documentos financieros? -preguntó el hombre-. ¿Estados de cuentas bancarias? ¿Joyas?
Domínguez pensó en Eddie llevando joyas puestas y casi soltó una carcajada. Se dio cuenta de lo mucho que le echaba de menos, de lo extraño que era no tenerle en el parque dando órdenes a gritos y supervisándolo todo como un halcón madre. Ni siquiera habían vaciado su taquilla. Nadie tuvo valor. Se limitaron a dejar sus cosas en el taller, donde estaban, como si fuera a volver al día siguiente.
– No lo sé. Mire en ese mueble del dormitorio.
– ¿El buró?
– Sí. Oiga, yo sólo estuve aquí una vez. En realidad sólo conocía a Eddie del trabajo.
Domínguez se apoyó en la mesa y miró por la ventana de la cocina. Vio el viejo carrusel. Miró su reloj. «Hablando de trabajo…», pensó.
El abogado abrió el cajón de arriba del buró del dormitorio. Apartó unos pares de calcetines, pulcramente enrollados uno dentro de otro, y la ropa interior, calzoncillos blancos, uno encima de otro. Debajo había una caja forrada de cuero, un objeto con aspecto serio. La abrió con la esperanza de encontrar algo enseguida. Frunció el ceño. Nada importante. No había ni estados de cuentas bancario, ni pólizas de seguro, sólo una pajarita negra, el menú de un restaurante chino, un antiguo mazo de cartas, una carta con una medalla del ejército y una descolorida foto Polaroid de un hombre junto a una tarta de cumpleaños rodeado de niños.
– Oiga -gritó Domínguez desde la otra habitación-, ¿es esto lo que necesita?
Apareció con un montón de sobres que había sacado de un cajón de la cocina, algunos de un banco cercano, otros del Departamento de Veteranos de Guerra. El abogado los recorrió y, sin levantar la vista, dijo:
– Esto servirá.
Sacó un estado de cuenta bancario y tomó nota mental del saldo. Luego, como sucedía con frecuencia en este tipo de visitas, se felicitó en silencio por sus acciones, bonos y plan de pensiones. Él no iba a terminar como aquel pobre palurdo, con nada más que enseñar que una cocina ordenada.