La tercera persona que Eddie encuentra en el cielo
Un viento repentino levantó a Eddie, que giró como un reloj de bolsillo en el extremo de una cadena. Una explosión de humo lo rodeó y cubrió su cuerpo con un torrente de colores. El cielo pareció descender, hasta que pudo notar que le tocaba la piel como una sábana que lo envolviera. Luego se alejó bruscamente y explotó adquiriendo un color jade. Aparecieron estrellas, millones de estrellas, como sal que se rociara sobre el firmamento verdoso.
Eddie parpadeó. Ahora estaba en las montañas, pero se trataba de unas montañas extraordinarias: una cadena que nunca terminaba, con cimas coronadas de nieve, rocas dentadas y escarpadas laderas de color púrpura. En una hondonada entre dos crestas había un gran lago negro. Una luna se reflejaba brillante en sus aguas.
Al pie de la cadena de montañas Eddie distinguió una luz de colores parpadeante que cambiaba rítmicamente cada pocos segundos. Avanzó en aquella dirección y se dio cuenta de que estaba hundido en la nieve hasta la pantorrilla. Alzó el pie y lo sacudió con fuerza. Los copos se desprendieron soltando destellos dorados. Cuando los tocó, no estaban ni fríos ni húmedos.
»¿Dónde estoy ahora?», pensó Eddie. Una vez más revisó su cuerpo, apretándose los hombros, el pecho, el estómago. Los músculos de sus brazos seguían siendo tensos, pero la parte central del cuerpo estaba más floja, con algo de grasa. Dudó, luego se apretó la rodilla izquierda. Sintió un fuerte dolor e hizo una mueca. Esperaba que después de separarse del capitán su herida desapare- cería. Pero, al parecer, había vuelto a ser el hombre que había sido en la tierra, con cicatrices, michelines y todo. ¿Por qué el cielo hacía que uno volviera a vivir su propia decadencia física?
Siguió las luces parpadeantes de debajo de la estrecha cadena de montañas. Aquel paisaje, desnudo y silencioso, quitaba la respira- ción; se ajustaba más a cómo había imaginado el cielo. Por un momento se preguntó si ya habría terminado, si el capitán no se habría equivocado, si no habría más personas con las que encontrarse. Avanzó por la nieve bordeando una roca hasta el gran claro de donde procedían las luces. Volvió a parpadear; esta vez con incredulidad.
Allí, en el campo nevado, aislado, había una construcción que parecía un furgón con el exterior de acero inoxidable y el techo rojo en forma de barril. Un rótulo parpadeaba encima: «Comidas».
Un restaurante.
Eddie había pasado muchas horas en sitios como aquél. Todos parecían el mismo: asientos de respaldo alto, mesas brillantes, una hilera de ventanas con cristales pequeños en el lateral, que, desde fuera, hacían que los clientes parecieran pasajeros de un vagón de tren. Eddie distinguía ahora las figuras por esas ventanas; eran personas que hablaban y gesticulaban. Avanzó hasta los escalones cubiertos de nieve y llegó a la puerta de doble hoja de cristal. Miró dentro.
Una pareja de personas mayores estaba sentada a su derecha tomando tarta; no se fijaron en él. Otros clientes estaban sentados en sillas giratorias en la barra de mármol o en las mesas con sus abrigos en percheros. Parecían de décadas diferentes: Eddie vio a una mujer con un vestido de cuello cerrado de la década de 1930 y a un joven con un signo de la paz de los años sesenta tatuado en el brazo. Muchos de los clientes parecía que habían sido heridos. A un negro con camisa de trabajo le faltaba un brazo. Una adolescente tenía una cuchillada cruzándole el rostro. Ninguno de ellos miró cuando Eddie dio unos golpecitos en la ventana. Vio a cocineros con gorros blancos de papel, y fuentes con comida humeante a la espera de ser servida en el mostrador; comida de colores de lo más apetitoso: salsas de color rojo oscuro, cremas amarillas. Desplazó la mirada hacia la última mesa de la esquina derecha. Quedó paralizado.
No podía creer lo que estaba viendo.
– No -se oyó susurrar a sí mismo. Se dio la vuelta y se apartó de la puerta. Aspiró profundamente. El corazón le latía con fuerza. Giró y volvió a mirar. Luego golpeó enloquecidamente los cristales.
– ¡No! -gritó Eddie-. ¡No! ¡No! -Golpeó hasta que estuvo seguro de que iba a romper el cristal.- ¡No! -Siguió gritando hasta que la palabra que quería, una palabra que no había pronunciado en décadas, finalmente se le formó en la garganta. Luego gritó aquella palabra; la gritó tan fuerte que la cabeza empezó a dolerle. Pero la figura de la mesa siguió sentada, ajena, con una mano encima del tablero, la otra sujetando un puro, sin levantar la vista en ningún momento, aunque Eddie gritó muchas veces, una y otra vez:
– ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!
EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY
En el oscuro y esterilizado pasillo del hospital militar, la madre de Eddie abre la caja blanca de la confitería y arregla las velas de la tarta, poniéndolas derechas, doce a un lado, doce al otro. Los demás -el padre de Eddie, Joe, Marguerite, Mickey Shea- están a su alrededor; la miran.
– ¿Tiene alguien una cerilla? -susurra.
Se dan golpecitos en los bolsillos. Mickey saca una caja de su chaqueta y al hacerlo se le caen al suelo dos pitillos sueltos. La madre de Eddie enciende las velas. Suena un ascensor al fondo del pasillo. Sacan una camilla con ruedas.
– ¿Todos preparados? ¿Vamos? -dice la madre de Eddie.
Las pequeñas llamas vacilan cuando se mueven todos a la vez. El grupo entra en la habitación de Eddie con cuidado.
– Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…
El soldado de la cama de al lado se despierta gritando-.
– ¿Qué demonios pasa?
Se da cuenta de dónde está y se deja caer de nuevo, avergonzado. La canción, una vez interrumpida, parece difícil de retomar, y sólo la voz de la madre de Eddie, temblorosa y sola, es capaz de continuar.
– Cumpleaños feliz, Eeeddie queriiido… -luego, rápidamente-: cumpleaños feliz.
Eddie se incorpora apoyándose en una almohada. Tiene las quemaduras vendadas. La pierna con una larga escayola. Hay un par de muletas junto a la cama. Él mira aquellos rostros como si estuviera consumido por el deseo de echar a correr.
Joe se aclara la voz.
– Bueno, oye, tienes un aspecto estupendo -dice. Los otros se muestran de acuerdo. Bueno. Sí. Muy bueno.
– Tu madre te trajo una tarta -susurra Marguerite.
La madre de Eddie da unos pasos hacia delante, como si le tocara hacerlo. Ofrece a Eddie la caja de cartón.
Eddie murmura:.
– Gracias, mamá.
Ella pasea la vista alrededor.
– ¿Dónde la puedo dejar?
Mickey agarra una silla, Joe despeja una pequeña mesita de noche. Marguerite aparta las muletas de Eddie. Su padre es el único que no se mueve sólo por moverse. Está quieto junto a una pared oscura, con la chaqueta en el brazo, y mira la pierna de Eddie, escayolada del muslo a la pantorrilla.
Eddie ve que le está mirando. Su padre baja la vista y pasa la mano por el alféizar de la ventana. Eddie tensa todos los músculos del cuerpo e intenta, voluntariamente, que le asomen lágrimas por los ojos.
Todos los padres hacen daño a sus hijos. No se puede evitar. La juventud, como cristal nuevo, recoge las huellas de los que la manejan. Unos padres manchan, otros rompen, otros destrozan por completo la infancia de sus hijos; la hacen pedazos y ya no se puede reparar.
El daño que hizo el padre de Eddie fue, al principio, el daño que produce el descuido. Cuando era muy pequeño, a Eddie su padre le cogía en brazos raramente, y ya de niño, por lo general, le agarraba por el brazo, menos con amor que con enojo. Su madre le proporcionaba ternura; su padre estaba más por la disciplina.
Los sábados, el padre le llevaba al parque de atracciones. Eddie salía del apartamento con visiones de carruseles y bolas de algodón de azúcar, pero al cabo de una hora o así, su padre encontraba una cara conocida y decía:
– Cuida al chico por mí, ¿de acuerdo?
Hasta que volvía su padre, normalmente a última hora de la tarde, por lo general borracho, Eddie quedaba al cuidado de un acróbata o de un adiestrador de animales.
Con todo, durante horas interminables de su juventud, Eddie esperaba atraer la atención de su padre, sentado en las barandillas o puesto de cuclillas encima de una de las cajas de herramientas del taller de mantenimiento. Muchas veces decía:
– ¡Puedo ayudar, puedo ayudar! -pero el único trabajo que le confiaban era que entrara a cuatro patas debajo de la noria por la mañana, antes de que abrieran el parque, a recoger las monedas que se hubieran caído de los bolsillos de los que habían subido la tarde anterior.
Al menos cuatro tardes a la semana su padre jugaba a las cartas. En la mesa había dinero, botellas y cigarrillos, y suponía que ciertas obligaciones. La obligación de Eddie era sencilla: no molestar. Una vez trató de ponerse junto a su padre y mirarle las cartas, pero el hombre dejó el puro y sonó como el trueno, al tiempo que le pegaba en la cara con el dorso de la mano.
– Deja de echarme el aliento -dijo.
Eddie se echó a llorar y su madre le atrajo agarrándole por la cintura. Miró enfadada a su marido. El niño nunca volvió a ponerse tan cerca.
Otras noches, cuando las cartas eran malas, las botellas se habían vaciado y su madre ya estaba dormida, su padre entraba como un trueno en el dormitorio de Eddie y Joe. Se abalanzaba sobre los pobres muchachos y los lanzaba contra la pared. Luego hacía que sus hijos se tumbasen boca abajo en la cama mientras él se quitaba el cinturón y luego les azotaba el trasero al tiempo que les gritaba que estaban gastando su dinero en porquerías. Eddie rezaba para que se despertara su madre, pero incluso las veces que se despertaba, su padre le advertía que «no se metiera en aquello». Verla en el pasillo, agarrándose la bata, tan impotente como él, hacía que Eddie se sintiese aún peor.
Las manos que atendieron a Eddie en su infancia, pues, fueron duras, callosas y rojas de ira, y pasó sus años de niño golpeado y azotado. Aquél fue el segundo daño que le hicieron; el primero después del descuido. La violencia. Esto fue así hasta tal punto que Eddie podía predecir por el sonido de los pasos que avanzaban por el pasillo la dureza de los golpes que iba a recibir.