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– ¡Después mandad esa puñetera vagoneta abajo para que podamos saber lo que pasó!

La cabeza de Eddie latía. Aunque en su parque nunca había habido accidentes importantes, conocía terribles historias relaciona- das con su profesión. Una vez, en Brighton, un perno se desenroscó de una góndola y dos personas cayeron y se mataron. Otra vez, en el Parque de las Maravillas, un hombre había intentado cruzar el carril de una montaña rusa; cayó y quedó sujeto por los sobacos. Quedó encajado y empezó a chillar al ver que las vagonetas iban a toda velocidad hacia él y… Bueno, fue horrible.

Eddie se quitó aquello de la mente. Ahora había gente a su alrededor, tapándose la boca con la mano, mirando cómo Domínguez trepaba por la escalerilla. Eddie trató de recordar las entrañas de la Caída Libre. «Motor. Cilindros. Hidráulica. Juntas. Cables.» ¿Cómo se podía soltar una vagoneta? Siguió visualmente la atracción, desde las cuatro personas aterradas de la cima, bajando por el eje, hasta la base. «Motor. Cilindros. Hidráulica. Juntas. Cables.»

Domínguez llegó a la plataforma superior. Hizo lo que Eddie le había dicho, agarró a Willie mientras éste se estiraba hacia la parte de atrás de la vagoneta para soltar la sujeción. Una de las ocupantes se lanzó hacia Willie y casi lo echó fuera de la plataforma. La multitud contuvo el aliento.

– Espera… -se dijo Eddie a sí mismo.

Willie probó de nuevo. Esta vez logró accionar el dispositivo de seguridad.

– El cable -murmuró Eddie.

La barra se levantó y la multitud soltó un:

– Oooh.

Llevaron rápidamente a los ocupantes a la plataforma.

– El cable se está rompiendo…

Eddie tenía razón. En el interior de la base de la Caída Libre, oculto a la vista, el cable que subía a la vagoneta número 2 había estado rozando durante los últimos meses en una polea bloqueada, que había ido serrando los hilos de acero del cable -como si pelara una espiga de trigo- hasta que prácticamente estuvieron cortados. Nadie lo había notado. ¿Cómo lo iban a notar? Sólo una persona que hubiera reptado dentro del mecanismo podría haber visto la improbable causa del problema.

La polea estaba bloqueada por un objeto pequeño que debía de haber caído por la abertura en algún momento.

Una llave de coche.

– ¡No sueltes la vagoneta! -gritó Eddie. Hacía gestos con las manos-. ¡Oye! ¡Oooye! ¡Es el cable! ¡No sueltes la vagoneta! ¡Se partirá!

La multitud apagó su voz. Vitoreaba enfebrecida mientras Willie y Domínguez descargaban al último ocupante. Los cuatro estaban a salvo. Se abrazaban encima de la plataforma.

– ¡Dom! ¡Willie! -gritaba Eddie. Una persona chocó contra su cintura, tirando su walkie-talkie al suelo. Eddie se dobló para recogerlo. Willie fue a los controles. Puso el dedo encima del botón verde. Eddie alzó la vista.

– ¡No! ¡No! ¡No! ¡No hagas eso!

Eddie se volvió hacia la multitud.

– ¡Atrás!

Algo de la voz de Eddie debía de haber atraído la atención de la gente; dejaron de soltar vítores y empezaron a dispersarse. Se hizo un claro debajo de la Caída Libre.

Y Eddie vio la última cara de su vida.

Caída encima de la base metálica de la atracción, como si alguien la hubiera tirado allí, la nariz moqueándole y las lágrimas llenándole los ojos, estaba la niña con el animal hecho con limpiapipas. ¿Amy? ¿Annie?

– Mami…, mamá…, mamá -balbuceaba, casi rítmicamente, paralizada, como los niños cuando lloran.

– Mami… Mamá…, mami… Mamá…

La mirada de Eddie saltó de ella a las vagonetas. ¿Tenía tiempo? Ella y las vagonetas…

Whump . Demasiado tarde. Las vagonetas caían… «¡Dios santo, ha soltado el freno!» Para Eddie todo sucedió como a cámara lenta. Dejó caer su bastón e hizo esfuerzos con su pierna mala hasta que notó una descarga de dolor que casi lo hizo caer. Un gran paso. Otro paso. Dentro de la caja de la Caída Libre, se rompió el último hilo del cable y destrozó la conducción hidráulica. La vagoneta número 2 ahora caía como un peso muerto, nada la podría detener, una roca cayendo por un despeñadero.

En aquellos momentos finales, a Eddie le pareció oír el mundo entero: gritos lejanos, olas, música, una ráfaga de viento, un sonido grave, intenso y feo que, comprendió, era su propia voz que le perforaba el pecho. La niña alzó los brazos. Eddie se lanzó. Su pierna mala le falló. Medio volando, medio tambaleándose avanzó hacia la pequeña y cayó en la plataforma metálica, que desgarró su camisa y le abrió la carne, justo debajo de la etiqueta en la que se leía «EDDIE» y «MANTENIMIENTO». Notó dos manos en la suya, dos manos pequeñas.

Hubo un gran impacto.

Un cegador relámpago de luz.

Y después, nada.

EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY

Década de 1920. En un hospital atestado de uno de los barrios más pobres de la ciudad, el padre de Eddie fuma pitillos en la sala de espera, donde hay otros padres que también fuman. La enfermera entra con una tablilla con pinza. Dice su nombre. Lo pronuncia mal. Los demás hombres sueltan humo. ¿Y bien?

Él levanta la mano.

– Felicidades -dice la enfermera.

La sigue por el pasillo hasta la sala de los recién nacidos. Sus zapatos hacen un ruido seco contra el suelo.

– Espere aquí-dice la enfermera.

Por el cristal ve que ella comprueba los números de las cunas de madera. Pasa delante de una, no es la suya, de otra, no es la suya, de otra, no es la suya, de otra, no es la suya.

Se detiene. Allí. Debajo de la manta. Una cabeza diminuta con un gorrito azul. Comprueba su tablilla con pinza otra vez, luego señala.

El padre respira pesadamente, asiente con la cabeza. Durante un momento su cara parece desmoronarse, como un puente que se hundiera en un río. Luego sonríe.

El suyo.

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