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Ahora no era nada, una hoja en el agua. Tala tiró suavemente de él por entre la luz y la sombra, conduciéndolo entre formas azules y marfil, de color limón y negras. Eddie comprendió entonces que todos esos colores, desde el principio, eran las emociones de su vida. Ella tiró de él entre las olas que rompían de un gran océano gris, y emergió en medio de una brillante luz y se encontró con una escena inimaginable:

Había un parque de atracciones lleno de miles de personas, hombres y mujeres, padres, madres y niños -muchísimos niños-, niños del pasado y del presente, niños que todavía no habían nacido, uno junto al otro, cogidos de la mano, con gorro, con pantalones cortos… Llenaban la pasarela y las atracciones y las plataformas de madera, estaban sentados unos sobre los hombros de los otros, sentados unos en el regazo de los otros. Estaban allí, o estarían allí, gracias a las cosas sencillas, normales, que Eddie había hecho en la vida, gracias a los accidentes que había evitado, a las atracciones que había mantenido seguras, a las tuercas que había apretado todos los días. Y aunque no movían los labios, Eddie oía sus voces, más voces de las que podría haber imaginado, y le invadió una paz que nunca había sentido antes. Ahora Tala le había soltado y flotaba por encima de la arena y por encima de la pasarela, por encima de los picos de las tiendas y las agujas de la avenida, en dirección a la punta de la gran noria blanca, donde en una vagoneta que oscilaba suavemente había una mujer con un vestido amarillo, su mujer, Marguerite, que le esperaba con los brazos extendidos. Fue hacia ella y vio su sonrisa, y las voces se fundieron en una sola palabra de Dios:

Hogar.

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