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Eddie dijo que pensaría en ello.

– Muy bien -gritó ella al lado de la tarta-. ¡Venga, señor Eddie! ¡Apágalas! Oh, espera, espera… -Buscó en su bolso y sacó una cámara de fotos, un artefacto complicado con varillas, lengüetas y un flash.

– Charlene me la ha prestado. Es una Polaroid.

Marguerite encuadra la foto, Eddie junto a la tarta y los niños apretujándose en torno a él, admirando las treinta y ocho llamitas. Un niño da un golpecito a Eddie y dice:

– Apáguelas todas, ¿vale?

Eddie mira hacia abajo. El azúcar glaseado tiene incontables señales de manitas.

– Lo haré -dice mirando a su mujer.

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Eddie miró fijamente a la joven Marguerite.

– No eres tú -dijo.

Ella dejó la cesta con almendras. Sonrió tristemente. Los invitados seguían bailando la tarantela a sus espaldas, mientras el sol se apagaba detrás de un jirón de nubes blancas.

– No eres tú -dijo Eddie, otra vez.

Los que bailaban gritaron alegres algo a coro.

Tocaban panderetas.

Ella le ofreció la mano. Eddie estiró la suya instintivamente, como si fuera a coger un objeto que había caído. Cuando sus dedos se encontraron, experimentó una sensación desconocida, como si sobre su propia carne se formara carne, suave, cálida y que casi le hacía cosquillas. Ella se arrodilló junto a él.

– No eres tú -dijo Eddie.

– Soy yo -susurró ella.

– No eres tú, no eres tú, no eres tú -murmuró Eddie, mientras dejaba caer la cabeza sobre el hombro de ella y, por primera vez desde su muerte, empezó a llorar.

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Se habían casado un día de Nochebuena en el segundo piso de un restaurante chino mal iluminado que se llamaba Sammy Hong's. El dueño, Sammy, aceptó alquilarlo por aquella noche, ya que imaginó que tendría pocos clientes. Eddie gastó el dinero que le quedaba del ejército en la fiesta -pollo asado y verduras chinas, vino de oporto y un hombre con un acordeón-. Las sillas de la ceremonia se necesitaban para la cena, de modo que, una vez que se hicieron las promesas, los camareros pidieron a los invitados que se levantaran para llevar las sillas a las mesas del piso de abajo. El acordeonista se sentó en un taburete. Años más tarde, Marguerite haría bromas sobre que lo único que faltaba en su boda «fueron los cartones del bingo».

Cuando terminaron de cenar y recibieron algunos pequeños regalos, brindaron por última vez y el acordeonista guardó su instrumento. Eddie y Marguerite salieron por la puerta principal. Llovía ligeramente, una lluvia gélida, pero el novio y la novia fueron andando solos a casa, pues estaba a unas pocas manzanas de distancia. Marguerite llevaba su vestido de novia debajo de un grueso jersey rosa. Eddie vestía un traje blanco y una camisa que le apretaba el cuello. Iban cogidos de la mano. Avanzaron entre charcos de luces de la calle. A su alrededor todo parecía absolutamente callado.

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La gente dice que «encuentra» el amor, como si fuera un objeto escondido bajo una piedra. Pero el amor adopta muchas formas y nunca es igual para todos los hombres y mujeres. Lo que la gente encuentra es un determinado amor. Y Eddie encontró un determinado amor con Marguerite, un amor agradecido, un amor profundo pero sosegado, un amor que él sabía que, por encima de todo, era irreemplazable. Una vez que ella se hubo ido, dejó que fueran pasando los días, él dejó que su corazón durmiera.

Ahora ella estaba aquí de nuevo, tan joven como el día que se casaron.

– Ven a pasear conmigo -dijo ella.

Eddie intentó levantarse, pero su rodilla mala le falló. Ella le levantó sin esfuerzo.

– Tu pierna -dijo mirando la cicatriz con una tierna familiaridad. Luego alzó la vista y le tocó los mechones de pelo de encima de las orejas.

– Es blanco -dijo sonriendo.

Eddie no conseguía mover la lengua. No podía hacer mucho más que mirar. Ella era exactamente como la recordaba; más guapa, en realidad, pues sus recuerdos finales de ella habían sido los de una mujer mayor que sufría. Se puso a su lado, callado, hasta que los ojos de ella se estrecharon y los labios se le fruncieron traviesamente.

– Eddie. -Casi se reía.- ¿Has olvidado tan rápido cómo era?

Eddie tragó saliva.

– Eso nunca lo olvidé.

Ella le tocó la cara levemente y a él se le extendió el calor por el cuerpo. Marguerite hizo un gesto en dirección al pueblecito y los invitados que bailaban.

– Todo son bodas -dijo muy contenta-. Eso fue lo que elegí. Un mundo de bodas detrás de cada puerta. Oh, Eddie, nunca cambian, cuando el novio levanta el velo, cuando la novia recibe el anillo, las esperanzas que les asoman a los ojos son iguales en todo el mundo. Creen de verdad que su amor y su matrimonio van a batir todos los récords.

Sonrió.

– ¿Tú crees que nosotros lo conseguimos?

Eddie no supo qué responder.

– Tuvimos un acordeonista -dijo.

Salieron de la fiesta y subieron por un sendero de grava. La música se confundió con los ruidos de fondo. Eddie quería contarle todo lo que había visto, todo lo que había pasado. Quería preguntarle sobre todas las cosas sin importancia y también sobre todas las importantes. Notaba una agitación interior, una ansiedad que se detenía y empezaba. No tenía idea de por dónde empezar.

– ¿A ti también te ocurrió lo mismo? -dijo finalmente-. ¿Te encontraste con cinco personas?

Ella asintió con la cabeza.

– Cinco personas diferentes -dijo él.

Ella volvió a asentir con la cabeza.

– ¿Y te lo explicaron todo? ¿Y eso fue importante?

Ella sonrió.

– Muy importante. -Le tocó la barbilla.- Y luego te esperé.

Él examinó atentamente los ojos de ella. Su sonrisa. Se preguntó si su espera habría sido como la de él.

– ¿Cuánto sabes… de mí? Quiero decir, ¿cuánto sabes desde…?

Todavía tenía problemas para decirlo.

– Desde que moriste.

Ella se quitó el sombrero de paja y se apartó los rizos espesos, jóvenes, de la frente.

– Verás, yo sé todo lo que pasó cuando estábamos juntos…

Frunció los labios.

– Y ahora sé por qué pasó…

Se llevó las manos al pecho.

– Y también sé… que me querías mucho.

Le cogió de la otra mano. Él notó el calor que lo ablandaba.

– No sé cómo has muerto -dijo ella.

Eddie pensó durante un momento.

– Tampoco yo estoy seguro -dijo-. Había una niña, una niña pequeña, se acercó a aquella atracción y tenía problemas…

Los ojos de Marguerite se dilataron. Parecía muy joven. Aquello era más duro de lo que Eddie imaginaba: hablarle a su mujer del día que él murió.

– Tienen esas atracciones, ¿sabes?, esas atracciones nuevas, nada que ver con las que teníamos antes… Ahora todo va a mil kilómetros por hora. Total, que en aquella atracción las vagonetas bajan a toda velocidad y se supone que los frenos hidráulicos las detienen, para que acaben de bajar lentamente, pero algo partió el cable y una vagoneta quedó suelta. Todavía me cuesta creerlo, pero la vagoneta cayó porque yo les dije que la soltaran… Me refiero a que le dije a Dom, que es el chico que ahora trabaja conmigo… No fue culpa suya…, yo se lo dije y luego traté de impedirlo, pero no me oía, y aquella niña estaba sentada justo allí. Yo traté de llegar hasta ella. Traté de salvarla. Toqué sus manitas, pero entonces…

Se interrumpió. Marguerite ladeó la cabeza, animándole a continuar. Él suspiró.

– No he hablado tanto de esto desde que llegué aquí -dijo.

Ella asintió con la cabeza y sonrió, una sonrisa encantadora, y al verla, los ojos de Eddie empezaron a humedecerse y una oleada de tristeza le invadió de pronto, así de sencillo, nada de aquello importaba, nada de lo de su muerte o del parque o de la multitud a la que él había gritado: «¡Atrás!». ¿Por qué estaba contando aquello? ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba con ella de verdad? Como un pesar oculto que se alza para apoderarse del corazón, su alma estaba rodeada de antiguas emociones y los labios le empezaron a temblar y fue invadido por la tristeza de todo lo que había perdido. Había estado buscando a su mujer, a su mujer muerta, a su mujer joven, a su mujer añorada, a su única mujer, y no quería buscar más.

– Dios, Dios, Marguerite -susurró-. Lo siento tanto. Lo siento tanto. Me es imposible expresarlo. Me es imposible. Imposible.

Dejó caer la cabeza en las manos y, finalmente lo dijo, dijo lo que dice todo el mundo:

– Te he echado tanto de menos.

EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY

El hipódromo está lleno de público; es verano. Las mujeres llevan sombreros de paja para protegerse del sol y los hombres fuman puros. Eddie y Noel salen pronto de trabajar para apostar por el número del cumpleaños de Eddie, treinta y nueve, por La Doble Gemela. Se sientan en sillas plegables de listones. A sus pies hay vasos de plástico de cerveza entre una alfombra de apuestas desechadas.

Antes Eddie ha ganado en la primera carrera del día. Apostó la mitad de aquellas ganancias en la segunda carrera y ganó también; era la primera vez que le pasaba una cosa así. Eso le proporcionó doscientos dólares. Después de perder dos veces con apuestas más pequeñas, lo apuesta todo al caballo ganador en la sexta, porque, como él y Noel estuvieron de acuerdo, de acuerdo con una lógica aplastante, llegaron con casi nada, así que ¿qué más daba si volvían a casa igual?

– Sólo tienes que pensar en que ganas -le dice Noel ahora-, tendrás toda esa pasta para el niño.

Suena la campana. Los caballos salen. Van en grupo durante la primera recta, sus sedas de colores se emborronan con el movimiento. Eddie ha apostado al número ocho, un caballo que se llama Jersey Finch, lo que no supone muchos riesgos, ni cuatro a uno, pero lo que ha dicho Noel del «chico» -el que Eddie y Marguerite planean adoptar- le llena de culpabilidad. Podrían haber usado aquel dinero. ¿Por qué hacía este tipo de cosas?

El público se pone en pie. Los caballos enfilan la última recta . Jersey Finch avanza por el exterior y va a pleno galope. Los gritos se mezclan con el tronar de los cascos. Noel chilla. Eddie aprieta su apuesta. Está más nervioso de lo que quiere estar. La piel se le dilata. Un caballo se adelanta al grupo.

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